Sentada sobre el lago de Genesareth estaba Cafarnaúm, y junto a Cafarnaúm, Corozaím y Bethsaida. Bethsaida y Corozaím, pequeñas aldeas de pescadores y campesinos, miraban con envidia a Cafarnaúm, que poco a poco se había ido convirtiendo en una ciudad populosa y comercial. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco se dirigían al mar, había llegado a ser un punto de cita para artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, soldados, recaudadores y funcionarios. De los pueblos limítrofes le llegaban sin cesar gentes deseosas de ganarse la vida o de ocupar un puesto en las covachuelas del fisco. Así habían llegado dos pescadores de Bethsaida: Simón, hijo de Jonás, y su hermano Andrés. Pero Simón venía empujado por el amor, pues al llegar a Cafarnaúm se había establecido con su mujer en casa de su suegra.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
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