Iconium, la capital de Licaonia, queda atrás; enfrente, la cadena interminable del Tauro; a derecha e izquierda, llanuras pantanosas, tristes arenales, estepas abrasadas del sol, sobre las cuales caminan las ovejas en rebaños numerosos y saltan los asnos salvajes. Dos hombres atraviesan estas landas, las más pobres del Asia Menor. Un sombrío macizo, que corona un volcán apagado, desprendiéndose de la cadena montañosa, se yergue en medio de la llanura. Es el Kara Dagh, el cabezo negro. A sus pies se acurruca la pequeña ciudad de Listris, donde acaban de entrar los dos peregrinos.
Lo que después sucedió es bien conocido por el relató de San Lucas: un paralítico echa a andar milagrosamente; los sencillos habitantes se conmueven: «Son dos dioses del Olimpo», se dicen unos a otros; Bernabé, el hombre de la bella y majestuosa presencia, es transformado en Júpiter; Pablo, feo y pequeño, pero elocuente, debe ser seguramente Mercurio. Llega el sacerdote con las víctimas; el pueblo se dispone a adorar y sacrificar, mientras los extranjeros se hurtan al entusiasmo popular. Entretanto, aparecen los judíos que persiguen a Pablo por todas las ciudades del Asia; discuten, intrigan, calumnian, y los que antes eran dioses se convierten ahora en infames hechiceros. La chusma los insulta, los apedrea, y, medio muertos, los arroja fuera de la ciudad. Al día siguiente, al recobrar el conocimiento, Pablo se encontró en una casa modesta, donde dos mujeres y un adolescente rodeaban su lecho. Las dos mujeres se llamaban Eunice y Lois, y el adolescente, hijo de Eunice, respondía al nombre de Timoteo. Los tres eran fervientes israelitas, amantes de la ley de Moisés y asiduos en la lección de las Escrituras. «No obstante, dominados por la elocuencia de su huésped, aceptaron fácilmente su doctrina y pidieron el Bautismo. » Esto sucedió el año 46 de nuestra Era.
Un lustro después, recorriendo nuevamente las iglesias del Asia, Pablo encontró en el hogar de Eunice la misma fe, la misma hospitalidad, el mismo entusiasmo por la nueva doctrina. El germen plantado en el alma del adolescente habíase desarrollado de una manera espléndida. Viole «transformado en un hombre perfecto, constituido en la plenitud de Cristo», tan amable por la gracia como por la naturaleza. Ardiendo en deseo de lanzarle al ministerio de la predicación evangélica, preguntó por él en Listris, en Derbe, en Iconium; y como en todas partes le hablaban del joven con elogio, asocióle a sus trabajos y le puso en el número de los pastores de la Iglesia. El Apóstol y todos los sacerdotes impusieron sobre él las manos, y la gracia descendió con una fuerza que el Apóstol no olvidará jamás. En los últimos meses de su vida hablaba de ella como de un fuego que había consumido en su discípulo todo espíritu de temor, propio de la Antigua Alianza, para reemplazarlo por el espíritu de Jesús, «espíritu de fuerza, de amor y de sabiduría».
Pero, hijo de matrimonio mixto, Timoteo era un incircunciso, y esto le impedía subir a la tribuna de las sinagogas y entorpecía su ministerio entre los israelitas. Para obviar estos inconvenientes, Pablo, hombre de resoluciones, obró con rapidez. «Tomando al joven—dice San Lucas—, le circuncidó por su propia mano, a causa de los judíos, pues todos sabían que su padre había sido pagano.» Era un gesto de concordia, un cálculo de diplomacia. El rito exterior le importaba poco. Jamás consintió que Tito se sometiese a él, pues semejante condescendencia hubiera sido el triunfo de los judaizantes. «Ni la circuncisión—decía—ni el prepucio valen nada; lo que importa es guardar los mandamientos.»
