lunes, 11 de septiembre de 2017

San Juan Gabriel Perboyre

Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:

«Ante la actual evolución del mundo, va siendo cada vez más nutrido el número de los que o plantean o al menos advierten con una sensibilidad nueva la gran problemática trascendental: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte...? ¿Qué vendrá detrás de esta vida terrestre?» (Vaticano II, Gaudium et spes, 10). La pregunta acerca del objetivo de nuestra vida es una de las más trascendentales, y la respuesta que se le dé condiciona la orientación de todos nuestros actos. Sin embargo, nuestros contemporáneos se hallan a menudo desamparados frente a ese problema. La historia que sigue nos ayudará a entenderlo.

El norte, grado arriba grado abajo

De noche, en medio de una tormenta tropical y a diez mil metros por encima del enfurecido Pacífico, el comandante del Boeing 747 Tahití-Hawai explica la situación a los cuatrocientos pasajeros aterrorizados:

«El aparato está atravesando la cúspide de un ciclón que llega demasiado alto para sobrevolarla... para colmo de la mala suerte, tenemos una avería eléctrica total... la brújula auxiliar está inservible... Sufrimos una importante desviación del rumbo a causa de vientos muy fuertes... y no tenemos ningún punto de referencia exterior: ni estrellas, ni señal alguna... dentro de dos horas, cuando se termine la última gota de combustible, se apagarán los motores».

Una voz sofocada pregunta: «Comandante, ¿qué necesita para sacarnos de esta situación? - ¡El norte! La dirección del norte, grado arriba grado abajo... si no, nos arriesgamos a volar en círculo... solamente una dirección puede llevarnos hasta esa isla, y necesito imperiosamente el norte para calcularla».

1er pasajero: «Comandante. Mi mujer es muy intuitiva, le viene de familia, y siente las cosas; el norte está por ahí...» - 2º pasajero: «¡En absoluto! La radiestesia es una ciencia muy segura y tengo mi péndulo: ¡compruébelo!» - 3er pasajero: «¡De eso nada! En parapsicología practicamos la transmisión del pensamiento; me concentraré en las ondas cerebrales del controlador de radar de Hawai y recibiré la dirección adecuada...» - 4º pasajero: «¡Gran error! Lo que nos salvará será la astrología. El horóscopo de hoy me garantiza que elegiré bien en todas las circunstancias, aprovéchese de ello y vire por ahí...» - 5º pasajero: «¡Permítame! Estoy en mi octava reencarnación. En mi anterior existencia era una paloma mensajera...» - 6º pasajero: «¡Por favor! ¿Con qué derecho afirman ustedes de forma perentoria y exclusiva sus convicciones particulares? Ya que estamos todos implicados en esta controversia pública, propongo, en nombre del respeto, de la tolerancia y de la libertad, que cada uno se exprese democráticamente y que de la mayoría salga un consenso sobre la dirección del norte...». Etc.

Y así hasta llegar al viajero número 360, que tenía una brújula. Era un modelo anticuado que no tenía muy buena apariencia pero que, así y todo, señalaba el norte. ¿Estaban salvados? ¡No tan deprisa! Escuchad la avalancha de protestas y de dudas que caen contra el que llevaba la brújula. ¿Estáis oyendo el alboroto de susceptibilidades y de amores propios ofendidos? En fin, ¿es realmente verosímil que uno solo tenga razón en contra de todos? ¿Quién es él para afirmar que es el único poseedor de la verdad?

La única respuesta

En la sociedad moderna, al igual que en el Boeing de esa historia imaginaria1, muchas personas se encuentran "sin brújula" con respecto a las preguntas trascendentales sobre el hombre, sobre el sentido de la vida y sobre la verdad; al estar desorientadas, buscan en vano respuestas entre las teorías en boga hoy en día: materialismo, reencarnación, sectas, New Age, etc. El Santo Padre reorienta hacia la buena dirección cuando escribe: «Para el hombre que busca la verdad, la justicia, la felicidad, la belleza y la bondad, sin conseguir encontrarlas por sus propias fuerzas, y que no queda satisfecho con las proposiciones que le ofrecen las ideologías del inmanentismo y del materialismo, para el hombre que roza [...] el abismo de la desesperanza y del hastío, o que se estanca en medio de un goce estéril y autodestructivo de los sentidos -para el hombre que lleva impresa en él, en su alma y en su corazón, la imagen de Dios y que siente en él la sed de lo absoluto-, la única respuesta es Cristo. Cristo viene al encuentro del hombre para liberarlo de la esclavitud del pecado y para devolverle su dignidad original» (Juan Pablo II, Abrid las puertas al Redentor, 23 de diciembre de 1982).

