miércoles, 28 de agosto de 2019

Beato Junípero Serra

Apóstol de Sierra Gorda y California (1713-1784)

El 24 de noviembre de 1713 nació en Petra (Mallorca), del matrimonio formado por Antonio Serra y Margarita Ferrer, un niño a quien se le impuso en el bautismo el nombre de Miguel José. Vino al mundo en el humilde hogar de una familia sencilla, de modestos labradores, honrados, devotos y de ejemplares costumbres. Tal como iba creciendo y dando los primeros pasos por las calles de su pueblo, sus padres lo iban encaminando por los senderos de la fe católica y el santo amor de Dios. Ellos eran analfabetos, pero trataron de dar a su hijo una mejor formación, llevándole a la escuela del convento franciscano de San Bernardino. Aquí en su pueblo el muchacho aprendió las primeras letras e hizo grandes progresos en su formación, por lo que pronto lo encaminaron hacia Palma para cursar estudios superiores.

A la edad de 15 años empieza a asistir a las clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma y, sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de Septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero.

Cursa con gran brillantez los estudios eclesiásticos, e inmediatamente lo encontramos dictando clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la Cátedra ganada por oposición, con el consenso unánime de todos sus examinadores. Su tarea docente en San Francisco duró de 1740 a 1743, año este último en que pasó a ocupar la cátedra de Teología Escotista en la entonces famosa Universidad Luliana de Palma de Mallorca. Los muchos y notables alumnos salidos de sus aulas con brillantes títulos, son testigos de la alta categoría docente del P. Serra, quien alternaba la docencia y la predicación, campo éste en el que también cosechó abundantes frutos y estima; en cierta ocasión, predicando ante el Claustro de profesores de la Universidad, fue tan grande la admiración causada por su pieza oratoria, que un catedrático y orador de mucha fama exclamó: «Digno es este sermón de que se imprima en letras de oro».

Cuando se había hecho acreedor de los mayores honores y aplausos, decidió dejarlo todo para seguir la vocación misionera. En 1749 estuvo predicando la cuaresma en Petra, su pueblo natal, y cuando ya la estaba terminando le llegó la noticia de que le habían sido concedidos todos los permisos necesarios para trasladarse al Colegio de Misioneros de San Fernando, situado en la capital de México; sólo faltaba contratar el barco, lo que significaba tener que esperar algunos pocos días. Fray Junípero había ocultado siempre a sus padres la vocación misionera que lo animaba, y, terminada aquella cuaresma, se despidió de sus ancianos progenitores sin notificarles su próxima partida hacia América. De momento no quiso disgustarlos, y con el fuerte abrazo, que le desgarraba el corazón, se marchó para no volver a verlos. El 13 de Abril de 1749 embarca hacia Málaga, rumbo a Cádiz, en cuya travesía se enfrenta seria y comprometidamente con el capitán del barco para defender los principios evangélicos; no encontrando argumentos convincentes para defender su postura, el furibundo marino inglés a punto estuvo de tirar al P. Serra a la mar. En Cádiz permanecieron los misioneros más tiempo del previsto, esperando el momento de embarcar, y desde allí escribió Fray Junípero la carta que reproducimos más adelante, dirigida al P. Francisco Serra, que no era familiar suyo aunque tuviera su mismo apellido, residente entonces en el convento franciscano de Petra. El motivo de la carta era consolar y confortar a sus padres, y, como éstos eran analfabetos, se la dirigió al fraile amigo para que éste se la leyera.

Tras una larga y peligrosa travesía de 99 días, llegó a Veracruz en las costas mexicanas. Con otro compañero hizo a pie la caminata de cien leguas, hasta el Colegio de Misioneros de San Fernando en la Capital de México. Durante el trayecto, por causa de la picadura de un insecto, se le formó una llaga en la pierna que le será molesta compañera hasta la muerte.

A los seis meses de su llegada lo vemos ya enrolado, como Presidente, en un grupo de voluntarios camino hacia el corazón de la Sierra Gorda, en donde inicia su brillante carrera misionera. Ocho años estuvo en aquellas inhóspitas tierras, donde tantos otros habían fracasado. Su historial fue muy diferente. Siempre infatigable y emprendedor, aprende la lengua nativa. Enseña a cultivar la tierra. Monta granjas y talleres. Inicia a los indios en los más elementales rudimentos de las ciencias y las artes. Les adiestra igualmente en el comercio. Les instruye particularmente en los principios doctrinales de la fe católica. Los misioneros emulan las iniciativas y logros de Serra.

Fue tal la transformación realizada en aquella zona montañosa que, de un erial infructuoso, sus valles se transformaron en fecundo vergel. Y unos indios semisalvajes y ariscos, quedaron convertidos en sociables ciudadanos, instruidos en los diferentes campos de la actividad humana de aquellos tiempos. De la extraordinaria actividad del P. Serra en este rincón serrano, todavía queda en Jalpan, como testigo elocuente, el esbelto y artístico templo churrigueresco levantado bajo su dirección.

