sábado, 30 de septiembre de 2017

San Jerónimo

El hombre más apasionado de los libros, fue en su infancia un estudiante mediano, que buscaba cualquier pretexto para huir de la compañía del pedagogo y esconderse en el regazo de su abuela. Más de una vez, cuando tenía que estudiar la lección, tiraba los libros y se pasaba el rato jugando al escondite en los zaquizamíes de los esclavos. Porque en la casa de sus padres había esclavos, riquezas, jardines y numerosas dependencias para la servidumbre y para los ganados. Era la casa de un propietario generoso y opulento de Stridón—Grahovo—, una ciudad de Dalmacia, en la Bosnia actual, que medio siglo más tarde iba a ser destruida por los bárbaros. Además de bienestar, allí había fe, y las verdades religiosas fueron el primer alimento del espíritu del muchacho, aunque, según la costumbre de entonces, no se apresuraron a administrarle el bautismo.

A los quince años, Jerónimo era un adolescente pálido, de pequeña estatura y de salud delicada. El espíritu se desarrollaba en él a costa del cuerpo, y poco a poco la curiosidad de saber empezaba a dominarle. Viéndole extraordinariamente dotado, su padre le envió a Roma, donde se conservaba todavía floreciente la tradición escolar. Allí enseñaban dos profesores famosos: Elio Donato, el conocido comentarista de Virgilio, y el africano Mario Victorino, cuya ruidosa conversión al cristianismo era entonces la comidilla de la sociedad romana. En estos dos maestros halló el joven escolar la doble enseñanza literaria que buscaba: en el uno, el gusto puro de la poesía profana; en el otro, las tradiciones de la elocuencia antigua, unidas al entusiasmo religioso. Largos análisis gramaticales, profundos estudios de los poetas, poco griego, mucho latín, tal fue el cuadro de la formación que recibió Jerónimo en aquellas aulas famosas. Leyó a Virgilio, le comentó y se le aprendió de memoria; analizó uno a uno los discursos de Cicerón, y empezó a reunir una biblioteca, donde figuraban como dioses mayores Plauto, Salustio, Tito Livio y Quintiliano. El dinero que le enviaban de Stridón lo empleaba en libros, y él mismo se pasaba largas horas copiando sus autores favoritos. Más tarde se acordará con deleite de estos años de trabajo ardiente y oscuro, en que puso todo el fuego de su naturaleza apasionada, así como de las declamaciones y alegatos ficticios pronunciados ante el auditorio malévolo y socarrón de sus camaradas. En su edad madura se despertaba todavía tembloroso, creyendo encontrarse en uno de estos ejercicios estudiantiles.

Para perfeccionar el gusto, asistía asiduamente a los discursos de los abogados famosos, se ejercitaba en la dialéctica y leía los filósofos. Sin embargo, la filosofía no debió ejercer sobre él una influencia muy profunda. Le interesaba como erudito más que como pensador. Leyó a Séneca, como había leído a Tito Livio o a Lucano. La especulación no fue nunca su fuerte, y entonces lo que le preocupaba, sobre todo, era la gloria literaria. Hay que reconocer que en este aspecto aquellos años fueron muy fecundos, pues al fin de ellos Jerónimo era ya un escritor en el mejor sentido de la palabra. Ninguno de sus contemporáneos escribirá con tanta corrección como él, ninguno se acercará más al estilo de los clásicos, ninguno se servirá de un latín más rico, más fuerte y más elegante. No siempre será el buen gusto su guía, pero había conseguido, como nadie, el dominio de la palabra. Él lo sabe, y hasta el fin de su vida permanecerá sensible a una crítica o a un elogio que se dirija a su literatura.

Por este tiempo, Jerónimo no pensaba todavía en ser santo. A la vez que los libros, amaba las alegrías de la juventud, las fiestas ruidosas, los amores fáciles y aquellas gratas compañías que más tarde le llenarán de inquietud. Sin embargo, las emociones religiosas de la infancia seguían vivas en su corazón, y con los recuerdos clásicos sabía juntar la admiración hacia los héroes del cristianismo. Gustábale visitar las tumbas de los mártires y rezar ante los nichos de las catacumbas. Esta era su ocupación favorita los domingos: en compañía de algunos amigos, a quienes había conocido en los bancos de la escuela, cruzaba aquellos corredores sombríos, contemplaba aquellas capillas y se esforzaba por descifrar los epitafios de aquellos sepulcros. La muerte de Juliano el Apóstata, por el aspecto de castigo que vieron en ella sus contemporáneos, le impresionó fuertemente, poniéndole en ese estado de ánimo que del hecho más insignificante, de cualquier palabra, por vulgar que sea, toma ocasión para cambiar el curso de la vida. A Jerónimo le conmovió esta frase de un pagano, que había puesto su confianza en el emperador apóstata: «¿Cómo dicen los cristianos que su Dios es paciente y misericordioso? Nada más terrible, nada más rápido que esta venganza.»