Irreprochable delante de Israel, Timoteo pudo seguir a su maestro «y ayudarle en la predicación del Evangelio como un hijo ayuda a su padre». Desde este momento le vemos a su lado como el discípulo amado, como el más fiel de sus compañeros. San Pablo le llama su verdadero hijo, su hijo amantísimo y fiel en el Señor, el participante de su espíritu, su alma misma, su otro yo, su hermano, su colaborador, el esclavo de Jesucristo, el ministro de Dios, el imitador perfecto de las virtudes apostólicas. Aunque de temperamento diferente, estaban hechos para entenderse. Es verdad que el discípulo no tendía a la acción por impetuosidad natural, como el maestro; dulce de carácter, pronto a las lágrimas, fácilmente impresionable, afrontaba la lucha con repugnancia, manteniéndose instintivamente en una tímida reserva. Pero lo que le faltaba de audacia lo tenía de fidelidad de lealtad profunda y sincera, de abnegación y desinterés absoluto. «No hay nadie—aseguraba el Apóstol—que esté tan unido a mí de corazón y de espíritu.» Era una intimidad preciosa para ambos, en la cual el alma viril de Pablo comunicaba a Timoteo la fuerza de su pensamiento y de su doctrina, recibiendo, en cambio, de él el cariño abnegado de que tienen necesidad los más grandes genios. En vez de aquellas «hermanas» que seguían a los demás Apóstoles, el cielo le había dado a él en el joven licaonio un alma pura, elevada, capaz de comprender sus grandes arrebatos apostólicos y de adaptarse a su prodigiosa actividad.
Más que con su inteligencia, Timoteo sirvió a Pablo con su ternura fervorosa e incansable. Fue el consuelo del Apóstol en las crisis dolorosas de la enfermedad y en las múltiples pruebas del apostolado; fue su ayudante, su confidente, su enfermero, su secretario. Escribió sus cartas, llevó sus bagajes por los caminos, le asistió en la cárcel, fue encarcelado con él, veló a la cabecera de su lecho, siempre sumiso, siempre contento de que la Providencia le hubiera colocado al lado del gran hombre. Le acompañó en su segunda y tercera misión; fue con él a Corinto, a Atenas, a Macedonia; le siguió a Éfeso, a Jerusalén, a Roma, a España. En los últimos días. Pablo le amaba todavía con amor de padre; Timoteo, ciertamente, no era ya joven en el año 67; pero a los ojos del padre el hijo no envejece nunca, y Pablo habla aún a su discípulo como cuando le encontrara en Listris.
En veinte años, sólo algunas separaciones, breves, rápidas, porque ni uno ni otro pueden sufrir la ausencia. Pero Pablo se hace viejo; ya no puede correr, como el rayo, de Oriente a Occidente; además, una y otra vez las cadenas le oprimen. En las iglesias de Asia las herejías aparecen, brotan las disensiones, intrigan los judaizantes. Tiene que poner allí un hombre de toda confianza, y se resigna a enviar a su discípulo. Timoteo fija su residencia en Éfeso, la metrópoli del mundo asiático, y desde allí se esfuerza en conservar y acrecentar la grande obra en que había colaborado con su maestro. El recuerdo del Apóstol le sostiene, y con el recuerdo, sus noticias y sus cartas. En el año 65 Pablo le escribe desde Macedonia una epístola, que es el manual del ministerio pastoral. Familiarmente, como cuando charlaban sentados en los bancos de los mesones, le va recordando los varios aspectos de su actividad evangélica: buen orden en las asambleas litúrgicas, deferencia respetuosa con los poderes romanos, sumo cuidado en la elección de los jefes de las comunidades, armonía, honradez y pureza en las familias cristianas, circunspección y firmeza para mantener la autoridad de una Iglesia «que es la asamblea del Dios vivo, la columna y firmamento de la verdad y la mirada mística donde se realiza el gran misterio de la piedad», y, sobre todo, mucha vigilancia frente a la charlatanería de los herejes y sus fábulas y sus genealogías interminables: locuras impertinentes, cuentos de viejas, doctrinas diabólicas, enseñadas por hipócritas, cuya conciencia está tiznada con los vicios, a pesar de su aparente austeridad, que los llevaba a condenar el matrimonio y el uso de la carne. Por la delicadeza de su estómago, y acaso también para evitar la vana ostentación de los impostores, el maestro ruega a su discípulo, con una afectuosa condescendencia, que use un poco de vino en sus comidas. Las prácticas externas valen poco; la piedad es lo que importa; la piedad, que es útil para todo.
Dos años más tarde. Pablo está preso en Roma. Ya ha sufrido un interrogatorio y aguarda el segundo. Presiente su fin cercano, y sólo una cosa le duele: no tener junto a sí en los últimos momentos al más querido de sus discípulos. En este trance le escribe otra vez. Es una carta doliente y apremiante: «Mi corazón está triste; voy a terminar mi peregrinación; todos me abandonan, me siento aislado; ven a mi lado, pasa por Troade y tráeme la pénula, los libros y los pergaminos que dejé en casa de Cazpo; ven pronto, que esto se acaba.»
