La naturaleza fue con él una madrastra: no le dio ni riqueza, ni salud, ni talento, ni oro, ni prestigio, ni nobleza. El nombre de Cupertino es sencillamente el nombre de la pequeña aldea italiana en que nació. No tuvo ni siquiera una cuna en el momento de venir a este mundo. Su madre le dio a luz en una cabaña de pastores, y le crió enclenque, enfermizo, en la mayor miseria. Minado por una úlcera gangrenosa, envuelto desde sus primeros años en la podredumbre, no conoció ni las alegrías de los juegos infantiles ni las dulzuras del cariño maternal. Sus compañeros le despreciaban y todo el mundo se reía de él. Largo tiempo se sostiene entre la vida y la muerte, hasta que un ermitaño le frota con aceite y le sana. Sin embargo, se le sigue mirando como el hombre más desgraciado del mundo, por esa confusión extraña de nuestro lenguaje, pues si en algo sobreabunda aquel niño, era precisamente en la gracia, que iba a sacarle de la oscuridad y del desprecio y a aureolar su frente con las luces inverosímiles de la gloria.
Un día, el niño anuncia que quiere hacerse religioso, y a sus padres se les abre el Cielo pensando que, al fin, iban a quitar aquel trasto de casa. Pero no habían previsto los fracasos y las negativas. En todas partes le rechazan; en todas las porterías le dicen lo mismo: «No vales para fraile.» En la Orden de los franciscanos tiene dos tíos, que pueden favorecerle; pues bien: lo mismo que los demás, los franciscanos le cierran la puerta. Es incapaz de sostener decorosamente un interrogatorio, incapaz de hablar sin decir tonterías, incapaz de coger una cosa en las manos sin tirarla. Entra en un noviciado y vuelve a salir, y todo en su vida son repulsas y decepciones. Ya se acerca a los veinte años, cuando en un convento de capuchinos, juzgando que podrá servir para algo en calidad de Hermano lego, le admiten. No tardaron en arrepentirse de su generosidad. A la incapacidad natural del novicio se juntaba su preocupación sobrenatural para hacerle más inútil. No hubo nadie capaz de comprenderle, nadie que llegase a sospechar que había algo extraordinario en aquel muchacho. Sólo averiguaron una cosa: que era inmensamente idiota, ridículo y distraído. Para aprender a llenar de agua las jarras del refectorio, tardó más de un mes; no llegaba a distinguir el pan blanco del pan negro; y en medio de sus tareas refectoriles, regaba de sopas el suelo, volcaba las jarras y rompía los platos. En castigo, José debía andar con los cascos pendientes de la túnica. Nadie pensó que aquellos destrozos podrían ser efectos del éxtasis, que aquellas distracciones tenían todo el aspecto de abstracciones sobrenaturales, que lo ridículo de aquella vida era sencillamente prodigioso. Y juzgándole tan inútil para la vida espiritual como para la material, le arrojaron de casa. Más tarde confesó el novicio que, al quitarle la túnica, sintió el mismo dolor que si le arrancasen la piel. Salió del convento medio desnudo. Los buenos capuchinos debían de estar de mal año, y, por otra parte, pensarían que hartos desperfectos había hecho el joven en la comunidad, para que encima le diesen un traje nuevo. El hecho es que José se alejó sin sombrero, sin medias y sin zapatos. Tal debía ser su facha, que unos perros salieron de un establo, se le echaron encima y acabaron de destrozar sus harapos; después, unos pastores, tomándole por un ladrón, arremetieron contra él, y para colmo de males, cuando los pastores le dejaron, un caballero cayó sobre él, espada en mano, juzgándole un espía. Después de muchas aventuras, tímido, agotado, famélico, llegó a la casa paterna, pero la acogida de su madre fue aún peor que la de los pastores y los lebreles. «Cuando te han arrojado de una casa santa—le dijo—, algo habrás hecho. Ahora sólo te queda la cárcel, el destierro o morirte de hambre.»
