De aquella entrada solemne del obispo de Chartres en la capital de su diócesis se habló mucho por entonces en Europa, Los chartrenses acogieron a su pastor con alborozadas muestras de júbilo: le vitorearon y se postraron a lo largo de las rúas para recibir de nuevo su bendición. Cuando el obispo hubo recorrido las calles recogiendo el homenaje de sus diocesanos, éstos no sabían adónde llevarle. La residencia episcopal estaba desmantelada y cubierta de suciedades por obra del vizconde de Chartres que durante la ausencia del obispo había malbaratado y profanado los bienes de la mitra.
No era ésta la primera entrada en su diócesis. Venía de la prisión, donde había pasado algunos meses por recriminar la conducta escandalosa del rey. Felipe I de Francía había expulsado a Berta, su mujer legítima, y se había unido a Bertrada de Monfort, esposa del conde de Anjou. El escándalo de este doble adulterio fue enorme. En realidad, no era el obispo de Chartres el superior inmediato del rey a quien correspondía tomar cartas en el asunto. Pero el obispo de Sens y otros muchos de aquella época no tenían autoridad para hablar. Muchos obispos y clérigos estaban aseglarados; recibían el mando de sus diócesis de las manos del rey y a él servían más que al bien de las almas. A esta concesión real de los poderes sagrados la llamaban la investidura laica. Los obispos, al recibirla, se convertían en señores feudales y como tales vivían. Un tal Ulrico de Imola teorizaba sobre la conveniencia del matrimonio de los clérigos y sus palabras caian como rocio en los corazones corrompidos. Era la herejía nicolaita, que estragaba a la Iglesia y desautorizaba la predicación de la palabra divina.
El obispo de Chartres no calló. El rey quería atraérselo y le invitó para que asistiera a sus bodas adulterinas. San Ivo se negó a asistir y comenzó una campaña epistolar encaminada a evitar el escándalo. Se atrevió a afear al rey mismo su conducta. En estas cartas aparece lo que fue siempre norma de su vida: sumo respeto a la autoridad del rey y a sus prerrogativas, grande amor a la institución monárquica, pero suma libertad de obispo para reprender, corregir y predicar. El rey no estaba dispuesto a tolerarlo, y menos aún Bertrada, cuya doblez y lascivia quedaban patentes en las reprensiones de San Ivo. La respuesta del rey y de su concubina es la que comúnmente utiliza el vicio poderoso: la violencia. Y como los poderosos tienen siempre quien les sirva sin escrúpulos, el vizconde de Chartres invadió a mano armada los bienes del obispado y metió al obispo en prisión en su castillo de Puiset para quebrantar su resistencia, haciéndole sentir el poder de la autoridad. Llegó a faltarle el pan. El abad de Fécamp, entre otros, le escribía para consolarle y le felicitaba por sufrir persecución por los mismos motivos que otrora San Juan Bautista.
Los diocesanos estaban indignadísimos y trataron de organizar una expedición militar para liberar a San Ivo por la fuerza y reponerlo en su obispado. El santo obispo se opuso del modo más explícito. "Rogad por mi—les escribia—como los primitivos cristianos por San Pedro encarcelado, pero os prohibo que vengáis por la fuerza. No aplacaréis a Dios incendiando y devastando, no me haría favor el que llegaran a los oídos divinos los clamores de los pobres y los lamentos de las viudas. Soy vuestro pastor; no he conquistado la mitra por las armas y no volveré a Chartres por la violencia." San Ivo sabia ser yunque resistente que mella el martillo que lo golpea. Auxiliado por la gracia divina, no cedió ni al favor ni a la violencia, y el vizconde hubo de libertarlo.
Había nacido cincuenta y dos años antes en Beauvais, hacia el año 1040. Sus padres, Hugo de Auteil e Himelberga, eran acomodados, pero no nobles, según asegura en una de sus cartas. Allí estudió sus primeras letras, sin duda en la escuela de alguna de las iglesias. Cuando el muchacho hubo recibido la educación primaria, sus padres enjaezaron las acémilas y le llevaron a Paris para que estudiara humanidades y filosofía. Afanoso de aprender y también, sin duda, movido de vocación divina, entró en la abadía benedictina de Bec, entonces celebérrima. Enseñaba en ella Lanfranco, antiguo profesor de derecho romano en Pavía, que habia abandonado la vida seglar para hacerse benedictino. La afición de San Ivo a los estudios jurídicos y su intenso amor a la vida monástica se relacionan, sin duda, con el magisterio de Lanfranco. Allí tuvo como condiscipulo a San Anselmo de Cantorbery. Dos condiscipulos con los mismos ideales de ciencia y de santidad en la misma clase; Dios preparaba sus planes misteriosamente. Más tarde los dos serian obispos y los dos campeones en la lucha de las investiduras. Pero por entonces Ivo no soñaba con planes episcopales. Cuando hubo terminado sus estudios regresó a su tierra de Beauvais y continuó hasta Nesle, en Picardía, para ingresar en el Cabildo de canónigos de aquella ciudad.
Los Cabildos no eran en aquella época lo que en tiempos anteriores habían sido: un grupo de clérigos en vida común junto a su obispo ocupados en el oficio divino, en el estudio y en la asistencia a su prelado en el gobierno pastoral. Se habian relajado bastante. Cuando San Ivo comenzó su nueva vida añoraba sus días fervorosos y laboriosos de la abadía de Bec y prudentemente se esforzaba por mejorar la situación. Su fama de hombre docto, espiritual y prudente se extendía sin cesar. Por entonces vaco la sede de Beauvais, su tierra natal. Para proveerla eligieron a un piadoso deán llamado Guido, afanoso como Ivo por la reforma de los Cabildos. Fundó en las afueras de la ciudad un monasterio de canónigos regulares en honor de San Quintín mártir, y llamó a Ivo para que, como abad, lo gobernara.
