lunes, 8 de enero de 2018

Lecturas



Había un hombre de Ha Ramatáin Sufín, en la montaña de Efraín, llamado Elcaná, hijo de Yeroján, hijo de
Elihú, hijo de Toju, hijo de Suf, efrateo. Tenía dos mujeres: la primera se llamaba Ana y la segunda Feniná; Feniná tenía hijos, pero Ana no los tenía.
Ese hombre subía desde su ciudad de año en año a adorar y ofrecer sacrificios al Señor del universo en Siló, donde estaban de sacerdotes del Señor los dos hijos de Elí, Jofní y Pinjás.
Llegado el día, Elcaná ofrecía sacrificios y entregaba porciones de la víctima a su esposa Feniná y a todos sus hijos e hijas, mientras que a Ana le entregaba una porción doble, porque la amaba, aunque el Señor la había hecho estéril. Su rival la importunaba con insolencia hasta humillarla, pues el Señor la había hecho estéril. Así hacia Elcaná año tras año, cada vez que subía a la casa del Señor; y así Feniná la molestaba del mismo modo.
Por tal motivo, ella lloraba y no quería comer.
Su marido Elcaná le preguntaba:
«¿Ana, por qué lloras y por qué no comes? ¿Por qué está apenado tu corazón? ¿Acaso no soy para ti mejor que diez hijos?».


Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía:
«Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».
Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores.
Jesús les dijo:
«Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.

Palabra del Señor.

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