jueves, 23 de noviembre de 2017

Santa Felicidad y sus siete hijos

En tiempo del emperador Antonino se produjo una agitación entre los Pontífices, y Felicidad, mujer ilustre, fue martirizada con sus siete hijos. Después de enviudar, había consagrado a Dios su castidad. No cesaba de orar noche y día, y era un objeto de admiración y edificación para las almas puras. Viendo que, gracias a ella, iba en aumento la gloria del nombre cristiano, se dirigieron al emperador Antonino Augusto y le dijeron: «Esta viuda y sus hijos ultrajan a los dioses; si no nos esforzamos en obligarla a sacrificar, sepa vuestra piedad que nuestros dioses se irritarán de tal manera, que no podremos aplacarlos.»

Así empiezan las actas que nos cuentan uno de los más célebres episodios de las persecuciones. El emperador Antonino, de quien nos hablan, es Marco Aurelio Antonino, el emperador filósofo. Hombre honrado, corazón bondadoso hasta la debilidad, tierno hasta la candidez, sin arrogancia, sin odio, sin énfasis, de una exquisita sensibilidad, de una elevación admirable, el buen Marco Aurelio empezó derramando sangre de cristianos. Fue supersticioso hasta el punto que no le bastaban los dioses del Imperio; fue acogedor con todos los ritos, devoto de todos los misterios, amigo de todos los charlatanes. Su desprecio lo guardaba únicamente para la religión de los cristianos. Y he aquí que el colegio de los augures y de los flámines de Roma llega ante él diciéndole que los ídolos están irritados; que ni Júpiter, ni Venus, ni Hermes, ni Juno, ni Marte podrán salir en defensa del Imperio mientras una de las más ilustres matronas de la ciudad no se incline delante de ellos presentando la copa de las libaciones.

Estas palabras fueron como una iluminación en el palacio imperial. Por vez primera se presentaba lleno de sombras el horizonte de Roma. Antonino Pío acababa de desaparecer, hablando, en el delirio de la agonía, de los reyes que amenazaban las fronteras. El espectro de la invasión aparece por todas partes: los moros entran en la península ibérica; los pictos se agitan en Bretaña, los santos pasan el Danubio; los partos avanzan en Armenia; un gobernador romano es vencido; otro se mata de desesperación; el Tíber se desborda, y el hambre aflige a la Ciudad Eterna. Y el pueblo piensa: los dioses nos han abandonado; hay que desarmar su cólera; hay que buscar víctimas para sus altares. Estas víctimas eran siempre las mismas. Tertuliano dirá unos años más tarde: «Los cristianos son la causa de todos los desastres, de todas las calamidades públicas; si el Tíber inunda a Roma, si el Nilo no inunda los campos egipcios, si tiembla la tierra, si se cierra el cielo, si estalla la guerra, si viene el hambre, si se declara la peste, siempre se levanta el mismo grito: «Mueran los cristianos; los cristianos, a los leones.»

La víctima ahora es la ilustre dama romana, que se distinguía en el seno de la comunidad de los cristianos por su fervorosa piedad. Incapaz de oponerse al clamor de las turbas, crédulo y supersticioso como un vulgar legionario, Marco Aurelio mandó al prefecto que examinase el asunto de Felicidad y de sus hijos. El prefecto era Publio Salvio Juliano, célebre jurisconsulto que redactó el Edicto perpetuo y estaba al frente de una de las escuelas jurídicas de Roma. Publio, continúan las actas, quiso primero ver a Felicidad en su propia casa. La recibió muy amablemente, y puso en juego todos los medios de seducción para hacerla sacrificar. Pero viendo que nada conseguía con dulces palabras, le puso ante los ojos la perspectiva de los suplicios. «Ni tus caricias, ni tus amenazas—respondió ella—podrán hacerme vacilar. Dentro de mí tengo al Espíritu Santo, que no me dejará vencer por el diablo.» «Desgraciada—replicó el prefecto—, si para ti es dulce morir, deja vivir a tus hijos.» «Mis hijos—repuso valientemente la dama—vivirán si no sacrifican a los ídolos; pero si cometen este crimen, irán a la muerte eterna.»

Al día siguiente, Publio tuvo audiencia en el Foro de Marte, y ordenó que le presentasen a los siete muchachos y a su madre. Esta vez el interrogatorio era oficial. Publio empezó diciendo a la intrépida cristiana:

—Ten piedad de tus hijos, que son buenos muchachos y están todavía en la flor de la adolescencia.

—Tu piedad—contestó la matrona—es impía; tu exhortación es cruel.

Y volviéndose hacia sus hijos, añadió:

—Levantad al Cielo los ojos, hijos míos, y mirad a la altura en que Cristo os aguarda con sus santos. Combatid por vuestras almas y mostraos fieles en el amor de Cristo.

