viernes, 6 de octubre de 2017

San Bruno


Bruno de Hartenfaust, el «Maestro Bruno», como le llaman los antiguos documentos, había nacido en Colonia. Joven aún, deja su patria atraído por la curiosidad de la ciencia y la fama de las escuelas francesas. De ciudad en ciudad, llega a la de Tours, donde entonces enseñaba Berengario, el heresiarca, famoso algo más tarde por sus polémicas sobre la Eucaristía. También Bruno se dejó cautivar algún tiempo por su continente majestuoso, por su gesto teatral, por su afectada brillantez y por las modulaciones presuntuosas de su palabra. Aún en la flor de la vida, abre también él una cátedra en Reims, donde medio siglo antes había resonado la maravillosa elocuencia de Gelberto. Pronto adquiere fama de profesor erudito y brillante. Se alaba, sobre todo, la seguridad de su doctrina. La fortuna le sonríe, la iglesia de Reims le nombra su preboste, las juventudes le rodean admirándole y aplaudiéndole, como poco antes al monje de Aurillac, como algo más tarde a Pedro Abelardo. Entre sus discípulos están un futuro santo y un futuro Papa: San Hugo, obispo de Grenoble, y Urbano II.

Pero Maestro Bruno es un hombre austero y grave. No sonríe ante los aplausos, ni parece tener en gran estima su renombre de sabio. En su ademán y en su palabra hay un dejo de desengaño, que no puede encubrir con el brillo de todos sus éxitos. La corrupción de la época le entristece, la simonía le asquea, la herejía le irrita. La Iglesia arde con el incendio suscitado por su antiguo maestro. Se conservan versos de su juventud, impregnados de aquella preocupación superior que acabará por alejarle del mundo. Entre otras cosas, decía: «Feliz el hombre que tiene su mente fija en el Cielo y evita el mal con vigilancia continua; feliz también aquel que, habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero, ¡ay!, viven los hombres como si la muerte no existiese y como si el infierno fuese una pura fábula.» Los críticos no dan mucha fe a la leyenda, inmortalizada por el pincel de Lesueur, de aquel doctor que en el momento de cantarse, con motivo de sus funerales, las palabras de Job: Responde mihi, quantas habeo iniquitates, se había levantado del féretro, declarando haber sido condenado en el juicio divino. De todas suertes, el relato refleja crudamente las preocupaciones de Bruno en aquellos días de sus triunfos escolares. «Vivamos de tal modo—decía—que no tengamos que temer las lagunas del infierno.» Estas eran las ideas que solía revolver en sus meditaciones y discutir en las charlas con sus amigos. Más tarde, ya en el puerto de la soledad, escribía a uno de ellos: «¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos un día con Fulcio en el jardín contiguo a la casa que él habitaba? Hablábamos, si mal no recuerdo, de las seducciones del mundo, de sus bienes perecederos y de los goces de la vida eterna; impulsados por el divino Amor, prometimos abandonar este mundo de sombras fugaces y consagrarnos únicamente a las cosas que duran.»