Insultado y rechazado, el joven se echa a peregrinar, y con una paciencia inalterable, investiga la voluntad de Dios con respecto a él. Al mismo tiempo hace nuevas diligencias para entrar religioso, y al fin consigue, sin duda por influencia de sus tíos, que le admitan los franciscanos conventuales de Santa María de la Grotella para cuidar la muía del convento. Más perspicaces que los capuchinos, los franciscanos se percatan de que no todo es necedad en el nuevo postulante. De cuando en cuando por su frente pasan ráfagas de iluminación, que florecen en sentencias admirables. Los superiores le sacan de la cuadra y le ponen libros en las manos. Muy poco es lo que pueden conseguir de él: su ciencia pertenece a otro orden muy distinto, y su verdadero libro es la contemplación. Resulta imposible meter en su mollera el más pequeño de los Evangelios Doninicales, y, sin embargo, a veces dice cosas bellas sobre Dios. Se empeñan en hacerle sacerdote. «Para rezar la misa de cada día—le dicen—, ya sabes bastante.» Era muy poco lo que sabía. De todo el Evangelio no hubiera acertado a explicar más que aquel verso: «Bienaventuradas las entrañas que te llevaron.» Y sucedió que, cuando fue a examinarse para el diaconado, el obispo abrió su breviario y dio precisamente con aquella frase. José apenas pudo contener la risa, pero comentó sabiamente el pasaje evangélico. Unos meses más tarde hubo de sufrir otro examen antes de ordenarse sacerdote. Con él se hallaban en el palacio episcopal otros muchos clérigos; todos iban respondiendo brillantemente, cuando, en el momento de llegarle la vez a José, el obispo se cansó de examinar y los aprobó a todos en masa. Era esto en 1628.
A pesar de todas sus incapacidades, Cupertino fue ordenado sacerdote. Un júbilo interior estremecía todo su ser. ¡Qué honor, qué grandeza, qué felicidad poder tener todos los días en sus manos al Dios de sus amores! Entonces fue cuando quedó envuelto en una miseria mucho más terrible que cuantas había sufrido en toda su juventud azarosa. A los íntimos consuelos que desde niño le sostenían, sucedió una acidez sombría; a la santa despreocupación de otros tiempos, las más violentas tentaciones. «Me quejaba mucho a Dios de Dios—decía más tarde—; yo lo había dejado todo por Él, y Él, en vez de consolarme, me abandonaba a una angustia mortal. Un día, mientras yo gemía sumergido en mi dolor (sólo de pensarlo me siento morir), un religioso llamó a la puerta de mi celda. No contesté; pero él entró y me dijo: «Fray José, ¿qué os pasa? Aquí estoy para serviros.
Tomad esta túnica, pues he pensado que no teníais.» Y, efctivamente, mi túnica se me caía a pedazos. Inmediatamente me puse la que me tendía el desconocido, y en el mismo instante desapareció toda mi desesperación. Nunca he logrado saber quién fue el que me trajo aquella túnica milagrosa.»
Todo en la vida de San José de Cupertino tiene este carácter mágico y novelesco. Y, sin embargo, es difícil encontrar en la Historia hechos mejor averiguados. Lo prodigioso empezó a revelarle de tal modo, que sus compatriotas tenían los ojos fijos en él. Las muchedumbres le seguían; los conventos donde él miraba se llenaban de turbas y bullicios mundanos; de todas partes acudían a ver el prodigio del siglo; y la Inquisición, siempre desconfiada, llevaba al humilde franciscano de convento en convento, le secuestraba del trato con las gentes, le vigilaba, le encarcelaba, y él se dejaba llevar tranquilamente, pronunciando siempre las mismas palabras: «Bien, muy bien; en todas partes está Dios.» Y dondequiera que llegaba, le seguían las multitudes, le espiaban y hasta levantaban la techumbre de su celda para sorprender los efectos maravillosos de su contemplación. Todo eran interrogatorios, pruebas y sutilezas; pero el pobre fraile sin instrucción, sin habilidad, sin inteligencia, respondía siempre con el aplomo de un catedrático. La Virgen de la Grotella le ayudaba, y en su agradecimiento, fray José se pasaba delante de su estatua las horas muertas mirándola sin pestañear.