El nuevo abad colmó las esperanzas de su obispo. El Cabildo vivía en régimen de monasterio bajo la regla de San Agustín; San Ivo escribió las constituciones, organizó la vida común y hasta abrió una escuela de teología en la que él mismo enseñaba. Durante los catorce años que estuvo al frente de su Cabildo vió salir de él, al menos, a nueve obispos y muchos deanes para otros Cabildos que se inspiraron en la reforma de San Quintín.
Un día también él tuvo que salir.
El obispo de Chartres, Godofredo, era uno de los muchos malos pastores que entonces padecía la Iglesia. Dos veces había sido juzgado por el papa San Gregorio VII por simonía y otros vicios, y las dos veces habia logrado evitar la deposición. Pero, lejos de enmendarse, su conducta era cada vez más escandalosa. Urbano II le juzgó de nuevo y, ante las pruebas abrumadoras de su avaricia y de su lascivia, Godofredo fue depuesto. Había que enviar a Chartres un obispo cuya virtud hiciera olvidar los escándalos del anterior. Urbano II escribió al clero y pueblo de Chartres para notificarles la deposición de Godofredo, y a la vez les recomendaba que eligieran a Ivo, abad de San Quintín, cuyo buen nombre habia llegado hasta Roma.
Los chartrenses no vacilaron. Siguiendo la costumbre de entonces, el clero hizo la elección en presencia del pueblo, el cual la aprobó con sus aclamaciones.
Ivo recibió la noticia sin ningún entusiasmo. No tenia ninguna gana de dejar su vida de recogimiento y estudio; por otra parte, los amigos de Godofredo, el obispo depuesto, le pusieron todas las trabas imaginables. Ivo quería renunciar a su elección, pero el Papa repuso que, si Ivo no necesitaba el episcopado, el episcopado le necesitaba a él. El rey Felipe le envió el pectoral en signo de su agrado por la elección. Ante esto el santo abad hizo de su nuevo cargo un deber de conciencia. Fue a Roma y el Papa le consagró obispo el 24 de noviembre de 1090 y le envió a Chartres con una carta de recomendación para sus nuevos diocesanos. A partir de entonces comienza su carrerra episcopal de veintiséis años, que ha quedado descrita en su abundante y sapientísima correspondencia.
A los dos años de su consagración comienzan sus gestiones en el asunto de la unión adulterina del rey Felipe, que le trajeron como consecuencia la prisión. Liberado de ella, San Ivo siguió condenando con valentía la conducta del monarca y oponiéndose a que esa unión se legitimara ante la Iglesia por la bendición nupcial. "Antes de ser escándalo para los débiles prefiero que me arrojen al mar con una rueda de molino al cuello", decía al rey. En otra carta dirigida a todos los obispos les hablaba así: "Os suplico que no permanezcáis como perros mudos, sin valor para ladrar". Durante doce años vivió en la inquietud; tentativas de mediación, viajes, concilios varios, intervenciones ante la Curia romana, excomunión del rey, absolución, nueva excomunión. Incomprensión por parte de los obispos contemporizadores, acusaciones de terquedad. El rey tenía entonces un papel preponderante en la elección de obispos, y procuraba elegir candidatos dispuestos a tolerar su unión con Bertrada. San Ivo salía al paso de los proyectos reales, consiguiendo que fueran rechazados muchos pretendientes indignos, y promovidos los sabios y virtuosos.
Fue una lucha emocionante por la santidad y el honor del sacerdocio. Este constante forcejeo le traía cada día su dosis de disgustos y sinsabores. Recordaba con nostalgia sus años de vida regular: en 1092 escribía a sus canónigos de San Quintín: "Por todas partes encuentro dificultad y persecución. El obispado es un suplicio; el honor, un agobio; la elevación, una tempestad que amenaza con el naufragio. Comparando las ventajas y los inconvenientes de mi estado, a veces me ocurre deleitarme en pensamientos y deseos de una persecución por causa de la justicia que llegara a privarme de mi cargo pastoral, tan lleno de amarguras e inquietudes, de tempestades y angustias; entonces podría descansar en seguridad deleitosa y luminosa., Pero luego me reprocho estos pensamientos y me someto a la voluntad divina; y no me atrevo a hurtar mi cuerpo al trabajo, sabiendo que no muero para mi, sino para Aquél que murió por nosotros. No puedo ser el siervo malo y perezoso...". Por fin los esfuerzos de San Ivo consiguieron el arrepentimiento del rey y su absolución por el papa Pascual II. Felipe y Bertrada prometieron con juramento ante una asamblea de obispos que se separarían. Asi acabó, por fin, aquella situación, manantial de dificultades y turbulencias para la Iglesia francesa.
Mucho más grave aún que el problema del matrimonio real fue la cuestión de las investiduras y la herejía nicolaíta. También aquí fue San Ivo un personaje de primer plano en su siglo.