A los veinte años, el estudiante dálmata había llegado a la fe integral; y una vez que recibió el bautismo, consideró que debía cambiar completamente de vida. Sin embargo, no renunció a sus clásicos, ni renunciará nunca, ni pierde tampoco su curiosidad de saber. Saber, en su sentir, era ver, tanto como leer. No le bastan las bibliotecas, necesita recoger la emoción directa y auténtica de las cosas. Sin abandonar nunca sus libros, empieza a viajar de Roma a Tréveris, buscando tal vez algún empleo en la corte imperial. Allí descubre dos cosas que hasta entonces le habían tenido indiferente: la vida monástica y la literatura cristiana. Empieza a leer los autores eclesiásticos, que hasta entonces le habían repugnado por los defectos de su lenguaje, y empieza copiando las obras de San Hilario. De Tréveris, a Aquilea; donde se une a un cenáculo de ascetas que imitan a los solitarios egipcios y cuentan historias edificantes y discuten acerca de la Sagrada Escritura. Entre ellos estaba Rufino, amigo del alma desde el primer momento, enemigo cordial de la última hora. Aquilea le place más que Stridón, donde no hay más que lujo, barbarie y sensualismo. «Mi patria—dirá más tarde—tiene por Dios al vientre y es la morada de la rusticidad. Allí se vive al día, y el más santo es el más rico. La olla tiene una digna cobertera: el sacerdote Lupicino.» Cosas como éstas debió decirlas Jerónimo en un viaje que hizo a Stridón. El hecho es que sus paisanos le trataron como a un enemigo, y con burlas y palabras soeces le obligaron a dejar la ciudad, alejándose, como él mismo dice, de los silbidos de la víbora de Iberia.

Se embarca sin rumbo fijo, y la nave le lleva a las costas de Grecia; visita los monumentos de Atenas, pasa a Tracia, recorre todo el Asia Menor, se interna en el Ponto, atraviesa los caminos de Galacia y llega a Capadocia y a Cilicia. Viaja como turista y como asceta. Habla con los maestros famosos, se postra ante los santuarios de los mártires, admira las obras de la antigüedad, busca los consejos de los solitarios ilustres y visita los monasterios que se alzan junto al camino. Al empezar el otoño de 374 cae, finalmente, en Antioquía. Es la primera fecha cierta que conocemos de aquella existencia agitada. Sabemos sólo que entonces el infatigable viajero tenía alrededor de treinta años, y con ellos una amplia, profunda y selecta formación científica y espiritual. Es el momento en que empieza a descubrirse a sí mismo, cuando aparecen el monje y el escritor, hasta ahora sólo presentidos. Unos egipcios le cuentan la vida de Pablo de Tebas, el amigo de San Antonio el Grande y su precursor en la vida eremítica. Jerónimo se entusiasma, recoge el relato prodigioso, le poetiza, le dora con las luces de su imaginación y compone un libro delicioso, una especie de novela histórica, que arrancará lágrimas y renunciamientos durante muchos siglos. Había encontrado la vena y no tenía más que explotarla, y lo hará más tarde; y así formará su admirable trilogía hagiográfica de Pablo, Maleo e Hilarión, donde encontramos algunas de sus páginas más bellas. Al mismo tiempo se ensaya en un campo nuevo: el de la Sagrada Escritura. Su cerebro está lleno de interpretaciones alegóricas; lee a Orígenes; se olvida de su temperamento positivo y occidental con el estudio de los Padres orientales. Asiste con interés a las lecciones de Apolinar de Laodicea, el sofista cristiano que había consagrado a aclimatar en su nueva fe los esplendores de la elocuencia antigua y de la antigua poesía; se empapa de lengua griega y de espíritu griego, y, envuelto en este ambiente, publica su comentario místico de Abdías, que luego le inquietará tanto como sus extravíos de Roma.