Tenía Bruno cuarenta años cuando acabó de resolver la crisis de su vocación. Sin embargo, le vemos vacilar algún tiempo sobre el camino que debía tomar. Primero se refugia en Molesmes, tomando el hábito benedictino bajo la dirección de San Roberto, el futuro fundador de los cistercienses. Aquella soledad no le parece aún bastante profunda; dirígese a Grenoble, acompañado de seis discípulos españoles y aquitanos, y con ayuda de San Hugo, obispo de la diócesis, fija su residencia en un lugar que llaman la Cartuja. Es un desierto bravío y casi inaccesible. Para entrar en él había que descolgarse por unas rocas escarpadas, cuyas cimas se tocaban en la altura. En el interior, las montañas formaban un estrecho valle, casi una prisión, donde resonaba el fragor de las aguas, que se despeñaban de precipicio en precipicio. Allí se alzó el primer monasterio de la Orden de San Bruno, el que debía dar nombre a todos los demás. El aislamiento y la aridez del sitio favorecían el ideal contemplativo que guiaba al jefe de aquellos fugitivos. Si los otros fundadores o reformadores habían adoptado una aptitud más o menos militante, haciendo salir a sus religiosos de las celdas para emplearlos en la predicación, en la polémica y hasta en las negociaciones diplomáticas con los potentados, él se desentendía de la vida activa para consagrarse, en cuanto lo permite la naturaleza humana, a la pura contemplación. Su anhelo era aproximarse a la existencia de los eremitas, primera forma de la vida religiosa en Oriente. Mas para evitar los inconvenientes que no permitieron a la obra de San Antonio permanecer largo tiempo en su primera forma, quiso moderar la vida solitaria de la celda mediante cierta participación en la vida de comunidad; de suerte que, como dirá más tarde el piadoso Lanspergio, el cartujo reúne la vida cenobítica y la eremítica, despojando una y otra de cuanto pudiera tener de peligroso.

Así, engendrada por el doble pensamiento de la muerte y del infierno, nació una de las Órdenes más austeras de la Iglesia, la única que ha conservado a través de los siglos todo el fervor primitivo, sin eclipse ni desfallecimiento. Los discípulos de San Bruno fueron la admiración de sus contemporáneos. Uno de ellos, Pedro el Venerable, describía con entusiasmo sus austeridades: ásperos cilicios, largas vigilias, ayunos continuos, silencio perpetuo con los hombres y conversación incesante con Dios. Nunca comen carne, su pan es un pan negro de cebada; admiten peces, si se los ofrecen, pero no los compran jamás. El queso y los huevos, únicamente los jueves y domingos llegan a su mesa. Los martes y los sábados se alimentan de legumbres cocidas; los lunes, miércoles y viernes ayunan a pan y agua. No tienen más que una comida diaria. En la puerta de su celda mueren los rumores del mundo externo. Rezan, transcriben códices o trabajan el jardincito circundante. San Bruno ha querido que sus hijos tengan cada uno un huerto, tal vez en memoria de aquel huerto donde un riego abundante de gracia le impulsó a tomar la resolución definitiva. Sólo se reúnen en la iglesia para rezar maitines a medianoche, y, durante el día, para misa y vísperas. Fuera de esto, viven solos, «levantando a Dios sus oraciones, con los ojos fijos en la tierra y los corazones clavados en el Cielo; con el hombre así interior como exterior, en el hábito, en la voz, en el semblante, sublimado por encima de las cosas visibles.» Tal es la forma de vida que Bruno dio a sus discípulos. No tuvo necesidad de escribir regla alguna, porque todos la veían viva en el maestro; pero uno de sus sucesores recogió por escrito las costumbres primitivas, formando así unas constituciones que, en su conjunto, no se pueden relacionar ni con la regla de San Basilio, ni con la de San Agustín, ni con la de San Benito, aunque sea cierto que el fundador se aprovechó de todas ellas.

Entre aquellas rocas, coronadas de sabinas raquíticas, Bruno había encontrado el paraíso que soñara confusamente en las aulas. El profesor elocuente se había convertido en maestro silencioso. Fue el legislador y el más ilustre de los cartujos. Resumiendo el objeto de su nueva existencia, exclamaba: «¡Quiera Dios curar las enfermedades de mi alma y saciar esta sed devoradora de los bienes del Cielo!» La soledad era su delicia, y al hacer su elogio volvía a acordarse de su antigua elocuencia. Escribiendo a un amigo, le decía: «Sólo los que lo han experimentado pueden comprender las íntimas alegrías que hay en el silencio del desierto. Allí es donde uno puede penetrar a su sabor en el interior del alma; allí es donde es posible vivir con libertad enfrente de sí mismo, desarrollar en el corazón los gérmenes más sutiles de la virtud, recoger los frutos que aseguran los goces del paraíso. Allí es también donde se obtiene aquella mirada pura y casta que permite contemplar al esposo divino, cuyo amor sólo a los corazones puros se revela, y levantarse hasta la adorable Trinidad. Allí igualmente se gusta ese reposo tan activo y esa acción tan reposada de la contemplación. Es la vida representada por la Sulamitis, la más bella de todas las hijas de Israel; es la parte que escogió la Magdalena, y que nadie le puede arrebatar.»