En plena euforia de sus trabajos en Sierra Gorda, es requerido para ocupar las misiones de San Saba, en Texas, devastadas por los apaches, quienes habían flechado a sus misioneros. Acepta contento, aun siendo consciente de que se expone a sufrir el martirio. Pero Dios le tenía reservado otro campo muy distinto. En efecto, no se llevó a cabo el proyecto para el que habían recurrido a Fray Junípero, y éste, al quedar libre de otras obligaciones, se dedica a dar misiones populares por todo el Territorio de la Nueva España, poniendo de manifiesto, una vez más, sus grandes cualidades pastorales y oratorias. Fruto de su fervorosa predicación fueron sonadas conversiones y multitud de penitentes postrados a sus pies para pedir la reconciliación de sus pecados.

Por aquel tiempo se suprimieron los Jesuitas en todos los territorios españoles y, en consecuencia, quedaron abandonadas las misiones de la Baja California. El Gobierno del Virreinato encargó a los franciscanos llenar ese vacío, y de nuevo tenemos al P. Serra, también como Presidente y voluntario, al frente de una expedición de dieciséis religiosos.

El 14 de Marzo de 1769 embarca hacia Loreto, Baja California, y en cuanto toma posesión de su cargo, elabora planes, distribuye el personal y visita varias misiones.

Transcurrido un año en este ministerio, llegan noticias de que los rusos, partiendo de Alaska, pretenden ocupar la costa oeste del norte americano. Para adelantárseles, el Virrey Marqués de Croix encarga al Visitador General D. José de Gálvez que organice una expedición para la conquista de aquellas tierras.

De inmediato Gálvez inicia la operación, tratando el plan con la oficialidad; pero pronto cae en la cuenta de que hay un personaje clave e imprescindible para el feliz éxito de la empresa: el P. Junípero Serra. Gálvez sabía bien que los fusiles y los cañones eran insuficientes para una conquista estable y duradera. Era indispensable conquistar, además del territorio, el corazón de los indios, y esta tarea fundamental sólo se podía afrontar con las armas de la fe y el estandarte de la cruz. Por esto, el Visitador General llama junto a sí al Presidente de los misioneros, y ambos conjuntamente ultiman los planes a seguir. Huelga decir el papel tan importante que desempeñó Serra en el enfoque y desarrollo de los preparativos.

Formando expedición por tierra con el Comandante Portolá, inicia Serra la marcha hacia el norte. La preocupante herida de su pierna ulcerada hacía tan torpe y pesado su caminar, que otros, en su lugar, se hubieran dado por vencidos, quedando a la vera del camino, mientras con nostálgica pena habrían visto cómo los demás compañeros continuaban la marcha. Pero Fr. Junípero no se rinde.

El primero de Julio de 1769 llegan al puerto de San Diego y, mientras las tropas izan la bandera de España y levantan el campamento, el P. Serra enarbola la cruz y funda la primera misión en la Alta California. Terminada de poner la primera piedra de la cristiandad en aquellas lejanas tierras, Fray Junípero, limpiándose el rostro, deja salir un profundo respiro de satisfacción al ver levantada la señal de Cristo en medio de un pueblo completamente pagano.

Al principio, las relaciones con los naturales del país no fueron tan cordiales como hubiera sido de desear. La rapiña y la agresión hicieron acto de presencia sin dilación. Los indios robaban cuanto podían y, en un momento dado, atacaron el desprovisto campamento español. Fruto de la sangrienta lucha, cayó mortalmente herido a sus pies el sirviente indio a quien tanto apreciaba el P. Serra.

Este primer contacto con los naturales del lugar, tan adverso como desagradable, no fue capaz de tronchar la vida misionera de nuestro Beato. Muy al contrario, su espíritu salió reforzado, y aumentó su amor hacia aquellos desaforados y rapaces indígenas, a quienes apreciaba y quería convertir en vasallos de ambas majestades: el Rey de los Cielos y el Rey de España. Sin duda alguna, la tenacidad del P. Serra fue un factor importantísimo para que no fracasara en sus mismos inicios la conquista de la Alta California. Las provisiones de víveres llegaron a escasear de tal forma, que el Comandante Portolá ordena la retirada. Con este paso hacia atrás, Serra veía derrumbarse todos sus afanes de convertir almas paganas para el cielo. Pero sus ruegos lograron que se aplazara la retirada y, en el ínterin, llegó el barco con nuevos recursos.

Se reanuda la marcha siguiendo el rumbo prefijado, y tan pronto como llegan a Monterrey, Fray Junípero se instala junto al Río Carmelo, donde funda la segunda misión, misión que se convirtió en su residencia habitual, de la que partiría tantísimas veces para ensanchar las fronteras de la conquista espiritual.