La época de San Ivo es una de las más convulsas y terribles por las que ha pasado nuestra santa madre la Iglesia. La situación a que se había llegado era espantosa: muchísimos clérigos y obispos tenían concubinas; hubo quienes llegaron a celebrar sus bodas sacrílegas con la mayor fastuosidad. Esta lamentabilísima situación procedía de que el Papa no tenía parte en la elección de los obispos: eran los reyes y señores feudales los que los nombraban, casi siempre mediante sobornos y dinero. Tenían incluso un rito para el nombramiento, que consistía en entregar el báculo y el anillo con las palabras "Recibe la diócesis". A esta entrega de la diócesis la llamaban la investidura laica. También los sacerdotes eran nombrados por los señores seglares, porque las iglesias eran de propiedad particular. En estas condiciones fácilmente se comprende que los nombramientos recayeran en clérigos sin vocación eclesiástica, que buscaban los oficios sagrados para provecho propio, no para el servicio de Jesucristo y de las almas. De ahí el concubinato de los clérigos y la simonía o compraventa de los oficios eclesiásticos. A tales calamidades se llega cuando los políticos usurpan los poderes sagrados que el Señor Jesucristo depositó en su Iglesia,
El Papado yacía impotente, cercado por la avaricia, la lujuria y la soberbia de todos. Y, sin embargo, sólo la Santa Sede podía poner remedio a este espectáculo lamentable. Comenzó con tímidas iniciativas el papa Esteban IX, que había logrado su tiara por elección canónica, sin imposición del emperador. Pero sus voces caían en el vacío y sus condenaciones de los jerarcas que lograran por dinero los cargos eclesiásticos quedaban incumplidas y olvidadas. Era necesario un gigante en la sede de San Pedro, capaz de poner orden en aquel caos. Dios lo suscitó en la persona de Hildebrando, Papa con el nombre de San Gregorio VII, el cual llegó al Solio pontificio con la convicción de que su misión era acabar con la investidura laica, que era la razón del cáncer que roía la Iglesia. Con todos los poderes del mundo enfrente, como si fuera la cosa más elemental y sencilla, prohibió la simonía y el concubinato, exigió que se negara obediencia a los clérigos casados y suprimió de un plumazo las investiduras. El que se ordenara por dinero quedaba suspenso del orden recibido y el que recibiera la investidura de un laico perdía su autoridad.
El golpe era temible, pero necesario. El griterío que se levantó en Europa fue espantoso: comenzaba la contienda de las investiduras. Salvo en España, ocupada entonces en su Cruzada contra los musulmanes, todas las malas pasiones se dieron cita en aquel combate que duró más de medio siglo. Las espadas, la diplomacia y los escritos polémicos fueron a ocupar su puesto en el frente de combate. La situación se agravó rápida y peligrosamente. Se acusaba al Papa de herejía, de obstinación, de soberbia: se decía que no era un pastor, sino un lobo furioso. Se prodigaron las excomuniones, y el mismo emperador fue excomulgado, absuelto tras tres días de penitencia en Canosa, y luego otra vez excomulgado y depuesto. Pero éste respondió con un sínodo de treinta obispos cismáticos, que declararon depuesto a San Gregorio VII y nombraron a un antipapa: luego se presentó con un ejército ante la Ciudad Eterna y la tomó para instalar en ella a su antipapa. El santo Pontífice tuvo que huir y murió en el destierro. Cuatro años más tarde las tropas de Urbano II se apoderaban de Roma y el pueblo aclamaba al Papa legítimo. El emperador no se da por vencido: organiza una nueva expedición militar y el antipapa anuncia en un tono bravucón que pronto acabaría la guerra con su triunfo. Un monje de Hersfeld escribía un libro sobre la unidad de la Iglesia lleno de invectivas contra el Papa, a quien acusa de haber despojado, dividido y desgarrado la Iglesia de Cristo.
Cuando este libro comenzó a circular por Europa, San Ivo era consagrado obispo de Chartres por el papa Urbano Il, expulsado de Roma por las tropas imperiales. La contienda había comenzado hacía ya cuarenta años, mientras el niño Ivo jugaba en las verdes campiñas de Beauvais. El tema de actualidad en su época de estudiante era la lucha por la independencia de la Iglesia, la elección del Papa por los cardenales, sin intervención de los reyes, que había quedado sancionada en el concilio de Letrán de 1059. Las novedades literarias que apasionaban al joven estudiante eran el tratado contra las investiduras del cardenal Humberto y las gestiones de San Pedro Damiano, que recorría Europa para trabajar por la reforma de la Iglesia. Más tarde en su soledad de Bec y luego en su puesto de abad de San Quintín leyó las admirables obras de San Pedro Damiano sobre la castidad sacerdotal y contra las investiduras. A medida que la lucha se enconaba llegaron a sus manos Bernaldo de Constanza, Anselmo de Luca, Guebhardo de Salzburgo; la resaca de la contienda arrastró hasta su mesa abacial los libelos de los que, débiles, ambiciosos o equivocados, habían puesto su pluma y su ingenio al servicio de los reyes y señores: Sigberto de Grembloux, el Anónimo de York y otros. Al frente de su fervorosa comunidad y en sus lecciones de cátedra, lejos de la pasión polémica, San Ivo estaba atento: estudiaba, criticaba los libros nuevos, pensaba, buscaba soluciones y enseñaba. Estudiaba concienzudamente las leyes antiguas de la Iglesia, y soñaba con verlas de nuevo practicadas en una Iglesia limpia y fuerte. Más aún que a los panfletistas y aduladores del emperador temía a los escritores del tipo de Bonizón de Sutri, con sus panegíricos del Papa violentos y parciales, amigo de soluciones extremistas y utópicas. Su presencia en la polémica, decía Ivo, no hace otra cosa que dar buenos argumentos a los contrarios.
Cuando San Ivo fue consagrado obispo, la polémica estaba en estado incandescente. Cada elección, cada acto de los reyes de Francia y de Inglaterra, levantaba pugnas tempestuosas entre los partidarios de la investidura y los amigos del Papa.
San Ivo no fue investido por ningún seglar: fue elegido por sus diocesanos y consagrado por el Papa en persona. Con este gesto se ponía, desde el primer momento, del lado de los papas. No era, pues, sospechoso, pero tampoco era un intransigente. Dotado de un gran sentido de la realidad, rígido en los principios, pero flexible y hábil en su aplicación; habituado de antiguo a mandar hombres, lo cual le había enseñado a discriminar lo ideal de lo hacedero, era el hombre sereno, tenaz y exento de pasiones, clarividente de soluciones prácticas y tesonero para conseguirlas. Comprendía que entre los legados y consejeros de los papas había también pasiones excitadas por la contienda, y que con actitudes extremosas no era posible alcanzar soluciones viables.