Él sabía muy bien que era el mismo de siempre; por eso no se llamaba fray José, sino fray Asno. Recordaba, sin duda, aquellas palabras que San Alfonso Rodríguez decía a San Pedro Claver: «En todas estas dificultades, ¿por qué no haré yo como un asno? Si hablan mal de él, se calla; si le hieren, se calla; si le olvidan, se calla; si le niegan el pienso, se calla; si le hacen andar, se calla; si le desprecian, se calla; si le cargan más de lo que puede llevar, se calla; en una palabra: por mucho que se diga de él o se haga con él, jamás se queja.» Por su simplicidad, por su paciencia, por la rudeza de su figura, por su carácter bonachón, por su ignorancia, por su asiduidad a las faenas más groseras, por su prontitud en llevar la cargas más pesadas sin discutir, sin regañar, andando lentamente y con la cabeza inclinada, fray José tenía, ciertamente, alguna semejanza con ese humilde animal; y hasta le recordaba en la terquedad de su temperamento, vencida sólo por la obediencia o transfigurada por el don de Dios. Pero este asno volaba, tenía la graciosa ingravidez de las palomas. Una gran parte de su vida se la pasó en el aire, suspendido entre el Cielo y la tierra. La contemplación era en él tan esencial, que ni en medio de las más ludas tareas le abandonaba. Ya de niño, cuando no había oído hablar nunca de éxtasis, quedábase arrobado e inmóvil, con esa actitud sencilla y admirable a la vez, que le valió el apodo de «Boca abierta» y el calificativo de bobo. La gracia había llegado a armonizar en él todos los rasgos de su vulgaridad con los vuelos más audaces del espíritu; había uncido al asno con el querubín. Un día, paseando en el huerto, díjole un compañero: «Fray José, ¡qué hermoso hizo Dios el Cielo!» Al oír estas palabras, fray José lanzó un grito, atravesó los aires y fue a posarse de rodillas en la copa de un olivo. La rama, según el informe de los testigos, se balanceaba como bajo el peso de un pajarillo. Le bastaba oír pronunciar los nombres de Jesús o de María para abandonar la tierra. Sus éxtasis solían iniciarse con un grito, pero un grito que no daba miedo, observa el biógrafo, porque el Espíritu Santo comunica una gran serenidad a las apariencias más terribles; mientras que el maligno espíritu se conoce por una cierta agitación en medio de las apariencias más tranquilizadoras.
Los santos sencillos, a quienes los sabios suelen mirar con aire de desdén, tienen de ordinario cierta predilección por los animales. En fray José, que se honraba con el nombre de un animal, esa predilección era una verdadera familiaridad; y en favor de esos sus amigos hizo algunos de sus prodigios más notables. Llamado por él un rebaño de carneros, se precipitó alborozado en la iglesia para acompañarle en la oración. En cierta ocasión, una tempestad de granizo mató a casi todas las ovejas de la aldea en que estaba su convento. Los campesinos fueron a contarle su desgracia, y él fue tocando uno por uno los cadáveres, diciendo: «En nombre de Dios, levántate.» Y todas revivieron. Pero una de ellas cayó otra vez en tierra. Entonces fray José, con voz casi irritada, gritó: «Levántate y permanece viva.» Y así fue. Bella es también la historia de aquel pájaro que el santo prometió a unas religiosas para que las enseñase a cantar. Cada día, a la hora de los oficios, aparecía en la ventana del coro, acompañando con sus trinos el canto de las monjas. De pronto, dejó de cantar, y las monjas se quejaron de ello a José. «El pájaro tiene razón—contestó éste—; ¿por qué le insultasteis?» Las monjas empezaron a sincerarse, pero se averiguó que una de ellas había hecho por espantar al animal. No obstante, José aseguró que el pájaro volvería, y volvió. Seguramente había olvidado o perdonado la ofensa. Y ya no se colocó en la ventana, sino entre el coro mismo de las monjas. Pero una de ellas le ató a las patas un cascabel, y en castigo; el ave desapareció de nuevo. «Yo os había dado un músico—dijo el santo a las religiosas—, y vosotras habéis hecho mal en querer hacer de él un campanero. Ahora se ha ido a velar sobre el sepulcro de Jesucristo; pero no temáis, volverá.» Y volvió y siguió cantando año tras año, hasta que desapareció definitivamente. Fue cuando murió el taumaturgo. José y su pájaro volaron juntos al Cielo; si es que el ave misteriosa no era su mismo corazón.
