domingo, 19 de noviembre de 2017

Homilía



El libro de los Proverbios personifica la sabiduría en la figura de una mujer “sensata”, que desarrolla con prudencia e inteligencia sus capacidades, mientras los necios desprecian su proceder. Por eso se pregunta: ¿Quién la hallará? (Proverbios 31, 10).

Exalta también el temor de Dios, superior a la hermosura, y exhorta e invita a que todo el mundo se fije en ella y en el fruto del trabajo de sus manos.

El salmo responsorial insiste en esta misma idea y llama “dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Salmo 127, 1) en tanto compara a la mujer “como parra fecunda en medio de su casa” y a sus hijos “como renuevos de olivo alrededor de su mesa” (Salmo 127, 3).

Tales elogios son un canto a la creatividad y a la iniciativa personal lejos del sentir de tantra gente que se deja arrastrar por palabreros y manipuladores como marionetas en sus manos. Dios nos ha creado libres, pero la libertad es un duro peso, que nos lleva a despertar de los ensueños y a enfrentarnos a la realidad, por dura que sea.

Es más fácil dejarnos llevar.

Fijémonos en el ejemplo de los tesalonicenses -segunda lectura- a los que Pablo había anunciado el evangelio y a quienes aclara sus dudas sobre la suerte de los difuntos y sobre la llegada inminente del fin del mundo anunciado por Jesús en el evangelio.

Muchos dejan de trabajar, porque piensan que no merece la pena.

Y es aquí donde Pablo aprovecha la metáfora del “ladrón en la noche” (Tesalonicenses 5, 3) para animar a los creyentes a que vivan vigilantes, en tensión saludable, para estar preparados, pero sin dejar de trabajar y cumpliendo serenamente con sus deberes.

No hay que tener miedo a la luz y sí a la oscuridad, donde se ocultan las vergüenzas y todo lo que desacredita la condición humana.

Tampoco hemos de tener miedo al futuro, aunque la noche de lo inhumano nos agobie y parezca no tener fin.

Lo importante es no estar intranquilos por una supuesta venida del Señor, sino el seguimiento fiel de un estilo de vida, que desemboque en la luz, ya que somos “hijos del día” y no de las tinieblas.


La parábola de los talentos o de las cualidades que Dios nos ha dado para que las desarrollemos a lo largo de la vida antes de que Él se presente para rendirnos cuentas, corona la idea de las dos lecturas anteriores.

El evangelio nos propone una seria reflexión sobre el modo de gestionar el gran regalo de Dios, que es la vida, mostrándonos como ejemplo a tres criados.

Un talento representaba en tiempo de Jesús el salario de un trabajador ordinario durante quince años, lo cual muestra la generosidad de Dios al confiarnos sus “tesoros”. La larga espera de los trabajadores hasta que el Señor regresa nos sugiere la llegada del juicio final, del que se hace eco la liturgia del próximo domingo.

La buena gestión de los dos primeros criados, que han entendido el mensaje de su amor y han doblado el capital inicial que les había prestado, es como una invitación a trabajar con diligencia en el presente.

La vida es un don, pero no se nos regala el éxito en el trabajo o la amistad. Es algo fruto de nuestros esfuerzos e inquietudes mediante un ejercicio constante de responsabilidad y entrega.

Todo lo contrario ocurre con el criado, que guarda en el pañuelo el talento de su señor, porque teme perderlo. Le falta confianza, autoestima y fuerza de voluntad.

Además se escuda en la bondad de su amo para holgazanear y darse a los placeres.

La vida pasa por él, pero no pasa él por la vida.

¿Con qué criado nos sentimos retratados o identificados?

¿Cuántas excusas ponemos para no involucrarnos en las realidades humanas y trabajar por un mundo mejor, más humano, más habitable, más abierto a Dios?

¿No es cierto que muchos cristianos vivimos en un estado de apatía permanente?

¿A qué se debe nuestra falta de inquietud y el miedo al compromiso?

¿Qué ofrecemos a Dios a cambio de la vida?

¿Nos presentaremos ante Dios con las manos llenas o con las manos vacías?

No sirve lamentarnos y echar la culpa a la sociedad de la falta de valores, del olvido de Dios, de las estructuras de pecado o del materialismo consumista con el que matamos el tiempo y ocupamos el corazón, porque carecemos de ideales serios que nos motiven para escapar del laberinto en que nos metemos. Este es un recurso fácil y demasiado visto que camufla carencias espirituales.

El papa Francisco llama la atención sobre lo que él llama “pesimismo estéril” (EG 84-86) aplicado a la actividad pastoral y extensible a nuestras vidas personales, laborales, familiares, a la rutina de la pasividad o a la impaciencia por las resoluciones inmediatas.

Recordamos, una vez más, las palabras del Deuteronomio 30, 19: “Pongo ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios”.

¿Somos libres para gestionar nuestros actos de una forma creativa, laboriosa y eficaz como los dos primeros criados?

¿O acaso nos escondernos, con el fin de evadir compromisos que modifiquen nuestra vida anodina?


“El error más grande lo cometes cuando, por temor a equivocarte, te equivocas dejando de arriesgar en el viaje hacia tus objetivos. 

No se equivoca el río cuando, al encontrar una montaña en su camino, retrocede para seguir avanzando hacia el mar; se equivoca el agua que, por temor a equivocarse, se estanca y se pudre en la laguna.

No se equivoca la semilla cuando muere en el surco para hacerse planta; se equivoca la que, por no morir bajo la tierra, renuncia a la vida.

No se equivoca el hombre que ensaya distintos caminos para alcanzar sus metas, se equivoca aquel que, por temor a equivocarse, no acciona.

No se equivoca el pájaro que, ensayando el primer vuelo, cae al suelo, se equivoca aquel que, por temor a caerse, renuncia a volar permaneciendo en el nido.

Pienso que se equivocan aquellos que no aceptan que ser hombre es buscarse a sí mismo cada día, sin encontrarse nunca plenamente.

Creo que al final del camino no te premiarán por lo que encuentres, sino por aquello que hayas buscado honestamente”


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