Al oír estas palabras, Publio ordenó que la abofeteasen, y dijo:

—Te has atrevido a aconsejar en mi presencia el desprecio a las órdenes de nuestros señores.

En ciertos momentos, las actas hablan de varios emperadores, y es que Marco Aurelio tenía como colega en el Imperio al libertino Lucio Vero, que en el momento de este interrogatorio luchaba en la frontera oriental contra los partos.

Después, el prefecto mandó comparecer, uno tras otro, a los siete hijos de la santa. Al primero, Jenaro, le prometió riquezas y honores, y al mismo tiempo le amenazó con las varas si rehusaba sacrificar. Jenaro respondió:

—Tus consejos son insensatos; la sabiduría de Dios me sostiene, y ella me hará vencer tus tormentos.

El juez mandó que le azotasen y le volviesen a la prisión. El segundo, que se llamaba Félix, contestó a la orden de sacrificar:

—Nosotros adoramos a un solo Dios, y le rendimos el culto de una devoción piadosa. No creas que podrás alejarme del amor de mi Señor Jesucristo, ni a mí ni a ninguno de mis hermanos. Nuestra fe no puede ser vencida ni alterada.

A continuación, los lictores trajeron al tercero de los hijos, que se llamaba Felipe. El prefecto habló, y dijo:

—Nuestro señor, el emperador Antonino, ha ordenado que sacrifiquéis a los dioses omnipotentes. A lo cual contestó el muchacho:

—Ni son dioses ni son omnipotentes; sino vanos simulacros, que sólo pueden traer la muerte a los que los adoran.

Con la misma energía respondieron Silvano, Vital, Alejandro y Marcial, como se llamaban los demás hijos de la ilustre heroína. Alejandro, que era acaso el más joven, despertó más que ninguno de sus hermanos la compasión del juez. Se le prometieron dignidades y bienandanzas; se hizo brillar delante de sus ojos el título de augustal, de amigo del cesar; pero él contestó generosamente:

—Soy servidor de Cristo; le confieso con la boca y a Él estoy unido con el corazón. Esta edad tan tierna, que te conmueve, tiene la prudencia de la vejez y adora a un solo Dios.

Publio mandó encerrar en la prisión a Felicidad y a sus hijos, y envió al emperador el proceso verbal de lo que había hecho. Marco Aurelio encomendó a diversos jueces la ejecución de la sentencia. La madre fue decapitada; uno de sus hijos apaleado hasta morir, otro arrojado en un precipicio, y los restantes degollados.

Los descubrimientos arqueológicos del pasado siglo han venido a confirmar el relato de las actas, a disipar las dudas y a deshacer las suspicacias. Voltaire había dicho con su ligereza de siempre: «Santa Felicidad y sus siete hijos —siempre se necesitan siete—es interrogada con ellos, juzgada y condenada por el prefecto de Roma en el Campo de Marte, donde no se juzgaba a nadie. El prefecto juzgaba en el pretorio, pero no se miraban las cosas tan de cerca.» Voltaire confundía el Campo de Marte con el Foro de Marte, y además ignoraba que el Foro de Marte había sido construido por Augusto precisamente para administrar justicia, según cuenta Suetonio. Mas he aquí el testimonio lejano de las catacumbas, la ancha placa de mármol que en sus bellos caracteres filocalianos nos habla del bienaventurado mártir Jenaro; la inscripción que nos recuerda el lugar donde fue enterrada Felicidad, los nombres de Marcial, Vital y Alejandro entre estucos del siglo II, entre adornos de flores, de espigas y racimos, entre representaciones de escenas campestres y personajes bíblicos, y en otra parte, encuadrada por dos árboles, iluminada por la imagen flotante de Cristo, la figura de aquella madre admirable, que extiende los brazos como si enseñase a rezar a los siete adolescentes, que se agrupan a su alrededor levantando en sus manos las coronas. Creemos escuchar las sentidas frases de San Pedro Crisólogo: «Mirad esta madre, a quien la vida de sus hijos devolvió la seguridad. Feliz aquella cuyos hijos serán en la gloria futura como un candelero de siete brazos. Feliz ella, porque el mundo no pudo arrebatarle ninguno de aquellos que le pertenecían. En medio de los cadáveres mutilados y sangrientos de aquellas prendas queridas, pasaba más alegre que antaño al lado de sus cunas, porque con los ojos de la fe veía una palma en cada herida, en cada suplicio una recompensa, sobre cada víctima una corona. ¿Qué más diré? No es una verdadera madre la que no sabe amar a sus hijos como ella amó a los suyos.»

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