Aquí terminan las noticias auténticas del más ilustre de los discípulos de San Pablo. Eusebio de Cesarea cuenta que volvió y que murió mártir años después. Lo cierto es que fue a juntarse en el cielo con el que tanto le quiso en la tierra. Combatió el buen combate, fijo siempre su corazón «en el Dios que hace vivir todo lo que vive», y la mirada de su mente en la última recomendación de su maestro: ¡Oh Timoteo!, guarda el depósito que te he confiado.»
Lo que después sucedió es bien conocido por el relató de San Lucas: un paralítico echa a andar milagrosamente; los sencillos habitantes se conmueven: «Son dos dioses del Olimpo», se dicen unos a otros; Bernabé, el hombre de la bella y majestuosa presencia, es transformado en Júpiter; Pablo, feo y pequeño, pero elocuente, debe ser seguramente Mercurio. Llega el sacerdote con las víctimas; el pueblo se dispone a adorar y sacrificar, mientras los extranjeros se hurtan al entusiasmo popular. Entretanto, aparecen los judíos que persiguen a Pablo por todas las ciudades del Asia; discuten, intrigan, calumnian, y los que antes eran dioses se convierten ahora en infames hechiceros. La chusma los insulta, los apedrea, y, medio muertos, los arroja fuera de la ciudad. Al día siguiente, al recobrar el conocimiento, Pablo se encontró en una casa modesta, donde dos mujeres y un adolescente rodeaban su lecho. Las dos mujeres se llamaban Eunice y Lois, y el adolescente, hijo de Eunice, respondía al nombre de Timoteo. Los tres eran fervientes israelitas, amantes de la ley de Moisés y asiduos en la lección de las Escrituras. «No obstante, dominados por la elocuencia de su huésped, aceptaron fácilmente su doctrina y pidieron el Bautismo. » Esto sucedió el año 46 de nuestra Era.
Un lustro después, recorriendo nuevamente las iglesias del Asia, Pablo encontró en el hogar de Eunice la misma fe, la misma hospitalidad, el mismo entusiasmo por la nueva doctrina. El germen plantado en el alma del adolescente habíase desarrollado de una manera espléndida. Viole «transformado en un hombre perfecto, constituido en la plenitud de Cristo», tan amable por la gracia como por la naturaleza. Ardiendo en deseo de lanzarle al ministerio de la predicación evangélica, preguntó por él en Listris, en Derbe, en Iconium; y como en todas partes le hablaban del joven con elogio, asocióle a sus trabajos y le puso en el número de los pastores de la Iglesia. El Apóstol y todos los sacerdotes impusieron sobre él las manos, y la gracia descendió con una fuerza que el Apóstol no olvidará jamás. En los últimos meses de su vida hablaba de ella como de un fuego que había consumido en su discípulo todo espíritu de temor, propio de la Antigua Alianza, para reemplazarlo por el espíritu de Jesús, «espíritu de fuerza, de amor y de sabiduría».
Pero, hijo de matrimonio mixto, Timoteo era un incircunciso, y esto le impedía subir a la tribuna de las sinagogas y entorpecía su ministerio entre los israelitas. Para obviar estos inconvenientes, Pablo, hombre de resoluciones, obró con rapidez. «Tomando al joven—dice San Lucas—, le circuncidó por su propia mano, a causa de los judíos, pues todos sabían que su padre había sido pagano.» Era un gesto de concordia, un cálculo de diplomacia. El rito exterior le importaba poco. Jamás consintió que Tito se sometiese a él, pues semejante condescendencia hubiera sido el triunfo de los judaizantes. «Ni la circuncisión—decía—ni el prepucio valen nada; lo que importa es guardar los mandamientos.»
Irreprochable delante de Israel, Timoteo pudo seguir a su maestro «y ayudarle en la predicación del Evangelio como un hijo ayuda a su padre». Desde este momento le vemos a su lado como el discípulo amado, como el más fiel de sus compañeros. San Pablo le llama su verdadero hijo, su hijo amantísimo y fiel en el Señor, el participante de su espíritu, su alma misma, su otro yo, su hermano, su colaborador, el esclavo de Jesucristo, el ministro de Dios, el imitador perfecto de las virtudes apostólicas. Aunque de temperamento diferente, estaban hechos para entenderse. Es verdad que el discípulo no tendía a la acción por impetuosidad natural, como el maestro; dulce de carácter, pronto a las lágrimas, fácilmente impresionable, afrontaba la lucha con repugnancia, manteniéndose instintivamente en una tímida reserva. Pero lo que le faltaba de audacia lo tenía de fidelidad de lealtad profunda y sincera, de abnegación y desinterés absoluto. «No hay nadie—aseguraba el Apóstol—que esté tan unido a mí de corazón y de espíritu.» Era una intimidad preciosa para ambos, en la cual el alma viril de Pablo comunicaba a Timoteo la fuerza de su pensamiento y de su doctrina, recibiendo, en cambio, de él el cariño abnegado de que tienen necesidad los más grandes genios. En vez de aquellas «hermanas» que seguían a los demás Apóstoles, el cielo le había dado a él en el joven licaonio un alma pura, elevada, capaz de comprender sus grandes arrebatos apostólicos y de adaptarse a su prodigiosa actividad.