Así pues, en la tormenta del mundo moderno disponemos de una brújula que nos indica el norte: Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que continúa su misión en la tierra a través de la Iglesia Católica, que es su "Cuerpo Místico". Pero, para algunos de nuestros contemporáneos, Jesucristo no es Dios, y ni siquiera puede probarse la existencia de Dios. Al contrario, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma, al igual que el Concilio Vaticano I, lo siguiente: «La Santa Iglesia, nuestra Madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (CIC, 36).

De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía (por similitud), a contemplar a su Autor (Sb 13, 5). «Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se funde, interroga a la belleza del cielo... interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión. Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Dios)?» (San Agustín, Sermón 241, 2). «Mientras todas las criaturas han recibido de Dios todo su ser y su poseer, Él sólo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es». Al ser Dios la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin, es necesariamente Único (cf. CIC, 213, 228).

Son muchas las religiones que reclaman para sí a ese Dios único, pero se contradicen en temas importantes (por ejemplo en la divinidad de Jesucristo, o en la primacía del Papa...). Pero Dios no puede contradecirse. Si ha revelado una religión es porque es necesariamente única. En la Encíclica Ecclesiam suam, después de mencionar las religiones monoteístas, el Papa Pablo VI añade: «Resulta evidente que no podemos compartir esas diferentes expresiones religiosas, ni tampoco podemos permanecer indiferentes, como si todas fueran equivalentes, cada una a su modo, y como si dispensaran a sus fieles de buscar si Dios ha revelado la forma exenta de error, perfecta y definitiva, bajo la cual quiere que le conozcan, le amen y le sirvan; por el contrario, por la lealtad debida, debemos manifestar nuestra convicción de que la verdadera religión es única y de que es la religión cristiana, así como alimentar la esperanza de ver cómo es reconocida como tal por todos los que buscan y adoran a Dios» (6 de agosto de 1964). El Concilio Vaticano II declara en el mismo sentido: «Dios mismo ha manifestado al género humano el camino por el cual los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser felices en Cristo. Creemos que esta única verdadera religión se verifica en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió el encargo de hacerla llegar a todos los hombres, cuando dijo a los Apóstoles: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he encargado (Mt 28, 19-20)» (Dignitatis humanæ, 1).

Cuando Dios habla

La Iglesia Católica es la religión revelada por Dios, porque fue fundada por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Los Evangelios, libros incuestionablemente históricos, cuentan la vida de Jesucristo, el único personaje de la historia que se llamó a sí mismo Dios y que probó la verdad de lo que decía mediante milagros que solamente Dios es capaz de hacer (por ejemplo, la resurrección de Lázaro, Jn 11, 1-44). Se trata de un hecho capital, como lo resaltaba Monseñor Vernon Johnson, pastor anglicano convertido en sacerdote católico: «Nos hallamos ante el hecho más abrumador de la historia del género humano: el mismo Dios -es un hecho histórico- vino a la tierra; no se trata de un maestro insigne o de un gran profeta, sino del mismo Dios en la persona de Jesucristo que vivió entre los hombres. ¿Para qué? Para mostrar al hombre el modo de salvarse. Cuando Nuestro Señor Jesucristo habla, es Dios quien habla. De eso se deduce que su enseñanza no puede modificarse, pues la Verdad no puede contradecirse. No permanece como el privilegio de una nación, sino que es la herencia de toda la humanidad por entero. Cuando Dios habla, la humanidad debe escuchar y obedecer» (Un Señor, una Fe, cap. IV). Aquel que rehusara escuchar a Dios y obedecerle, se condenaría a sí mismo por toda la eternidad.

Para seguir con su misión a lo largo de los siglos, Jesucristo quiso instituir una "Iglesia" visible y jerárquica; como declaró a San Pedro: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Esa Iglesia está dotada de numerosos signos que demuestran claramente su origen divino1: «A causa de su admirable propagación, de su eminente santidad, de su inagotable fecundidad en todos los bienes, a causa de su unidad católica y de su invencible solidez, es en sí misma un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina» (Concilio Vaticano I, Dei Filius, cap. 3).

Un testigo apasionado

La misión divina de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra y en todos los tiempos, según la frase de Jesús: Id, pues, y enseñad a todas las naciones. «Nuestra religión debe enseñarse en todas las naciones y propagarse incluso entre los chinos, a fin de que conozcan al verdadero Dios y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con valentía San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes ganar adorando a tu Dios? - La salvación de mi alma, el cielo al que espero subir después de haber muerto».