Un día, el niño anuncia que quiere hacerse religioso, y a sus padres se les abre el Cielo pensando que, al fin, iban a quitar aquel trasto de casa. Pero no habían previsto los fracasos y las negativas. En todas partes le rechazan; en todas las porterías le dicen lo mismo: «No vales para fraile.» En la Orden de los franciscanos tiene dos tíos, que pueden favorecerle; pues bien: lo mismo que los demás, los franciscanos le cierran la puerta. Es incapaz de sostener decorosamente un interrogatorio, incapaz de hablar sin decir tonterías, incapaz de coger una cosa en las manos sin tirarla. Entra en un noviciado y vuelve a salir, y todo en su vida son repulsas y decepciones. Ya se acerca a los veinte años, cuando en un convento de capuchinos, juzgando que podrá servir para algo en calidad de Hermano lego, le admiten. No tardaron en arrepentirse de su generosidad. A la incapacidad natural del novicio se juntaba su preocupación sobrenatural para hacerle más inútil. No hubo nadie capaz de comprenderle, nadie que llegase a sospechar que había algo extraordinario en aquel muchacho. Sólo averiguaron una cosa: que era inmensamente idiota, ridículo y distraído. Para aprender a llenar de agua las jarras del refectorio, tardó más de un mes; no llegaba a distinguir el pan blanco del pan negro; y en medio de sus tareas refectoriles, regaba de sopas el suelo, volcaba las jarras y rompía los platos. En castigo, José debía andar con los cascos pendientes de la túnica. Nadie pensó que aquellos destrozos podrían ser efectos del éxtasis, que aquellas distracciones tenían todo el aspecto de abstracciones sobrenaturales, que lo ridículo de aquella vida era sencillamente prodigioso. Y juzgándole tan inútil para la vida espiritual como para la material, le arrojaron de casa. Más tarde confesó el novicio que, al quitarle la túnica, sintió el mismo dolor que si le arrancasen la piel. Salió del convento medio desnudo. Los buenos capuchinos debían de estar de mal año, y, por otra parte, pensarían que hartos desperfectos había hecho el joven en la comunidad, para que encima le diesen un traje nuevo. El hecho es que José se alejó sin sombrero, sin medias y sin zapatos. Tal debía ser su facha, que unos perros salieron de un establo, se le echaron encima y acabaron de destrozar sus harapos; después, unos pastores, tomándole por un ladrón, arremetieron contra él, y para colmo de males, cuando los pastores le dejaron, un caballero cayó sobre él, espada en mano, juzgándole un espía. Después de muchas aventuras, tímido, agotado, famélico, llegó a la casa paterna, pero la acogida de su madre fue aún peor que la de los pastores y los lebreles. «Cuando te han arrojado de una casa santa—le dijo—, algo habrás hecho. Ahora sólo te queda la cárcel, el destierro o morirte de hambre.»
