domingo, 12 de noviembre de 2017

Homilía



En todas las épocas de la vida cristiana han crecido como hongos los agoreros de catástrofes y los precursores del miedo, aprovechándose de la curiosidad morbosa de la gente.

Y han ido teniendo éxito, a juzgar por el número creciente de los inquietos.

Los atentados del 11 de Septiembre de 2.001 sobre las Torres Gemelas de Nueva York han despertado la preocupación sobre el fin del mundo, de tal forma que el libro de ciencia- ficción más vendido allí ha rebasado en pocos meses los 32 millones de ejemplares y ha sido traducido a treinta idiomas.

Ya en el año 410, parte de las masas estaban convencidas que con el saqueo de Roma llegaba el fin del mundo.

Algo similar sucedió con la peste negra que se llevó en el siglo XIV a la tercera parte de la población europea o con el estallido en 1.945 de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.

Desde entonces ha aumentado el poder de destrucción del hombre sobre nuestro planeta: cambios de clima, calentamiento de la Tierra, actividad terrorista, nacionalismos agresivos y excluyentes, explotación despiadada de las riquezas de la Tierra, destrucción de grandes superficies verdes en la Amazonia, desaparición de especies animales y vegetales...

Si nos fijamos en los presagios negativos, siempre encontraremos justificaciones para el pesimismo y el determinismo de la historia.

Como todo está prefijado de antemano por el Creador, aguardemos atemorizados su venida gloriosa y el juicio final.

Algunas sectas, aprovechándose de los temores que subyacen en el corazón de muchos creyentes, intentan ganar adeptos a su causa.

El mismo San Pablo sale al paso en su carta a los Tesalonicenses, primer escrito del Nuevo Testamento, de todos aquellos que aguardan cruzados de brazos la segunda venida inminente de Jesucristo, para que se mantengan en vela y en la fidelidad al trabajo.


El Evangelio nos habla de esa larga espera de la comitiva que en la boda judía acompañaba a los novios hasta el lugar del banquete.

Es ésta una espera gozosa que se traduce en esperanza de futuro, ante la celebración de un banquete sin fin donde los invitados disfrutarán de manjares suculentos, avalados por la presencia del Novio, que no es otro que el mismo Jesús.

No es igual la espera que la esperanza.

De niños esperamos ser mayores, esperamos un trabajo, una familia, casarnos y tener hijos, jubilarnos en paz...

Esperamos también que nos toque la lotería, acertar una quiniela de quince, que gane nuestro equipo favorito.

Algo muy humano; pero, la esperanza es otra cosa.

Las esperas se asientan en lo material, lo efímero; la esperanza se cimienta en Dios, que es quien puede llenar las aspiraciones más profundas de la persona.

¿Tenemos hoy motivos para la esperanza?

Los conflictos que afectaron a buena parte del siglo veinte con el enfrentamiento de dos grandes ideologías: comunismo y capitalismo, se rompió en su momento con el derrumbe del muro de Berlín y la caída del comunismo.

Queda un capitalismo salvaje, generador de desigualdades sociales y carentes de un sistema auténtico de valores.

Nos aguardan luchas entre civilizaciones, como pronostica Gilles Kepel en su libro “La revancha de Dios”, donde la cultura y la religión van a pesar mucho más que las ideologías y la economía.

En esta “revancha” de Dios, según los expertos, van a tener un protagonismo especial los movimientos religiosos fundamentalistas.


Vivimos una época similar a la de los contemporáneos de San Mateo. Entonces fue destruido el Templo de Jerusalén y cayeron la teología y la religión asociadas a este lugar sagrado, provocando un cataclismo de considerable magnitud.

Ahora el choque de civilizaciones abre la marcha del nuevo milenio.

¿Estamos preparados para afrontar sus consecuencias?

¿Cómo responderemos los cristianos?



Nos uniremos a los fundamentalistas y a su irracional aproximación al hecho religioso o vamos a buscar las verdaderas raíces de nuestra fe teniendo presentes las palabras de Karl Rahner de que el siglo XXI o será místico o no será religioso.

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