Bruno, sin embargo, estuvo a punto de perder aquella felicidad. Un día llegó hasta él un correo del Papa Urbano II. Era seis años después de haberse escondido en la cárcel de aquellos montes, a fines de 1089. Su antiguo discípulo le mandaba ir a Roma. Fue, efectivamente, y tuvo que presenciar las intrigas, las ambiciones y las codicias de aquella corte, que Pedro Damiano acababa de anatematizar con toda la violencia de su genio intemperante. Designáronle para ocupar el arzobispado de Reggio. Era ya demasiado: Bruno cayó suplicante a los pies del Papa, descubriendo todo el horror que le causaba el monstruo engañador de los hombres. Hubo que dejarle ir; mas para que no le buscasen en su antiguo refugio, buscó otro en un valle de la Calabria, que fue el asiento de la segunda Cartuja. Allí pasó los últimos años de su vida orando, haciendo penitencia e hilvanando sus comentarios de los salmos y de las epístolas de San Pablo. El recuerdo de sus discípulos de Francia venía a turbar algunas veces la serenidad de su alma. Escribíales para animarles en la vía emprendida, y, una vez, recordando acaso su dolorosa aventura cortesana, les decía: «¡Oh hermanos míos muy amados!, regocijaos de haber entrado en el solitario retiro de un puerto tranquilo y seguro. Muchas almas ambicionan esta felicidad y se esfuerzan por conseguirla, pero no pueden; otras la pierden después de haberla conseguido. Es que no habían sido llamados por la voluntad de Dios. Y no dudéis, hermanos míos, de que quien llegue a perder este tesoro después de haber gozado de él, deplorará esa pérdida hasta la muerte.»

Pero he aquí que este hombre austero, que parece haber pasado por la tierra indiferente a todas sus alegrías, cercano ya a la muerte, nos abre su alma apasionada por las bellezas de la naturaleza. «¿Cómo ponderar—decía, hablando de su nueva residencia—los encantos, de este amable retiro, la blandura del aire que en él se goza, la espaciosa y deliciosa llanura que se extiende en medio de las montañas circundantes? ¿Qué decir de estas verdes campiñas y de estos prados floridos? ¿Cómo describir la belleza con que se elevan en suaves pendientes, allá en la lejanía, los recodos apacibles que forman los repliegues de los valles, el encanto que esparce el dulce murmullo de las fuentes y el claro correr de los arroyuelos, la abundante vegetación de los jardines y la variedad de los árboles que les dan grata sombra?» Por un momento, el grave asceta, el padre de los monjes más penitentes que tiene la Iglesia, llega a sospechar que la pluma le está haciendo traición. ¿Acaso un fiel servidor puede gozarse en otras alegrías que las que vienen de sus relaciones con Dios? No tarda en reaccionar: «Cuando el espíritu, aplicado tenazmente a los ejercicios religiosos, llega a fatigarse, estas distracciones le recrean y fortifican. El arco siempre tendido se afloja y no sirve para nada.»

Es el proceso, siempre humano, de la santidad. En el primer momento de su reacción espiritual, Bruno busca el lugar más sombrío de la tierra; cuando ha llegado a las alturas de la visión mística, aspira con fruición el deleite de las bellezas naturales. Un místico alemán ha dicho: «Nadie alcanza un verdadero amor a la Creación sin haber renunciado antes a ella, por el amor de Dios, de tal modo, que las cosas todas hayan estado como muertas para él y para ellas.»

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