El 2 de junio de 1996, con motivo de la canonización de San Juan Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo II decía de él: «Tenía una única pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a esa pasión, también él se halló entre los humillados y los condenados; por eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente su gloria en el coro de los santos del cielo».

En 1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa, junto con su hermano mayor Luis, en el seminario menor de Montauban (Francia), dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales de San Vicente de Paúl. Allí siente el deseo de consagrarse a las misiones en países paganos. Después de terminar el noviciado en Montauban, lo mandan a París para realizar estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote. En 1832, su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote lazarista hacia la misión de la China, muere de unas fiebres durante la travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia su deseo de ocupar el sitio que la muerte de su hermano ha dejado vacante.

Pero sus superiores no lo consideran conveniente a causa de su frágil salud, y es nombrado vicedirector del seminario parisino de los Lazaristas. Como activo ayudante de un director de seminario ya mayor, sigue el principio de enseñar más con el ejemplo que con la palabra. Comunica de ese modo a los novicios su amor por Jesús: «Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es el único que da la verdadera luz... Solamente existe una cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues no sólo es la luz, sino el modelo, el ideal... Así que no basta con conocerle, sino que hay que amarle... Solamente podemos conseguir la salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe lo siguiente a uno de sus hermanos: «No olvides que, ante todo, hay que ocuparse de la salvación, siempre y por encima de todo».

Sin embargo, en su corazón guarda el ardiente deseo de partir hacia las misiones; al mostrar a los seminaristas los recuerdos traídos hasta París del martirio de François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito de un mártir... ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte». Y les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud se fortifique y que pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».

Obtiene finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su celo por la salvación de las almas le ayuda a soportar el hambre y la sed para la mayor gloria de Dios. Sea de día o de noche, siempre está dispuesto a acudir donde se solicite su ministerio, de tal forma que las fatigas y las vigilias no cuentan en absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de desesperanza, pero Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el gozo vuelve al alma del apóstol.

Víctima de los sufrimientos

En 1839 se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15 de septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus se hallan en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les avisan de que llega un grupo armado. Los misioneros huyen cada uno por su lado para no caer los dos en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en un espeso bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno lo traiciona por una recompensa de treinta taeles (moneda china). Los soldados le desgarran las vestiduras, lo visten con harapos, lo amordazan y se van a la posada a celebrar su arresto.

Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel responde con firmeza que es europeo y predicador de la religión de Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor a que sucumba lo sientan en una banqueta y le atan fuertemente las piernas. Así pasa la noche el piadoso padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de padecer sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello, en las manos y en los pies, sufre cuatro interrogatorios. Para obligarlo a hablar, lo ponen de rodillas durante muchas horas sobre cadenas de hierro. A continuación, lo cuelgan de los pulgares y le golpean en la cara cuarenta veces con suelas de cuero para obligarle a renegar de su fe. Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre todo sin quejarse.

Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey, donde debe responder en una veintena de interrogatorios. El virrey quiere obligarlo en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo golpean con correas de cuero y con palos de bambú hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran altura con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta el suelo. Pero el alma del piadoso padre permanece unida a Dios. «¿Así que sigues siendo cristiano? - ¡Oh, sí¡ ¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente, el virrey lo condena al estrangulamiento; pero como quiera que la sentencia no puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador, Juan Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.

« ¡Irreconocible! »

Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras los mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la esperanza de que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer su constancia con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es suavizada después del último interrogatorio. Uno de los primeros en poder penetrar en la cárcel es un religioso lazarista chino llamado Yang. ¡Qué desgarrador espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece, derrama abundantes lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al mártir. El padre Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales del mandarín que se hallan constantemente a su lado se lo impiden. Ante la petición de un cristiano que acompaña al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y el misionero puede entonces confesarse.

Los demás prisioneros, encarcelados a causa de delitos comunes, testigos de la piadosa vida del padre Juan Gabriel, no tardan en apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se abren paso en sus endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes, proclaman que tiene derecho a todo tipo de respeto. Él, por su parte, se halla completamente feliz en medio de los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con su divino modelo.

« Es todo lo que deseaba »

Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.

«El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su vida por Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en China hasta requerir la construcción de catorce vicarías apostólicas. Más recientemente, las persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir la fe.

San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que «Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio no siempre conduce al martirio de la sangre, pero supone la aceptación de la cruz de cada día. Empeñémonos en llevarla con amor, con la ayuda de la Santísima Virgen, y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros multitud de almas: «Más allá de la cruz, no hay otra escala por la que podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima). Es la gracia que, en este comienzo de año, pedimos a San José, para Usted y para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

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