miércoles, 13 de diciembre de 2017

Santa Lucia

Mérida es famosa por la mártir Eulalia, Roma por la gloria inmaculada de Cecilia, Zaragoza por la intrépida Engracia, Siracusa por la fortaleza inconmovible y la gracia delicada de Lucía. La figura de esta virgen siciliana se nos presenta hoy aureolada por el sortilegio de la leyenda, una leyenda que acaso sea menos bella que la realidad. Sucede con frecuencia que los héroes que el pueblo más admira, los que hieren más profundamente su imaginación, sufren en su historia las consecuencias de esa popularidad. Los rasgos primitivos se idealizan, se transforman, se confunden, y a lo histórico reemplaza lo legendario, como lo encontramos en las actas tardías de esta mártir, admirada e historiada por los monjes en la Edad Media, cantada después por los poetas, celebrada por los oradores y mil veces representada por los pintores y entalladores.

En sus lienzos y esculturas han escogido los artistas todos los detalles de aquella pasión maravillosa. Hay una bellísima estatua en que Andrés della Robbia representa a la virgen de labios sonrientes, de cabellos encrespados, de mirada extática, recogiendo en una copa la sangre que brota de su garganta. Es una alusión a la espada que segó su vida. Tiépolo la representa con un fulgor divino de inocencia en la frente, recogiendo sus últimos alientos para recibir el sacramento eucarístico que le trae un diácono, mientras un ángel aparece sobre la escena dejando caer la corona del triunfo. Otras veces, como en el famoso cuadro de Altichieri y Aranzo, en Padua, vemos a Lucía delante del tribunal discutiendo con el prefecto romano. Pascasio, que está enamorado de sus mansos ojos de becerra, hace esfuerzos para convencerla de la bondad del paganismo. Como no consigue nada, se impacienta y dice a la acusada:

—Cesarán las palabras para empezar los tormentos.

—A los que tienen el Espíritu de Dios—responde la virgen—las palabras no pueden faltarles nunca.

—¿Y qué? ¿Le tienes tú?—pregunta Pascasio.

—Le tienen todos los que viven casta y piadosamente—replica la mártir.

—Bueno—exclama el juez con sarcástica y brutal ironía—; me alegro de oír esa declaración; ahora mismo voy a mandarte a un lugar donde el Espíritu Santo va a tener que abandonarte.

Dos satélites cogen a la virgen de los brazos, pero no la pueden mover. Parece como si hubiera echado raíces en el suelo. Se acercan otros más fuertes, pero con la misma fortuna. Atan sogas a su cuerpo, y los nuevos esfuerzos dan el mismo resultado que los anteriores. Pascasio tuvo que renunciar a su proyecto de llevarla a un lupanar. Además, Lucía le había dicho unas palabras que, aunque misteriosas, no habían dejado de impresionarle:

—Si contra mi voluntad me hiciereis violencia, la virginidad tendrá en mí un doble galardón.

Nuestros imagineros del Siglo de Oro crearon otra manera característica de representar a la dulce heroína siciliana. Para ellos, Lucía es la joven de los ojos bellísimos que lanzan rayos irresistibles. Un joven la persigue deslumbrado por aquella claridad. Ella se enfada, se ruboriza, sin comprender el porqué de aquella insistencia. Pero al fin lo sabe; lo advierte o se lo dice su perseguidor: son sus ojos los que tienen la culpa. Una palabra evangélica repercute en el fondo de su corazón:

«Si tu ojo es causa de pecado, sácatele y arrójale de ti.» Y sin dudar un instante, Lucía se arranca aquellos hermosos luminares en que se abrasaban las almas.

Este relato no se encuentra en las actas; es más, está en contradicción con ellas. Pero ya sabemos que muchas veces el arte se ríe de la historia; y así, al examinar nuestros retablos antiguos, nos encontraremos con frecuencia una figura amable, que parece mirarnos con sus cuencas vacías, que recoge pudibunda su manto con la mano izquierda, y con la diestra sostiene en una bandeja aquellos dos ojos que se arrancó por Cristo. Y el pueblo cristiano, movido tal vez por el arte, o inspirado acaso por el nombre —Lucía es lo mismo que luminosa—, invoca a la indomable siracusana contra las enfermedades de los ojos.

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