Lo que le desagradaba en esta primera producción escriturística no era solamente la sutileza pueril de las interpretaciones o la falta de ciencia y serenidad, sino también el convencimiento de que aún no se había ejercitado bastante en la vida evangélica para tratar de las cosas de Dios. «Creía que mis conocimientos profanos me capacitaban para leer un libro cerrado.» Necesitaba la educación austera de la penitencia, y se sometió a ella con la fogosidad propia de su carácter. En el año 375 sale de Antioquía, y quince leguas al sudeste de la ciudad encuentra el desierto de Calcis, cuyos monjes rivalizaban en austeridades con los de la Tebaida. Jerónimo iba en busca de paz, pero llevaba la guerra consigo. Tal vez en aquellas circunstancias le hubiera sido más provechosa cierta gitación exterior. El hecho es que en aquella existencia agotadora de ayunos, vigilias y maceraciones, flotando entre la oración y la imaginación, experimentó más que nunca el tormento terrible de las tentaciones, que él mismo nos ha descrito con una elocuencia apasionada, pero tan casta, que el realismo del cuadro no llega a alterar su inocencia. «¡Cuántas veces, en aquella vasta soledad, que, calcinada por los fuegos del sol, no ofrece a los monjes más que una habitación desolada, creía yo encontrarme todavía en medio de las delicias romanas! Estaba solo, sentado y entregado a mis tristezas. Bajo aquel saco que deformaba mis miembros, era yo entonces un objeto de horror; mi exterior inculto daba a mi carne el aspecto de la raza etiópica. Y a todas horas, lágrimas y sollozos. Cuando, a pesar de mis esfuerzos, el sueño me dominaba, mis huesos mal unidos se rompían sobre la tierra desnuda. Pues bien: yo, por temor al infierno, me había condenado a una prisión semejante; yo, que no tenía por compañeros más que a los escorpiones y a las fieras, me veía con frecuencia entre las danzas de las jóvenes de Roma. El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba de deseos; mi carne era como un presagio de mi muerte, y, sin embargo, el incendio de las pasiones culpables estallaba en ella. En medio de aquel abandono, me arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas, los enjugaba con mis cabellos, y con semanas de ayuno trataba de domar la carne rebelde. No me avergüenzo de mi desgracia; lloro más bien por no ser lo que entonces era. Recuerdo que muchas veces yo continuaba exhalando gritos lastimeros cuando el día sucedía a la noche, y no cesaba de golpearme el pecho hasta que la palabra del Señor restablecía la calma. Mi celda misma me era odiosa, como cómplice de mis pensamientos. Eternamente irritado contra mí mismo, me internaba solo en el desierto. La profundidad de los valles, la aspereza de las montañas, las rocas abruptas, eran los lugares de mi oración y el calabozo de mi carne miserable. Pero el Señor me es testigo; después de haber llorado mucho y contemplado el Cielo, me sucedía a veces que me introducían entre los coros de los ángeles. Loco de alegría, cantaba entonces: «Corramos tras el olor de tus perfumes.»

El estudio era el gran sedante de aquellos combates interiores. Jerónimo formaba ya los planes de sus futuros trabajos bíblicos, y con ese fin se había entregado con paciencia ejemplar al estudio de la lengua hebrea, bajo la dirección de un monje judío que había llegado hasta aquella soledad. «Dejando—dice él mismo—las salidas ingeniosas de Quintiliano, los torrentes de la elocuencia de Cicerón; la dulzura de Plinio y la gravedad de Frontón, me di a estudiar una lengua de sonidos guturales. ¡Cuántas veces, desesperado, interrumpí aquel estudio para emprenderlo de nuevo aguijoneado por un afán incoercible de saber!» De Antioquía, de Italia y de las playas del Adriático le llegaban sin cesar libros, epístolas y saludos, que le obligaban a mantener una asidua correspondencia con sus antiguos amigos. De esta época es la carta famosa en que invita a Heliodoro a hacerle compañía en el desierto, testimonio magnífico de su celo ardiente, de su viva imaginación y de su retórica vibrante y apasionada: «¿Qué haces, soldado degenerado, en la casa paterna?—decía a su amigo—. ¿Dónde está la trinchera, el foso, la noche pasada bajo la tienda? Ya ha sonado el clarín en lo más alto de los Cielos.» Y en su furia religiosa, añade: «Si tu padre, para detenerte, se tiende en el umbral de la puerta, pasa por encima de tu padre.» El desierto, aquel desierto de sus luchas y de sus penitencias, le exalta hasta el lirismo: « ¡Oh soledad—exclama—, soledad embellecida por las flores de Cristo! ¡Oh soledad, que gozas más familiarmente de Dios! ¿Qué haces en el mundo, hermano mío, con un alma superior al mundo? Créeme, aquí veo más claro. ¿Hasta cuándo te detienes a la sombra de los techos, en la prisión ahumada de las ciudades?»

