sábado, 5 de octubre de 2019

ESPECIAL - TÉMPORAS DE ACCIÓN DE GRACIAS Y DE PETICIÓN


«Las Témporas —dice el Misal— son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual» (p.648). La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país.

Las Témporas, y con ellas las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica ligada a las cuatro estaciones del año. Su finalidad consistía en reunir a la comunidad, para que, mediante el ayuno y la oración, se diese gracias a Dios por los frutos de la tierra y se invocase su bendición sobre el trabajo de los hombres. Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana, al mismo tiempo que sus libros litúrgicos. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, exactamente, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Pero muy pronto debió de añadirse la celebración correspondiente a la primavera, en plena Cuaresma. Por algunos sermones de San León Magno se concoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno, los miércoles y los viernes de la semana en que tenían lugar. El sábado había una vigilia, que terminaba con la eucaristía también, bien entrada la noche, de forma que ésa era la celebración eucarística del domingo.

La proximidad con algunas grandes solemnidades, como Navidad y Pentecostés, y la coincidencia con algún tiempo litúrgico, proporcionaban un colorido especial a la celebración de las respectivas Témporas. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas precristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria y campesina, la vida propia de aquellos tiempos. En el fondo, las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres.

Por eso, hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones del hombre del cemento y del reloj de cuarzo. Lo importante es que en un día, o en tres, según la duración elegida, se viva y se celebre la obra de Dios en el hombre y con la ayuda del hombre; con un espíritu de fe y de acción de gracias propios del creyente, que sabe que lo temporal tiene su propia autonomía, pero sin romper con Dios y sin ir en contra de su voluntad salvadora: «Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,22-23).

El año litúrgico celebra fundamentalmente el «recuerdo sagrado de la obra de la salvación realizada por Cristo» (Normas universales sobre el Año litúrgico, núm. 1). Pero junto a este aspecto fundamental el ciclo eclesial incluye también, aunque sea de modo más secundario, otras celebraciones. La memoria, por ejemplo, de aquellos fieles que reprodujeron en su vida, de modo eminente, el misterio pascual de Cristo (Cf.Sacr. Conc. 104), las diversas etapas de la vida de los fieles (Bautismo, Profesión religiosa, exequias) e incluso algunos otros acontecimientos o avatares de la vida humana de los cristianos (inicio del año civil, súplicas en tiempo de elecciones) interesándose y orando por su feliz desarrollo e iluminándolos y transformándolos a la luz del misterio pascual de Jesucristo.

En este último ámbito precisamente -el de interesarse por los acontecimientos de la vida humana- nacieron, ya en la antigüedad, dos tipos de celebraciones, cercanas entre sí pero no idénticas, que hoy quisiéramos subrayar y que la reforma litúrgica del Vaticano II por su parte quiso se adaptaran mejor a la situación actual: las Rogativas y las Témporas.

El significado de estas dos celebraciones, pensamos, que quizá no ha sido suficientemente captado después de la reforma litúrgica. Y ello a pesar de que la importancia de estas celebraciones continúa siendo grande -quizá mayor incluso que la que tuviera en otros tiempos-y de que posiblemente su correcta celebración tendría dos frutos importantes: el de restituir al domingo su carácter de fiesta primordial, purificándolo de adherencias que lo ofuscan y el de subrayar algunos aspectos importantes de la identidad cristiana que hoy con, demasiada frecuencia, pasan desapercibidos ante muchos fieles.

Las Témporas son y han sido siempre unos días consagrados a la santificación de las diversas etapas de la vida de los hombres. Tal como figuraban en el antiguo misal de San Pío V eran una herencia del como se vivía el quehacer cotidiano en el antiguo mundo rural. Históricamente nacieron como unos días de oración y ayuno para santificar las tres cosechas que constituían la base del trabajo más común del mundo agrícola antiguo: la del trigo en verano, la de la vendimia al comienzo de otoño y la del aceite en diciembre. A estas tres Témporas más tarde se añadieron unas cuartas témporas en marzo -que de hecho constituyeron como un doblaje penitencial pues coincidían con el tiempo también penitencial de Cuaresma- y empezó a hablarse de las «Cuatro Témporas» que correspondían a la santificación del inicio de las cuatro estaciones del año.

Las Rogativas tuvieron otro origen: nacieron ante necesidades singulares de alguna comunidad y luego, por diversas razones que no podemos explicar aquí, se fueron extendiendo por las diversas Iglesias. El Misal de San Pío V conservó dos de los antiguos días de rogativas: las llamadas «Rogativas mayores» que se celebraban el día de San Marcos y las «Rogativas menores» que tenían lugar los tres días anteriores a la Ascención del Señor.

Las Normas Universales del Año litúrgico promulgadas con el «Motu proprio» «Mysterii Paschalis» de Pablo VI determinó que las Conferencias Episcopales adaptaran a las necesidades de los diversos lugares -que hoy ya no viven al ritmo de las cosechas agrícolas- tanto las Témporas como las Rogativas y determinaran el tiempo y la manera de celebrarlas teniendo en cuenta las necedidades locales.