Fue él quien formuló la exacta interpretación y aplicación de la frase evangelica: "A Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar". En cosas temporales, los reyes y el emperador no están bajo la autoridad del Sumo Pontífice. La investidura—escribía San Ivo a Hugo, legado pontificio—es un acto doble. Por una parte, da unos poderes espirituales, y ésos no los puede conferir ningún laico. Pero, además, el obispo electo recibe bienes temporales unidos a su sede. No hay inconveniente en admitir para esta entrega la investidura del rey.
Al plantear el problema con esta categórica distinción entre lo espiritual y lo temporal y al darle esta solución moderada, Ivo de Chartres demotraba a la vez su sagacidad intelectual y su sentido de la realidad. Pero con ello se enfrentaba contra todos y a nadie contentaba. Urbano II, instigado por sus legados, llegó a desautorizar explícitamente a San Ivo, el cual se creyó obligado a dimitir. Transido de amargura, pero con la entereza de siempre, escribía al Papa:
"De los Alpes para acá, no conozco a nadie que haya sufrido como yo afrentas e injusticias por su fidelidad al Papa y a sus mandamientos. Pero ya que mis palabras, por lo que sea, os disgustan, prefiero renunciar al obispado que no sentir, con razón o sin ella, vuestro enojo. Dejaré de ser vuestro servidor, pero no vuestro hijo. Por mis experiencias anteriores a mi cargo episcopal sé que más aprovecharé a la Iglesia de Dios con mi ejemplo en la vida privada que no por el ministerio de la palabra en el obispado."
Pero e! Papa, que conocía su fidelidad, no quiso privarse del venerable prelado que había sufrido cárcel por su defensa de la moral cristiana al condenar el adulterio de Felipe I. San Ivo calló por el momento. Supo compaginar su amor a la Santa Sede y su humildad con su docilidad a lo que creía verdadero. No renunció a ninguna de sus ideas, pero no cayó en el vicio de la obstinación. Entretanto la controversia ardía en Inglaterra, cuyo rey, Enrique I, cometía los mismos desafueros que el de Francia y que el emperador de Alemania. San Anselmo, condiscípulo de San Ivo en la clase de Lanfranco y sucesor de éste en la silla primada de Cantorbery, vagaba por Europa expulsado por el rey, que no soportaba la entereza con que el santo obispo proclamaba los derechos de la Iglesia. También allí acudió San Ivo a componer la discordia. Recordó al rey en una carta sus deberes de católico y le exhortó a buscar lealmente una solución. "No es posible un buen gobierno sin unión estable entre la realeza y el sacerdocio", le decía. Por el momento se contentaba con esta discreta intervención. Encargó a su discípulo y amigo Hugo de Fleury que escribiera un tratado dedicado al rey acerca de la potestad real y la eclesiástica. Los críticos ven, tras la firma de Hugo, a San Ivo, puesto que repite las ideas de éste sobre la distinción entre ambas potestades con fidelidad y precisión. Una mujer piadosa, la hermana del rey, hizo lo demás. Reunió en una entrevista a su hermano y al arzobispo San Anselmo, y, sobre la base de las ideas de San Ivo, se pusieron de acuerdo El papa Pascual II no tuvo inconveniente en aceptar esas ideas y el conflicto terminó felizmente.
Dos años más tarde obtuvo San Ivo otro señalado triunfo poniendo fin a la lucha en Francia en el concilio de Troyes. Pero quedaba aún el tremendo problema de Alemania. Negociaciones, embajadas, revueltas sangrientas, sacrilegios, incendios y mil libros y folletos escritos para defender la investidura laica o la tesis opuesta gregoriana. El emperador Enrique V decide utilizar la traición y la violencia. Conviene en el Concordato de Sutri en renunciar a la investidura a base de las soluciones de San Ivo, aceptadas en Inglaterra y Francia. Va en seguida a Roma a ser coronado por el Papa. En medio de la ceremonia de coronación el emperador declara que no acepta la solución firmada en Sutri. La ceremonia termina con una espantosa reyerta en la que participa el pueblo romano en favor del Papa. Este cae prisionero de las tropas imperiales y, obligado por la fuerza, firma un documento en el que concede al emperador los derechos plenos de investidura.
Tras este terrible fracaso hay que comenzar de nuevo desde el principio. El peligro viene ahora de los que se indignan por la debilidad del Papa ante el emperador y le llaman impío, Judas y profeta corrompido. En las provincias de Lyón y Viena se pretende nada menos que reunir un concilio para juzgar al Papa y deponerlo. San Ivo, con sus setenta y dos años, recomienza su labor de viajero y diplomático. Su influencia es hoy enorme. Por su obra canónica, por su intervención en todos los conflictos religiosos por su fidelidad a la monarquía y al Papa, San Ivo había adquirido una extraordinaria autoridad, justificada por su valor intelectual, su prudencia y su celo religioso. Visita, convence, escribe cartas maravillosas y logra evitar el cisma haciendo oír la voz de la prudencia, la misericordia y la ortodoxia. Excusa a Pascual II "con un amor filial"; recuerda a todos que el Papa ha sido objeto de un acto de fuerza y vuelve a insistir frente a los extremistas en la posibilidad de arreglo con su teoría de la doble investidura.
El Papa, al verse al fin libre y apoyado por la Iglesia, condena el privilegio y se queja de la violencia que se le ha inferido. El emperador organiza una nueva expedición militar contra el Papa, precedida, como las anteriores, por una ofensiva propagandística de intelectuales a sueldo. Los legados pontificios le excomulgan. El emperador se acerca a Roma y el Papa huye. San Ivo, consumido de trabajos y preocupaciones, rinde al Creador su alma cargada de méritos en 1116. La controversia terminó al fin con el Concordato de Worms. Fue la más hermosa victoria de San Ivo, porque este Concordato aceptó las soluciones por las cuales él había luchado durante toda su vida de obispo. Pero San Ivo, el gran campeón, no vió este triunfo con sus ojos corporales. Seis años antes había muerto.