Insultado y rechazado, el joven se echa a peregrinar, y con una paciencia inalterable, investiga la voluntad de Dios con respecto a él. Al mismo tiempo hace nuevas diligencias para entrar religioso, y al fin consigue, sin duda por influencia de sus tíos, que le admitan los franciscanos conventuales de Santa María de la Grotella para cuidar la muía del convento. Más perspicaces que los capuchinos, los franciscanos se percatan de que no todo es necedad en el nuevo postulante. De cuando en cuando por su frente pasan ráfagas de iluminación, que florecen en sentencias admirables. Los superiores le sacan de la cuadra y le ponen libros en las manos. Muy poco es lo que pueden conseguir de él: su ciencia pertenece a otro orden muy distinto, y su verdadero libro es la contemplación. Resulta imposible meter en su mollera el más pequeño de los Evangelios Doninicales, y, sin embargo, a veces dice cosas bellas sobre Dios. Se empeñan en hacerle sacerdote. «Para rezar la misa de cada día—le dicen—, ya sabes bastante.» Era muy poco lo que sabía. De todo el Evangelio no hubiera acertado a explicar más que aquel verso: «Bienaventuradas las entrañas que te llevaron.» Y sucedió que, cuando fue a examinarse para el diaconado, el obispo abrió su breviario y dio precisamente con aquella frase. José apenas pudo contener la risa, pero comentó sabiamente el pasaje evangélico. Unos meses más tarde hubo de sufrir otro examen antes de ordenarse sacerdote. Con él se hallaban en el palacio episcopal otros muchos clérigos; todos iban respondiendo brillantemente, cuando, en el momento de llegarle la vez a José, el obispo se cansó de examinar y los aprobó a todos en masa. Era esto en 1628.
A pesar de todas sus incapacidades, Cupertino fue ordenado sacerdote. Un júbilo interior estremecía todo su ser. ¡Qué honor, qué grandeza, qué felicidad poder tener todos los días en sus manos al Dios de sus amores! Entonces fue cuando quedó envuelto en una miseria mucho más terrible que cuantas había sufrido en toda su juventud azarosa. A los íntimos consuelos que desde niño le sostenían, sucedió una acidez sombría; a la santa despreocupación de otros tiempos, las más violentas tentaciones. «Me quejaba mucho a Dios de Dios—decía más tarde—; yo lo había dejado todo por Él, y Él, en vez de consolarme, me abandonaba a una angustia mortal. Un día, mientras yo gemía sumergido en mi dolor (sólo de pensarlo me siento morir), un religioso llamó a la puerta de mi celda. No contesté; pero él entró y me dijo: «Fray José, ¿qué os pasa? Aquí estoy para serviros.
Tomad esta túnica, pues he pensado que no teníais.» Y, efctivamente, mi túnica se me caía a pedazos. Inmediatamente me puse la que me tendía el desconocido, y en el mismo instante desapareció toda mi desesperación. Nunca he logrado saber quién fue el que me trajo aquella túnica milagrosa.»
Todo en la vida de San José de Cupertino tiene este carácter mágico y novelesco. Y, sin embargo, es difícil encontrar en la Historia hechos mejor averiguados. Lo prodigioso empezó a revelarle de tal modo, que sus compatriotas tenían los ojos fijos en él. Las muchedumbres le seguían; los conventos donde él miraba se llenaban de turbas y bullicios mundanos; de todas partes acudían a ver el prodigio del siglo; y la Inquisición, siempre desconfiada, llevaba al humilde franciscano de convento en convento, le secuestraba del trato con las gentes, le vigilaba, le encarcelaba, y él se dejaba llevar tranquilamente, pronunciando siempre las mismas palabras: «Bien, muy bien; en todas partes está Dios.» Y dondequiera que llegaba, le seguían las multitudes, le espiaban y hasta levantaban la techumbre de su celda para sorprender los efectos maravillosos de su contemplación. Todo eran interrogatorios, pruebas y sutilezas; pero el pobre fraile sin instrucción, sin habilidad, sin inteligencia, respondía siempre con el aplomo de un catedrático. La Virgen de la Grotella le ayudaba, y en su agradecimiento, fray José se pasaba delante de su estatua las horas muertas mirándola sin pestañear.