Por lo que se refiere a España en concreto la Conferencia Episcopal en un primer tiempo determinó que las cuatro antiguas Témporas se redujeran a una sola época -el comienzo de la actividades del curso, terminadas las vacaciones-y situó estas Témporas en la semana del 5 de octubre con la posibilidad de su celebración en uno o en tres días. La fecha, teóricamente por lo menos, parece oportuna. Hoy, en efecto, el ritmo de la actividad humana no se rige ya entre nosotros por las cosechas agrícolas y, en cambio, queda muy marcado por el período vacacional.y el inicio del curso escolar. No obstante hay que decir que, en la práctica, la celebración de estas Témporas no parece haber calado demasiado en las comunidades y que de hecho las nuevas Témporas pasan desapercibidas en casi todas partes.

Despues de unos años de experimentación cabría pues preguntarse si esta celebración, colocada una sola vez al año, marca de una manera suficiente el ritmo de la vida. O si por el contrario el paso de las tres -o cuatro- Témporas antiguas a un solo día hace incluso más difícil su celebración. ¿No sería más eficaz colocar diversas «Témporas», con una identidad verdadera y muy propia, en diversos períodos, al inicio, por ejemplo, del curso -las del 5 de octubre- otras al inicio de las vacaciones de Navidad como conclusión del primer trimestre, antes de las fiestas de Navidad o quizá mejor al inicio del segundo, pasadas ya las fiestas? En todo caso seguramente sería más eficaz que el Calendario general de España sugiriera únicamente una fecha aproximativa situada en las diversas épocas, dejando el día más concreto de la celebración para cada comunidad o por lo menos para cada diócesis para que se «tuviera más en cuenta las necesidades -y posibilidades- locales» (Normas Universales del Año litúrgico, núm. 46).

Pero si el Calendario para las iglesias de España en su primer momento redujo las cuatro Témporas a una sola celebración, esta reducción se proyectó sólo como primer paso, dejando para más adelante cuáles y cuándo debían celebrarse otras posibles Témporas y el conjunto de las Rogativas -el que suscribe este Editorial participó muy activamente en su proyecto y por ello puede afirmar estos extremos-. La cosa quedó después olvidada y por ello es oportuno insistir en este aspecto.

Si las antiguas comunidades tuvieron sus necesidades -pestes, terremotos, lucha contra determinadas supersticiones populares o contra la pervivencia de fiestas paganas-y para ello instituyeron diversos días de «Rogativas», pensamos que las actuales Iglesias no dejan de tener las suyas, y a veces, más imperiosas incluso que las de los tiempos pasados. Además con demasida frecuencia estas necesidades -desproveídas hoy de días de «Rogativas»- por una parte cubren y desvalorizan la celebración del domingo con el nacimiento de los «Dias» (del Seminario, de las misiones, del hambre, etc.) y por otra no quedan suficientemente subrayadas ni vividas pues se limitan a solo una colecta y un subrayado del problema que hace desaparecer la homilía y no deja espacio a la oración por la necesidad.

Determinar cuáles y cuándo deben ser las «Rogativas» en cada nación es competencia de la Conferencia Episcopal (Normas Universales del año litúrgico, núm. 46). Pero preparar el ambiente y señalar posibilidades -de momento con prácticas de carácter más privado- con días consagrados a la oración por las necesidades que parecen más urgentes y generales puede ser iniciativa de las comunidades concretas y ayuda incluso para que en un mañana cercano se instituyan diversos días de «rogativas» oficiales.

En esta línea nos parece interesante que las comunidades -las contemplativas en primer lugar, como grupos cuya vocación primordial es la plegaria, pero también las parroquiales y religiosas- hagan como un elenco de las principales necesidades de la Iglesia y de sociedad civil de nuestros días. Y dediquen a ellas unos días de oración que en el domingo anterior o posterior podrían tener su eco (sin que desfiguraran con ello la primordialidad del domingo). Con ello se realizaría tambien el voto del Ceremonial de los Obispos (núm. 229) de que los temas y días no cubran la liturgia del domingo.

Estas rogativas -que como hemos dicho podrían extenderse uno o varios días según se trate de comunidades contemplativas, religiosas o parroquiales-de cara a las necesidades de la Iglesia podrían ser entre otros: «Por las vocaciones», «Por la unidad de la Iglesia», «Por la evangelización de los pueblos», «Por el Papa», «Por el Obispo y la Iglesia local». Frente a las necesidades de la sociedad civil podría pensarse en instituir unos días de «Rogativas» por ejemplo «Por la paz y el progreso de los pueblos» «Por los que padecen hambre en el mundo», «Por la nación o autonomía». Para todas estas «Rogativas» hay formularios propios de misas y pueden prepararse oportunamente otras preces y textos a la manera como lo hacemos en este número de Oración de las horas en vistas a unas «Rogativas» por la evangelización de los pueblos a celebrar durante la semana anterioro posterior al DOMUND para ambientar la plegaria y el interés por esta urgente necesidad eclesial.