No era ésta la primera entrada en su diócesis. Venía de la prisión, donde había pasado algunos meses por recriminar la conducta escandalosa del rey. Felipe I de Francía había expulsado a Berta, su mujer legítima, y se había unido a Bertrada de Monfort, esposa del conde de Anjou. El escándalo de este doble adulterio fue enorme. En realidad, no era el obispo de Chartres el superior inmediato del rey a quien correspondía tomar cartas en el asunto. Pero el obispo de Sens y otros muchos de aquella época no tenían autoridad para hablar. Muchos obispos y clérigos estaban aseglarados; recibían el mando de sus diócesis de las manos del rey y a él servían más que al bien de las almas. A esta concesión real de los poderes sagrados la llamaban la investidura laica. Los obispos, al recibirla, se convertían en señores feudales y como tales vivían. Un tal Ulrico de Imola teorizaba sobre la conveniencia del matrimonio de los clérigos y sus palabras caian como rocio en los corazones corrompidos. Era la herejía nicolaita, que estragaba a la Iglesia y desautorizaba la predicación de la palabra divina.
El obispo de Chartres no calló. El rey quería atraérselo y le invitó para que asistiera a sus bodas adulterinas. San Ivo se negó a asistir y comenzó una campaña epistolar encaminada a evitar el escándalo. Se atrevió a afear al rey mismo su conducta. En estas cartas aparece lo que fue siempre norma de su vida: sumo respeto a la autoridad del rey y a sus prerrogativas, grande amor a la institución monárquica, pero suma libertad de obispo para reprender, corregir y predicar. El rey no estaba dispuesto a tolerarlo, y menos aún Bertrada, cuya doblez y lascivia quedaban patentes en las reprensiones de San Ivo. La respuesta del rey y de su concubina es la que comúnmente utiliza el vicio poderoso: la violencia. Y como los poderosos tienen siempre quien les sirva sin escrúpulos, el vizconde de Chartres invadió a mano armada los bienes del obispado y metió al obispo en prisión en su castillo de Puiset para quebrantar su resistencia, haciéndole sentir el poder de la autoridad. Llegó a faltarle el pan. El abad de Fécamp, entre otros, le escribía para consolarle y le felicitaba por sufrir persecución por los mismos motivos que otrora San Juan Bautista.
Los diocesanos estaban indignadísimos y trataron de organizar una expedición militar para liberar a San Ivo por la fuerza y reponerlo en su obispado. El santo obispo se opuso del modo más explícito. "Rogad por mi—les escribia—como los primitivos cristianos por San Pedro encarcelado, pero os prohibo que vengáis por la fuerza. No aplacaréis a Dios incendiando y devastando, no me haría favor el que llegaran a los oídos divinos los clamores de los pobres y los lamentos de las viudas. Soy vuestro pastor; no he conquistado la mitra por las armas y no volveré a Chartres por la violencia." San Ivo sabia ser yunque resistente que mella el martillo que lo golpea. Auxiliado por la gracia divina, no cedió ni al favor ni a la violencia, y el vizconde hubo de libertarlo.
Había nacido cincuenta y dos años antes en Beauvais, hacia el año 1040. Sus padres, Hugo de Auteil e Himelberga, eran acomodados, pero no nobles, según asegura en una de sus cartas. Allí estudió sus primeras letras, sin duda en la escuela de alguna de las iglesias. Cuando el muchacho hubo recibido la educación primaria, sus padres enjaezaron las acémilas y le llevaron a Paris para que estudiara humanidades y filosofía. Afanoso de aprender y también, sin duda, movido de vocación divina, entró en la abadía benedictina de Bec, entonces celebérrima. Enseñaba en ella Lanfranco, antiguo profesor de derecho romano en Pavía, que habia abandonado la vida seglar para hacerse benedictino. La afición de San Ivo a los estudios jurídicos y su intenso amor a la vida monástica se relacionan, sin duda, con el magisterio de Lanfranco. Allí tuvo como condiscipulo a San Anselmo de Cantorbery. Dos condiscipulos con los mismos ideales de ciencia y de santidad en la misma clase; Dios preparaba sus planes misteriosamente. Más tarde los dos serian obispos y los dos campeones en la lucha de las investiduras. Pero por entonces Ivo no soñaba con planes episcopales. Cuando hubo terminado sus estudios regresó a su tierra de Beauvais y continuó hasta Nesle, en Picardía, para ingresar en el Cabildo de canónigos de aquella ciudad.
Los Cabildos no eran en aquella época lo que en tiempos anteriores habían sido: un grupo de clérigos en vida común junto a su obispo ocupados en el oficio divino, en el estudio y en la asistencia a su prelado en el gobierno pastoral. Se habian relajado bastante. Cuando San Ivo comenzó su nueva vida añoraba sus días fervorosos y laboriosos de la abadía de Bec y prudentemente se esforzaba por mejorar la situación. Su fama de hombre docto, espiritual y prudente se extendía sin cesar. Por entonces vaco la sede de Beauvais, su tierra natal. Para proveerla eligieron a un piadoso deán llamado Guido, afanoso como Ivo por la reforma de los Cabildos. Fundó en las afueras de la ciudad un monasterio de canónigos regulares en honor de San Quintín mártir, y llamó a Ivo para que, como abad, lo gobernara.
El nuevo abad colmó las esperanzas de su obispo. El Cabildo vivía en régimen de monasterio bajo la regla de San Agustín; San Ivo escribió las constituciones, organizó la vida común y hasta abrió una escuela de teología en la que él mismo enseñaba. Durante los catorce años que estuvo al frente de su Cabildo vió salir de él, al menos, a nueve obispos y muchos deanes para otros Cabildos que se inspiraron en la reforma de San Quintín.