Él sabía muy bien que era el mismo de siempre; por eso no se llamaba fray José, sino fray Asno. Recordaba, sin duda, aquellas palabras que San Alfonso Rodríguez decía a San Pedro Claver: «En todas estas dificultades, ¿por qué no haré yo como un asno? Si hablan mal de él, se calla; si le hieren, se calla; si le olvidan, se calla; si le niegan el pienso, se calla; si le hacen andar, se calla; si le desprecian, se calla; si le cargan más de lo que puede llevar, se calla; en una palabra: por mucho que se diga de él o se haga con él, jamás se queja.» Por su simplicidad, por su paciencia, por la rudeza de su figura, por su carácter bonachón, por su ignorancia, por su asiduidad a las faenas más groseras, por su prontitud en llevar la cargas más pesadas sin discutir, sin regañar, andando lentamente y con la cabeza inclinada, fray José tenía, ciertamente, alguna semejanza con ese humilde animal; y hasta le recordaba en la terquedad de su temperamento, vencida sólo por la obediencia o transfigurada por el don de Dios. Pero este asno volaba, tenía la graciosa ingravidez de las palomas. Una gran parte de su vida se la pasó en el aire, suspendido entre el Cielo y la tierra. La contemplación era en él tan esencial, que ni en medio de las más ludas tareas le abandonaba. Ya de niño, cuando no había oído hablar nunca de éxtasis, quedábase arrobado e inmóvil, con esa actitud sencilla y admirable a la vez, que le valió el apodo de «Boca abierta» y el calificativo de bobo. La gracia había llegado a armonizar en él todos los rasgos de su vulgaridad con los vuelos más audaces del espíritu; había uncido al asno con el querubín. Un día, paseando en el huerto, díjole un compañero: «Fray José, ¡qué hermoso hizo Dios el Cielo!» Al oír estas palabras, fray José lanzó un grito, atravesó los aires y fue a posarse de rodillas en la copa de un olivo. La rama, según el informe de los testigos, se balanceaba como bajo el peso de un pajarillo. Le bastaba oír pronunciar los nombres de Jesús o de María para abandonar la tierra. Sus éxtasis solían iniciarse con un grito, pero un grito que no daba miedo, observa el biógrafo, porque el Espíritu Santo comunica una gran serenidad a las apariencias más terribles; mientras que el maligno espíritu se conoce por una cierta agitación en medio de las apariencias más tranquilizadoras.
Los santos sencillos, a quienes los sabios suelen mirar con aire de desdén, tienen de ordinario cierta predilección por los animales. En fray José, que se honraba con el nombre de un animal, esa predilección era una verdadera familiaridad; y en favor de esos sus amigos hizo algunos de sus prodigios más notables. Llamado por él un rebaño de carneros, se precipitó alborozado en la iglesia para acompañarle en la oración. En cierta ocasión, una tempestad de granizo mató a casi todas las ovejas de la aldea en que estaba su convento. Los campesinos fueron a contarle su desgracia, y él fue tocando uno por uno los cadáveres, diciendo: «En nombre de Dios, levántate.» Y todas revivieron. Pero una de ellas cayó otra vez en tierra. Entonces fray José, con voz casi irritada, gritó: «Levántate y permanece viva.» Y así fue. Bella es también la historia de aquel pájaro que el santo prometió a unas religiosas para que las enseñase a cantar. Cada día, a la hora de los oficios, aparecía en la ventana del coro, acompañando con sus trinos el canto de las monjas. De pronto, dejó de cantar, y las monjas se quejaron de ello a José. «El pájaro tiene razón—contestó éste—; ¿por qué le insultasteis?» Las monjas empezaron a sincerarse, pero se averiguó que una de ellas había hecho por espantar al animal. No obstante, José aseguró que el pájaro volvería, y volvió. Seguramente había olvidado o perdonado la ofensa. Y ya no se colocó en la ventana, sino entre el coro mismo de las monjas. Pero una de ellas le ató a las patas un cascabel, y en castigo; el ave desapareció de nuevo. «Yo os había dado un músico—dijo el santo a las religiosas—, y vosotras habéis hecho mal en querer hacer de él un campanero. Ahora se ha ido a velar sobre el sepulcro de Jesucristo; pero no temáis, volverá.» Y volvió y siguió cantando año tras año, hasta que desapareció definitivamente. Fue cuando murió el taumaturgo. José y su pájaro volaron juntos al Cielo; si es que el ave misteriosa no era su mismo corazón.
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