Sin embargo, poco a poco se iba convenciendo de que la soledad no estaba hecha para él. En vano aguardaba la paz con que soñó en otro tiempo. A las molestias de los demonios se juntaban las de los monjes, eternamente envueltos, a pesar de sus penitencias heroicas, en enconadas discusiones dogmáticas. De todos los partidos venían a pedir la aprobación del solitario, y ¡ay de él si se atrevía a negarla! Al fin, Jerónimo, que no pecaba por exceso de paciencia, estalló en una de aquellas sus terribles invectivas, que le obligaron a salir de Calcis. «Tengo vergüenza de decirlo—exclamaba—: desde el fondo de nuestras míseras chozas condenamos a todo el Universo; protegidos por el saco y la ceniza, nos declaramos contra los obispos. ¿Qué significa este regio orgullo bajo el hábito del penitente? Las cadenas, la mugre, los largos cabellos son las señales del remordimiento que gime, no los emblemas de la dominación.»

En 378 le vemos de nuevo en Antioquía. Allí le obligan a aceptar la dignidad sacerdotal, pero con la condición expresa de que no se le obligue a ejercer sus funciones. El estudio sigue siendo su pasión, pero una pasión dirigida por la voluntad; es, ante todo, el estudio de la Escritura y de los escrituristas, aunque no ha abandonado por completo sus aficiones literarias de otros tiempos. Sin poder abandonarlas, se le presentan ahora como un peligro nuevo, como una tentación del espíritu, no menos terrible que la de lo-sentidos. «Hombre miserable y débil—dice, aludiendo a estos años de su vida—, yo ayunaba antes de leer a Cicerón. Después de muchas noches pasadas en vela, después de muchas lágrimas, que me hacía derramar el recuerdo de mis pecados, corría en busca de los diálogos platónicos. Y luego, cuando, al volver en mí, me dirigía a los profetas, sus palabras me parecían groseras y descuidadas. Como estaba ciego, acusaba a la luz.» A esta ansiedad sucedió una fiebre violenta, que dejó al pobre monje postrado en el lecho. «Y entonces—añade—me creía transportado en espíritu ante el tribunal supremo. «¿Quién eres?», me preguntó una voz, y yo respondí: «Soy un cristiano.» «Mientes—me dijo el juez—, no eres un cristiano, eres un ciceroniano; donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Y en el mismo instante se sintió cogido por unas manos terribles y golpeado y azotado y zarandeado. Este sueño, visión, alegoría o delirio—el mismo San Jerónimo le consideró al fin de su vida como una de las muchas cosas que cruzan por nuestra imaginación mientras dormimos—, es el eco de una lucha porfiada contra aquella poesía, contra aquella mitología que en el siglo IV se presentaba aún cargada de peligros y reminiscencias paganas.

A fines del año 378, el eremita fracasado reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo, llega a Constantinopla y se convierte en discípulo del patriarca. Eran dos caracteres hechos para entenderse: sensibles, impresionables, irascibles, accesibles a la ternura, prontos a la ironía y al sarcasmo, apasionados por la amistad y tan aficionados a la retórica y a la literatura, que una bella frase era para ellos el más sabroso de los deleites. Tal vez fue el Nacianceno quien inspiró a Jerónimo la idea de dar a conocer a los occidentales las obras de los Padres griegos. Fue en esta estancia constantinopolitana (378-381) cuando dio comienzo a sus tareas de traductor, comenzando con la crónica de Eusebio y las homilías de Orígenes. La traducción no es para él un oficio, sino un arte, el arte difícil de ser exacto sin dejar de ser correcto, de ser elegante sin sacrificar la fidelidad.