Según la tradición de la Iglesia, la primera semana de Cuaresma es la semana de las Cuatro Témporas de primavera. Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.

Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus». La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somoS «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio.

El viernes es el día de los Apóstoles. En calidad de «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» somos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,19-20). Sólo hay verdadero sacerdocio, sólo podemos construir el templo vivo de Dios en el contexto de la sucesión apostólica, de la fe apostólica y de la estructura apostólica. Las ordenaciones mismas tienen lugar en la noche del sábado hasta la mañana del domingo en la basílica de San Pedro. Así expresa la Iglesia la unidad del sacerdocio en la unidad con Pedro, del mismo modo que Jesús, al principio de su vida pública, llama a Pedro y a sus «socios» (Lc 5,10), luego de haber predicado desde la barca de Simón. La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita:

«Perpetuo, Domine, favore prosequere, quos reficis divino mysterio, et quos imbuisti caelestibus institutis, salutaribus comitare solaciis».

Oramos «por Cristo nuestro Señor». Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

La iglesia celebra una vez al año el día de la acción de gracias. Es un día al final del verano y pretende agradecer los frutos de las cosechas. Pero no en la sociedad agrícola ni en la industrial se puede limitar esta gesto elemental a un día determinado. En cada día y en cada momento hay motivos para dar gracias a Dios, entre otros por el don de la vida. Dar gracias es un rasgo fundamentalmente cristiano y humano. La dialéctica humana funciona en términos de "doy para que me des", pero la dialéctica divina se cambia por estos otros: "Me has dado mucho y por eso te doy gracias". Dar gracias cuesta muy poco, pero si sale del corazón es quizá la más noble expresión de un sentimiento humano.

El agradecimiento es a veces lo único que podemos dar. Si es sincero, eso basta. Quien da otras cosas sin agradecimiento, hará intercambio o comercio. El que no es agradecido es sumamente pobre. ¿Qué tiene en realidad? Quien no da gracias a Dios es porque en el fondo no está convencido de deberle nada. Pero a Dios se le debe todo, quizá sin saberlo. Un rabino daba gracias a Dios "por todo". -"¡Pero si no tienes nada!", le replicó otro que le oía. A lo que respondió: "Yo necesitaba precisamente la pobreza y Dios me la ha dado".

Puede suceder que uno necesite la enfermedad como medicina del espíritu y entonces hay que dar gracias también por la enfermedad. Pensándolo bien, lo único que el hombre puede dar a Dios es su agradecimiento. La oración de alabanza es, indudablemente, la más excelsa. Pero el agradecimiento no puede imponerse, como tampoco el amor. Tiene que salir del corazón como expresión de la persona. Eso es lo que agrada a Dios. De eso se quejó Jesús en el caso del evangelio. En el caso de los diez leprosos, nueve de ellos obedecieron y quedaron curados, el décimo creyó y fue salvado. Es el dato más esencial del relato. Porque no es lo mismo curar que salvar. Curar alude a lo exterior, mientras que salvar afecta a la totalidad de la persona. Uno de los diez leprosos se mostró agradecido y en ese gesto encontró la fe y la salvación. Los nueve restantes sólo encontraron la curación.

El leproso que vuelve para agradecer la curación lo hace, dice el evangelio, "alabando a Dios a grandes gritos". Se ha dado cuenta de que aquel gran favor que Jesús le ha hecho es, en el fondo una señal de cómo Dios actúa misericordiosamente con los hombres, y por eso se volvió alabando y ensalzando al Dios salvador, al Dios que actúa de tantas y tantas maneras en la vida de los hombres.

Es el Dios que ha hecho nacer, de su bondad, la creación entera; el Dios que se ha escogido un pueblo y lo ha liberado de la esclavitud en Egipto; el Dios que, para dar la vida a todo hombre, ha venido a compartir la condición humana y así nos ha abierto a todos caminos de salvación y de amor pleno.

Por eso, en todo lo que vivimos, en toda realidad de amor, de vida, de esperanza, podemos descubrir esta presencia salvadora y misericordiosa de Dios. Por eso vale la pena que siempre, como aquel leproso, seamos capaces de "alabar a Dios" por sus dones. De hecho, cuando cada domingo nos reunimos aquí en la iglesia, nuestra reunión recibe precisamente este nombre: "Eucaristía", quiere decir "Acción de gracias". Y ahora, cuando dentro de unos instantes empezaremos el momento central de nuestro encuentro, lo haremos levantando nuestro corazón hacia Dios y diciendo que "en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno". Damos gracias a Dios por todos sus dones, y damos gracias sobre todo por su don definitivo: la vida nueva de JC, su Espíritu que está con nosotros.

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