Más que con su inteligencia, Timoteo sirvió a Pablo con su ternura fervorosa e incansable. Fue el consuelo del Apóstol en las crisis dolorosas de la enfermedad y en las múltiples pruebas del apostolado; fue su ayudante, su confidente, su enfermero, su secretario. Escribió sus cartas, llevó sus bagajes por los caminos, le asistió en la cárcel, fue encarcelado con él, veló a la cabecera de su lecho, siempre sumiso, siempre contento de que la Providencia le hubiera colocado al lado del gran hombre. Le acompañó en su segunda y tercera misión; fue con él a Corinto, a Atenas, a Macedonia; le siguió a Éfeso, a Jerusalén, a Roma, a España. En los últimos días. Pablo le amaba todavía con amor de padre; Timoteo, ciertamente, no era ya joven en el año 67; pero a los ojos del padre el hijo no envejece nunca, y Pablo habla aún a su discípulo como cuando le encontrara en Listris.
En veinte años, sólo algunas separaciones, breves, rápidas, porque ni uno ni otro pueden sufrir la ausencia. Pero Pablo se hace viejo; ya no puede correr, como el rayo, de Oriente a Occidente; además, una y otra vez las cadenas le oprimen. En las iglesias de Asia las herejías aparecen, brotan las disensiones, intrigan los judaizantes. Tiene que poner allí un hombre de toda confianza, y se resigna a enviar a su discípulo. Timoteo fija su residencia en Éfeso, la metrópoli del mundo asiático, y desde allí se esfuerza en conservar y acrecentar la grande obra en que había colaborado con su maestro. El recuerdo del Apóstol le sostiene, y con el recuerdo, sus noticias y sus cartas. En el año 65 Pablo le escribe desde Macedonia una epístola, que es el manual del ministerio pastoral. Familiarmente, como cuando charlaban sentados en los bancos de los mesones, le va recordando los varios aspectos de su actividad evangélica: buen orden en las asambleas litúrgicas, deferencia respetuosa con los poderes romanos, sumo cuidado en la elección de los jefes de las comunidades, armonía, honradez y pureza en las familias cristianas, circunspección y firmeza para mantener la autoridad de una Iglesia «que es la asamblea del Dios vivo, la columna y firmamento de la verdad y la mirada mística donde se realiza el gran misterio de la piedad», y, sobre todo, mucha vigilancia frente a la charlatanería de los herejes y sus fábulas y sus genealogías interminables: locuras impertinentes, cuentos de viejas, doctrinas diabólicas, enseñadas por hipócritas, cuya conciencia está tiznada con los vicios, a pesar de su aparente austeridad, que los llevaba a condenar el matrimonio y el uso de la carne. Por la delicadeza de su estómago, y acaso también para evitar la vana ostentación de los impostores, el maestro ruega a su discípulo, con una afectuosa condescendencia, que use un poco de vino en sus comidas. Las prácticas externas valen poco; la piedad es lo que importa; la piedad, que es útil para todo.
Dos años más tarde. Pablo está preso en Roma. Ya ha sufrido un interrogatorio y aguarda el segundo. Presiente su fin cercano, y sólo una cosa le duele: no tener junto a sí en los últimos momentos al más querido de sus discípulos. En este trance le escribe otra vez. Es una carta doliente y apremiante: «Mi corazón está triste; voy a terminar mi peregrinación; todos me abandonan, me siento aislado; ven a mi lado, pasa por Troade y tráeme la pénula, los libros y los pergaminos que dejé en casa de Cazpo; ven pronto, que esto se acaba.»
Aquí terminan las noticias auténticas del más ilustre de los discípulos de San Pablo. Eusebio de Cesarea cuenta que volvió y que murió mártir años después. Lo cierto es que fue a juntarse en el cielo con el que tanto le quiso en la tierra. Combatió el buen combate, fijo siempre su corazón «en el Dios que hace vivir todo lo que vive», y la mirada de su mente en la última recomendación de su maestro: ¡Oh Timoteo!, guarda el depósito que te he confiado.»
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