Un día también él tuvo que salir.
El obispo de Chartres, Godofredo, era uno de los muchos malos pastores que entonces padecía la Iglesia. Dos veces había sido juzgado por el papa San Gregorio VII por simonía y otros vicios, y las dos veces habia logrado evitar la deposición. Pero, lejos de enmendarse, su conducta era cada vez más escandalosa. Urbano II le juzgó de nuevo y, ante las pruebas abrumadoras de su avaricia y de su lascivia, Godofredo fue depuesto. Había que enviar a Chartres un obispo cuya virtud hiciera olvidar los escándalos del anterior. Urbano II escribió al clero y pueblo de Chartres para notificarles la deposición de Godofredo, y a la vez les recomendaba que eligieran a Ivo, abad de San Quintín, cuyo buen nombre habia llegado hasta Roma.
Los chartrenses no vacilaron. Siguiendo la costumbre de entonces, el clero hizo la elección en presencia del pueblo, el cual la aprobó con sus aclamaciones.
Ivo recibió la noticia sin ningún entusiasmo. No tenia ninguna gana de dejar su vida de recogimiento y estudio; por otra parte, los amigos de Godofredo, el obispo depuesto, le pusieron todas las trabas imaginables. Ivo quería renunciar a su elección, pero el Papa repuso que, si Ivo no necesitaba el episcopado, el episcopado le necesitaba a él. El rey Felipe le envió el pectoral en signo de su agrado por la elección. Ante esto el santo abad hizo de su nuevo cargo un deber de conciencia. Fue a Roma y el Papa le consagró obispo el 24 de noviembre de 1090 y le envió a Chartres con una carta de recomendación para sus nuevos diocesanos. A partir de entonces comienza su carrerra episcopal de veintiséis años, que ha quedado descrita en su abundante y sapientísima correspondencia.
A los dos años de su consagración comienzan sus gestiones en el asunto de la unión adulterina del rey Felipe, que le trajeron como consecuencia la prisión. Liberado de ella, San Ivo siguió condenando con valentía la conducta del monarca y oponiéndose a que esa unión se legitimara ante la Iglesia por la bendición nupcial. "Antes de ser escándalo para los débiles prefiero que me arrojen al mar con una rueda de molino al cuello", decía al rey. En otra carta dirigida a todos los obispos les hablaba así: "Os suplico que no permanezcáis como perros mudos, sin valor para ladrar". Durante doce años vivió en la inquietud; tentativas de mediación, viajes, concilios varios, intervenciones ante la Curia romana, excomunión del rey, absolución, nueva excomunión. Incomprensión por parte de los obispos contemporizadores, acusaciones de terquedad. El rey tenía entonces un papel preponderante en la elección de obispos, y procuraba elegir candidatos dispuestos a tolerar su unión con Bertrada. San Ivo salía al paso de los proyectos reales, consiguiendo que fueran rechazados muchos pretendientes indignos, y promovidos los sabios y virtuosos.
Fue una lucha emocionante por la santidad y el honor del sacerdocio. Este constante forcejeo le traía cada día su dosis de disgustos y sinsabores. Recordaba con nostalgia sus años de vida regular: en 1092 escribía a sus canónigos de San Quintín: "Por todas partes encuentro dificultad y persecución. El obispado es un suplicio; el honor, un agobio; la elevación, una tempestad que amenaza con el naufragio. Comparando las ventajas y los inconvenientes de mi estado, a veces me ocurre deleitarme en pensamientos y deseos de una persecución por causa de la justicia que llegara a privarme de mi cargo pastoral, tan lleno de amarguras e inquietudes, de tempestades y angustias; entonces podría descansar en seguridad deleitosa y luminosa., Pero luego me reprocho estos pensamientos y me someto a la voluntad divina; y no me atrevo a hurtar mi cuerpo al trabajo, sabiendo que no muero para mi, sino para Aquél que murió por nosotros. No puedo ser el siervo malo y perezoso...". Por fin los esfuerzos de San Ivo consiguieron el arrepentimiento del rey y su absolución por el papa Pascual II. Felipe y Bertrada prometieron con juramento ante una asamblea de obispos que se separarían. Asi acabó, por fin, aquella situación, manantial de dificultades y turbulencias para la Iglesia francesa.
Mucho más grave aún que el problema del matrimonio real fue la cuestión de las investiduras y la herejía nicolaíta. También aquí fue San Ivo un personaje de primer plano en su siglo.
La época de San Ivo es una de las más convulsas y terribles por las que ha pasado nuestra santa madre la Iglesia. La situación a que se había llegado era espantosa: muchísimos clérigos y obispos tenían concubinas; hubo quienes llegaron a celebrar sus bodas sacrílegas con la mayor fastuosidad. Esta lamentabilísima situación procedía de que el Papa no tenía parte en la elección de los obispos: eran los reyes y señores feudales los que los nombraban, casi siempre mediante sobornos y dinero. Tenían incluso un rito para el nombramiento, que consistía en entregar el báculo y el anillo con las palabras "Recibe la diócesis". A esta entrega de la diócesis la llamaban la investidura laica. También los sacerdotes eran nombrados por los señores seglares, porque las iglesias eran de propiedad particular. En estas condiciones fácilmente se comprende que los nombramientos recayeran en clérigos sin vocación eclesiástica, que buscaban los oficios sagrados para provecho propio, no para el servicio de Jesucristo y de las almas. De ahí el concubinato de los clérigos y la simonía o compraventa de los oficios eclesiásticos. A tales calamidades se llega cuando los políticos usurpan los poderes sagrados que el Señor Jesucristo depositó en su Iglesia,
El Papado yacía impotente, cercado por la avaricia, la lujuria y la soberbia de todos. Y, sin embargo, sólo la Santa Sede podía poner remedio a este espectáculo lamentable. Comenzó con tímidas iniciativas el papa Esteban IX, que había logrado su tiara por elección canónica, sin imposición del emperador. Pero sus voces caían en el vacío y sus condenaciones de los jerarcas que lograran por dinero los cargos eclesiásticos quedaban incumplidas y olvidadas. Era necesario un gigante en la sede de San Pedro, capaz de poner orden en aquel caos. Dios lo suscitó en la persona de Hildebrando, Papa con el nombre de San Gregorio VII, el cual llegó al Solio pontificio con la convicción de que su misión era acabar con la investidura laica, que era la razón del cáncer que roía la Iglesia. Con todos los poderes del mundo enfrente, como si fuera la cosa más elemental y sencilla, prohibió la simonía y el concubinato, exigió que se negara obediencia a los clérigos casados y suprimió de un plumazo las investiduras. El que se ordenara por dinero quedaba suspenso del orden recibido y el que recibiera la investidura de un laico perdía su autoridad.