Las mayores dificultades que encontró el P. Serra en el desarrollo de su tarea misionera, y las que más le hicieron sufrir, fueron las incomprensiones y la falta de ayuda por parte de los gobernadores de California. La acción de los misioneros estaba supeditada al poder civil y militar, por lo que más de una vez los frailes se vieron oprimidos o limitados por los intereses y caprichos de quienes tenían otros ideales. Continuos y con frecuencia duros fueron estos enfrentamientos.

No obstante sus achaques y las incomodidades de los viajes, Fray Junípero, sin reparar en ellos, toma el camino de la Corte del Virreinato de Méjico, para tratar allí la marcha de las misiones y solucionar las impertinentes y molestas discrepancias habidas con el Gobernador de California. El Virrey D. Antonio María Bucareli recibió con afecto singular al celoso misionero. Escuchó sus razones y quedó persuadido tanto de sus argumentos como de su celo y santidad. Serra actuaba con tal entusiasmo y firmeza, que no sólo convenció y salió airoso de sus gestiones, sino que además pudo volver a sus misiones cargado con abundantes alimentos, telas y utensilios de toda clase.

Con tales refuerzos y amparado en las nuevas normas dictadas para el gobierno de la Provincia de California, elaboradas por él y aprobadas por el Virrey, Junípero inyecta mayores entusiasmos a sus misioneros, y de nuevo se abren más amplios horizontes al celo evangelizador de aquellos hombres.

Ya habían sido fundadas las misiones de San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luis Obispo; ahora se establecerán las de San Francisco, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. Además, se inicia la fundación de Santa Bárbara, que el P. Serra no llegará a ver coronada porque le visitará antes la hermana muerte.

Su celo por las almas y su dinamismo por levantar más obras, lo espoleaban continuamente para trasladarse de cerro en cerro, entre valles y montañas, y así poder congregar al indio disperso y desprovisto de todo, dándole cobijo y sustento junto a la acogedora misión. Miles y miles de kilómetros pisó en su fecunda vida. Cojeando y valiéndose de un bastón, cruza repetidas veces los floridos campos californianos para visitar las misiones y estar con sus hermanos los misioneros. A todos escucha y atiende. Se hace cargo de cada situación concreta. Busca y presenta acertadas soluciones. Da nuevas orientaciones y consejos acertados. Predica, bautiza, confirma, confiesa y aún le queda tiempo, para él el más precioso, en el que se ocupa de los problemas y necesidades de sus queridos indios.

Aquel hombre de temperamento fuerte y de carácter firme, pero afable, de dotes singulares y de ambiciosas iniciativas, nunca cedió ni jamás retrocedió. Pero al fin cayó rendido en el encuentro con la hermana muerte. Su fallecimiento ocurrió el 28 de Agosto de 1784, en la Misión de San Carlos Borromeo, junto al río Carmelo, cerca de Monterrey.

Entonces pasó a gozar de un merecido premio y descanso en el seno del Padre, junto a los indios que él redimió y que le precedieron: sin duda salieron a recibirle en solemne cortejo a las puertas de la eternidad gloriosa, en compañía de la Virgen, los Angeles y los Santos, cuya devoción tantas veces les inculcó.

Los que quedaron a su lado, lloraban desconsolados la pérdida de un verdadero padre. Experimentaban la triste desaparición de su gran bienhechor. Como expresión del más sincero agradecimiento, amortajaron al «Padre viejo», como así le llamaban cariñosamente, con sus abundantes lágrimas de pesar y las flores de aquellos campos, tantas veces hollados por esos pies ahora fríos, desnudos y trabados sin poder dar un paso más.

Además de la inmensa actividad misionera y civilizadora desarrollada durante toda su vida por el P. Serra, a su iniciativa se deben las nueve primeras misiones de las veintiuna fundadas por los franciscanos españoles en la Alta California; aquellas nueve se establecieron mientras Fray Junípero desempeñaba el cargo de Presidente de todos los religiosos residentes en aquellas lejanas tierras. Con razón, su discípulo, amigo y biógrafo, el P. Francisco Palou, dejó grabadas estas proféticas palabras: «No se apagará su memoria, porque las obras que hizo cuando vivía han de quedar estampadas entre los habitantes de la Nueva California».

Desde entonces, su vida, obra y virtudes han merecido la más encomiástica exaltación y gloria, por toda clase de personas, tanto en el orden humano como espiritual. La piedra y el bronce, incluso el cemento, perpetúan su memoria en esbeltos monumentos levantados por donde pasó. La pintura y la escultura han plasmado con variedad de formas y belleza su figura. Las letras no se han quedado en zaga a la hora de transmitirnos sus hazañas y cantar sus glorias.

El 25 de septiembre de 1988, Juan Pablo II, que había visitado la tumba de Fray Junípero en la Misión de San Carlos, lo beatificó solemnemente en Roma.

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