domingo, 26 de noviembre de 2017

Homilía



La crisis económica que afecta sobre todo a Occidente, esconde otra crisis, si cabe, más grave, la crisis moral.

La vida boyante, la búsqueda alocada del placer, el debilitamiento del altruismo, el egoísmo, la apatía hacia la función pública, el aprovechamiento de las instituciones para el enriquecimiento propio y, en definitiva, la falta de valores, han desembocado en una corrupción generalizada sin precedentes.

Como siempre, queda un resto santo insobornable, que puede ser la base de una regeneración en valores firmes, que culmine en un liderazgo moral sólido.

Ahora no lo hay.

El pueblo asiste atónico y como amuermado al espectáculo de prevaricaciones, robos o tráficos de influencia de muchos de nuestros dirigentes, que deberían dar ejemplo de coherencia, veracidad, honradez y rectitud.

Lo malo es que terminen convirtiéndose estos hechos como algo normal.

Probablemente lo que se conoce sea tan sólo la punta del iceberg.

Hace unos días me contaba un amigo jubilado por enfermedad, que fue invitado junto con su esposa y el resto de los trabajadores de la empresa donde trabajaba, también acompañados de sus respectivas esposas, a una comida de hermanad organizada por la dirección de la misma.

Al final del banquete les pidieron que cada pareja recogiera una bonita carpeta como obsequio; la mayoría cogieron dos, de modo que los últimos se quedaron sin ninguna.

A la vuelta, algunos de estos ladronzuelos de guante blanco dialogaban entre sí sobre las corruptelas del Gobierno.

Mi amigo me comentaba con qué categoría moral se puede reclamar a los de arriba si desde las bajas esferas se admite sin tapujos cualquier delito menor.

Todo esto trae como consecuencia el desarrollo de la desconfianza.

Sin embargo, no han pasado tantos años desde que la palabra era ley y se fijaban los tratos con un simple apretón de manos, o se dejaban las puertas abiertas sin temor a posibles robos.


La fiesta de hoy sigue siendo de vigente actualidad.

El papa Francisco trata de guiar a la Iglesia por las sendas de la pobreza, la solidaridad y la entrega, mientras busca soluciones a los extremismos religiosos, que han provocado el nacimiento del Estado Islámico (EI) y el triunfo momentáneo del mal en todas sus facetas.

El mundo debe dar una respuesta a estos desafíos violentos, que perturban la paz y favorecen la muerte de miles de inocentes.

La esperanza nunca muere, por sombrío que nos parezca lo que vemos y sentimos.

Miremos a Cristo. Él nos da el sentido auténtico del ejercicio de la autoridad.

Mientras “los reyes de la tierra tiranizan y sojuzgan a sus súbditos” los seguidores del Maestro debemos tener un punto de mira distinto: ponernos los últimos de todos.

Y, si en algo hemos de destacar ha de ser el servicio humilde y desinteresado, en la lucha por la justicia y la libertad, en la reconciliación y en la paz.

Jamás aceptó Jesús una realeza terrena, aunque le fue ofrecida.

Al contrario, huyó de los aduladores de turno y de quienes querían colocarle al frente del pueblo, sentado en un trono.

Solamente asumió su categoría real ante Pilato (“Tú lo dices; soy rey”), cuando sus palabras no podían ser equívocas:

“mi Reino no es de este mundo”.

Las vejaciones posteriores: viejas vestiduras, caña, corona de espinas, el trono de la cruz, vinieron a confirmar, sin que sus enemigos se dieran cuenta, su función mesiánica, con una frase inscrita en hebreo, latín y griego en el mismo madero donde agonizaba: Jesús nazareno, rey de los judíos.


El profeta Daniel nos presenta la figura del Hijo del Hombre con un poder eterno.

Jesús se aplica este término a sí mismo como muestra de su victoria sobre los poderes del mundo.

El Apocalipsis incide en semejante contenido al adjudicar a Jesús el principado sobre los reyes de la tierra, como el único a quien debe darse “la gloria y el poder por los siglos de los siglos”.

Cristo ha venido para instaurar el Reinado de Dios, que nace, crece y madura en el corazón de cada persona que acepta el mensaje evangélico y se convierte en semilla, en tierra fecunda, en levadura, en tesoro escondido... en encuentro definitivo con quien es la fuente de la vida.

El Hijo del Hombre vendrá sobre las nubes del cielo con poder y majestad (Mt. 25, 31) para consumar, como reza el prefacio de la Eucaristía de hoy, “el misterio de la redención humana y, sometiendo a su poder la creación entera, entregar a su majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.

La escena del Juicio Final, tan magníficamente recreada por Miguel Ángel en la Capilla Sextina de Roma, va repasando en imágenes figuras humanas.

El alma se presenta desnuda frente a su Creador al resplandor de la verdad y la justicia.

De nada valdrán en ese momento los poderes fácticos de la Tierra, pues seremos juzgados por el amor que hayamos irradiado.


Hay gente que dice que no espera nada de la justicia de los hombres; puede que tengan razón.

El diálogo entre Jesús, cubierto con una túnica ensangrentada y coronado de espinas, y Pilato, ostentador del poder y la dominación romana, visualiza la concepción de dos mundos distintos y, a menudo, opuestos.

Pilato simboliza el poder que domina por la fuerza, proscribe, despersonaliza, castiga o condena a los opositores.

Cristo da ejemplo de cómo es y será su reinado; en él prevalece la fuerza del servicio que no crea dominación, imposiciones, castigos y condenas.

Sus súbditos actúan por convicción y aceptan libremente su seguimiento.

Como contrapartida, nos asegura su presencia misteriosa hasta el final de los tiempos para que vivamos felices con El.

Hoy acaba el Año Litúrgico y se abrirá otro con el Adviento el próximo domingo.

La vida sigue y la esperanza, a pesar de todo, todavía está viva.


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