El golpe era temible, pero necesario. El griterío que se levantó en Europa fue espantoso: comenzaba la contienda de las investiduras. Salvo en España, ocupada entonces en su Cruzada contra los musulmanes, todas las malas pasiones se dieron cita en aquel combate que duró más de medio siglo. Las espadas, la diplomacia y los escritos polémicos fueron a ocupar su puesto en el frente de combate. La situación se agravó rápida y peligrosamente. Se acusaba al Papa de herejía, de obstinación, de soberbia: se decía que no era un pastor, sino un lobo furioso. Se prodigaron las excomuniones, y el mismo emperador fue excomulgado, absuelto tras tres días de penitencia en Canosa, y luego otra vez excomulgado y depuesto. Pero éste respondió con un sínodo de treinta obispos cismáticos, que declararon depuesto a San Gregorio VII y nombraron a un antipapa: luego se presentó con un ejército ante la Ciudad Eterna y la tomó para instalar en ella a su antipapa. El santo Pontífice tuvo que huir y murió en el destierro. Cuatro años más tarde las tropas de Urbano II se apoderaban de Roma y el pueblo aclamaba al Papa legítimo. El emperador no se da por vencido: organiza una nueva expedición militar y el antipapa anuncia en un tono bravucón que pronto acabaría la guerra con su triunfo. Un monje de Hersfeld escribía un libro sobre la unidad de la Iglesia lleno de invectivas contra el Papa, a quien acusa de haber despojado, dividido y desgarrado la Iglesia de Cristo.
Cuando este libro comenzó a circular por Europa, San Ivo era consagrado obispo de Chartres por el papa Urbano Il, expulsado de Roma por las tropas imperiales. La contienda había comenzado hacía ya cuarenta años, mientras el niño Ivo jugaba en las verdes campiñas de Beauvais. El tema de actualidad en su época de estudiante era la lucha por la independencia de la Iglesia, la elección del Papa por los cardenales, sin intervención de los reyes, que había quedado sancionada en el concilio de Letrán de 1059. Las novedades literarias que apasionaban al joven estudiante eran el tratado contra las investiduras del cardenal Humberto y las gestiones de San Pedro Damiano, que recorría Europa para trabajar por la reforma de la Iglesia. Más tarde en su soledad de Bec y luego en su puesto de abad de San Quintín leyó las admirables obras de San Pedro Damiano sobre la castidad sacerdotal y contra las investiduras. A medida que la lucha se enconaba llegaron a sus manos Bernaldo de Constanza, Anselmo de Luca, Guebhardo de Salzburgo; la resaca de la contienda arrastró hasta su mesa abacial los libelos de los que, débiles, ambiciosos o equivocados, habían puesto su pluma y su ingenio al servicio de los reyes y señores: Sigberto de Grembloux, el Anónimo de York y otros. Al frente de su fervorosa comunidad y en sus lecciones de cátedra, lejos de la pasión polémica, San Ivo estaba atento: estudiaba, criticaba los libros nuevos, pensaba, buscaba soluciones y enseñaba. Estudiaba concienzudamente las leyes antiguas de la Iglesia, y soñaba con verlas de nuevo practicadas en una Iglesia limpia y fuerte. Más aún que a los panfletistas y aduladores del emperador temía a los escritores del tipo de Bonizón de Sutri, con sus panegíricos del Papa violentos y parciales, amigo de soluciones extremistas y utópicas. Su presencia en la polémica, decía Ivo, no hace otra cosa que dar buenos argumentos a los contrarios.
Cuando San Ivo fue consagrado obispo, la polémica estaba en estado incandescente. Cada elección, cada acto de los reyes de Francia y de Inglaterra, levantaba pugnas tempestuosas entre los partidarios de la investidura y los amigos del Papa.
San Ivo no fue investido por ningún seglar: fue elegido por sus diocesanos y consagrado por el Papa en persona. Con este gesto se ponía, desde el primer momento, del lado de los papas. No era, pues, sospechoso, pero tampoco era un intransigente. Dotado de un gran sentido de la realidad, rígido en los principios, pero flexible y hábil en su aplicación; habituado de antiguo a mandar hombres, lo cual le había enseñado a discriminar lo ideal de lo hacedero, era el hombre sereno, tenaz y exento de pasiones, clarividente de soluciones prácticas y tesonero para conseguirlas. Comprendía que entre los legados y consejeros de los papas había también pasiones excitadas por la contienda, y que con actitudes extremosas no era posible alcanzar soluciones viables.
Fue él quien formuló la exacta interpretación y aplicación de la frase evangelica: "A Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar". En cosas temporales, los reyes y el emperador no están bajo la autoridad del Sumo Pontífice. La investidura—escribía San Ivo a Hugo, legado pontificio—es un acto doble. Por una parte, da unos poderes espirituales, y ésos no los puede conferir ningún laico. Pero, además, el obispo electo recibe bienes temporales unidos a su sede. No hay inconveniente en admitir para esta entrega la investidura del rey.
Al plantear el problema con esta categórica distinción entre lo espiritual y lo temporal y al darle esta solución moderada, Ivo de Chartres demotraba a la vez su sagacidad intelectual y su sentido de la realidad. Pero con ello se enfrentaba contra todos y a nadie contentaba. Urbano II, instigado por sus legados, llegó a desautorizar explícitamente a San Ivo, el cual se creyó obligado a dimitir. Transido de amargura, pero con la entereza de siempre, escribía al Papa:
"De los Alpes para acá, no conozco a nadie que haya sufrido como yo afrentas e injusticias por su fidelidad al Papa y a sus mandamientos. Pero ya que mis palabras, por lo que sea, os disgustan, prefiero renunciar al obispado que no sentir, con razón o sin ella, vuestro enojo. Dejaré de ser vuestro servidor, pero no vuestro hijo. Por mis experiencias anteriores a mi cargo episcopal sé que más aprovecharé a la Iglesia de Dios con mi ejemplo en la vida privada que no por el ministerio de la palabra en el obispado."
Pero e! Papa, que conocía su fidelidad, no quiso privarse del venerable prelado que había sufrido cárcel por su defensa de la moral cristiana al condenar el adulterio de Felipe I. San Ivo calló por el momento. Supo compaginar su amor a la Santa Sede y su humildad con su docilidad a lo que creía verdadero. No renunció a ninguna de sus ideas, pero no cayó en el vicio de la obstinación. Entretanto la controversia ardía en Inglaterra, cuyo rey, Enrique I, cometía los mismos desafueros que el de Francia y que el emperador de Alemania. San Anselmo, condiscípulo de San Ivo en la clase de Lanfranco y sucesor de éste en la silla primada de Cantorbery, vagaba por Europa expulsado por el rey, que no soportaba la entereza con que el santo obispo proclamaba los derechos de la Iglesia. También allí acudió San Ivo a componer la discordia. Recordó al rey en una carta sus deberes de católico y le exhortó a buscar lealmente una solución. "No es posible un buen gobierno sin unión estable entre la realeza y el sacerdocio", le decía. Por el momento se contentaba con esta discreta intervención. Encargó a su discípulo y amigo Hugo de Fleury que escribiera un tratado dedicado al rey acerca de la potestad real y la eclesiástica. Los críticos ven, tras la firma de Hugo, a San Ivo, puesto que repite las ideas de éste sobre la distinción entre ambas potestades con fidelidad y precisión. Una mujer piadosa, la hermana del rey, hizo lo demás. Reunió en una entrevista a su hermano y al arzobispo San Anselmo, y, sobre la base de las ideas de San Ivo, se pusieron de acuerdo El papa Pascual II no tuvo inconveniente en aceptar esas ideas y el conflicto terminó felizmente.
Dos años más tarde obtuvo San Ivo otro señalado triunfo poniendo fin a la lucha en Francia en el concilio de Troyes. Pero quedaba aún el tremendo problema de Alemania. Negociaciones, embajadas, revueltas sangrientas, sacrilegios, incendios y mil libros y folletos escritos para defender la investidura laica o la tesis opuesta gregoriana. El emperador Enrique V decide utilizar la traición y la violencia. Conviene en el Concordato de Sutri en renunciar a la investidura a base de las soluciones de San Ivo, aceptadas en Inglaterra y Francia. Va en seguida a Roma a ser coronado por el Papa. En medio de la ceremonia de coronación el emperador declara que no acepta la solución firmada en Sutri. La ceremonia termina con una espantosa reyerta en la que participa el pueblo romano en favor del Papa. Este cae prisionero de las tropas imperiales y, obligado por la fuerza, firma un documento en el que concede al emperador los derechos plenos de investidura.
Tras este terrible fracaso hay que comenzar de nuevo desde el principio. El peligro viene ahora de los que se indignan por la debilidad del Papa ante el emperador y le llaman impío, Judas y profeta corrompido. En las provincias de Lyón y Viena se pretende nada menos que reunir un concilio para juzgar al Papa y deponerlo. San Ivo, con sus setenta y dos años, recomienza su labor de viajero y diplomático. Su influencia es hoy enorme. Por su obra canónica, por su intervención en todos los conflictos religiosos por su fidelidad a la monarquía y al Papa, San Ivo había adquirido una extraordinaria autoridad, justificada por su valor intelectual, su prudencia y su celo religioso. Visita, convence, escribe cartas maravillosas y logra evitar el cisma haciendo oír la voz de la prudencia, la misericordia y la ortodoxia. Excusa a Pascual II "con un amor filial"; recuerda a todos que el Papa ha sido objeto de un acto de fuerza y vuelve a insistir frente a los extremistas en la posibilidad de arreglo con su teoría de la doble investidura.
El Papa, al verse al fin libre y apoyado por la Iglesia, condena el privilegio y se queja de la violencia que se le ha inferido. El emperador organiza una nueva expedición militar contra el Papa, precedida, como las anteriores, por una ofensiva propagandística de intelectuales a sueldo. Los legados pontificios le excomulgan. El emperador se acerca a Roma y el Papa huye. San Ivo, consumido de trabajos y preocupaciones, rinde al Creador su alma cargada de méritos en 1116. La controversia terminó al fin con el Concordato de Worms. Fue la más hermosa victoria de San Ivo, porque este Concordato aceptó las soluciones por las cuales él había luchado durante toda su vida de obispo. Pero San Ivo, el gran campeón, no vió este triunfo con sus ojos corporales. Seis años antes había muerto.
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