Cuando Gregorio, hastiado de las intrigas y ambiciones de los altos dignatarios eclesiásticos, se vuelve de nuevo a la soledad, Jerónimo reaparece en Roma, aureolado con el brillo de una virtud bien probada, precedido por la fama de sus trabajos literarios, respetado por la madurez de la edad y admirado por el prestigio del genio (382). Se le consulta como doctor de la fe, y sus decisiones son respetadas hasta en el palacio de Letrán. El Papa San Dámaso ve en el sacerdote extranjero un instrumento útil de su política eclesiástica, recurre a él en cuestiones de filosofía, de Historia y de Sagrada Escritura, y, aprovechando su conocimiento del griego, le hace su secretario para las cosas orientales. Una confianza familiar une a los dos grandes hombres; el asceta ayuda al Pontífice, y el Pontífice otorga al asceta su protección inteligente, le lanza a sus primeros trabajos de traducción bíblica y le alienta en las horas de la inacción. «Veo que duermes—le escribía una vez—. No escribes, te contentas con leer, y eso no es trabajar. Para despertarte, te envío aquí unas cuantas cuestiones que deseo me resuelvas cuanto antes.» Esta segunda estancia de Jerónimo en Roma (382-385) tuvo en el corazón de Jerónimo una influencia semejante a la que había tenido la primera en su inteligencia. Sin debilitar su carácter, le suavizó, le armonizó un poco, le hizo más confiado, más accesible, menos áspero. En medio del camino de su vida, Dios le colocó entre un grupo de mujeres piadosas, para las cuales fue un sincero amigo, un consejero experimentado, un guía vigilante, aunque rudo y autoritario. Eran hijas de los Escipiones y los Camilos, y descendientes de los Césares a quienes el monje dálmata acostumbró a sacrificar sus tesoros, a estudiar la Biblia, a cantar salmos, a servir a los pobres y los enfermos, a practicar todas las obras de la caridad evangélica. Él las conducía con imperio casi despótico, las animaba a las virtudes más austeras, les explicaba los Libros Santos en un palacio del Aventino y componía para ellas largas epístolas, que son verdaderos tratados de la más pura y rígida moral.

Este ascendiente, ejercido por un sacerdote que ni siquiera era italiano, acabó por despertar envidias y suspicacias en el clero de la ciudad; y, por otra parte, Jerónimo las aumentaba con las punzantes ironías de su lenguaje. Sus pinturas satíricas irritaron los ánimos de sus enemigos, se le acusó en sus amistades, se interpretó como debilidad culpable lo que en él era efecto de su entusiasmo elocuente y religioso, y hasta los más moderados le llamaban indiscreto y exagerado en su espiritualidad. Uno de los acusadores tuvo que retractar sus infames calumnias, pero Jerónimo comprendió que su situación se hacía insostenible en Roma, sobre todo después de perder el apoyo del Papa San Dámaso. Con el corazón destrozado abandonó para siempre aquella ciudad, que para él será en adelante como una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje. Su pulso temblaba, y de sus ojos saltaban chispas de indignación cuando, a punto de embarcarse, escribía estas palabras: «¿Yo criminal, yo hipócrita y solapado, yo mentiroso y engañador? Antes toda la ciudad me quería y me admiraba; la opinión general me juzgaba digno del soberano pontificado. Dámaso, de bienaventurada memoria, me tenía constantemente en sus labios: yo era humilde y diserto... Más he aquí que de repente todas las virtudes me han abandonado. Pero doy gracias a Dios—añadía—, porque me ha juzgado digno de que el mundo me odie.»

Otra vez en el Oriente: de Roma a Chipre, de Chipre a Palestina, de Palestina a Egipto. Un año de peregrinaciones científicas y piadosas a través de los lugares bíblicos y de las lauras de los anacoretas; nuevas lecciones de rabinos, y, como consecuencia de todo ello, una resolución firme de emprender la gran obra de su vida: la revisión textual de las Sagradas Escrituras. En 386, Jerónimo ha terminado sus viajes, se ha establecido en Belén y ha reunido los materiales de su obra. Su monasterio se alza junto a la santa gruta, y a un centenar de pasos está el de su santa amiga, la patricia Paula, que no ha podido prescindir de su dirección. Estos primeros años de Belén van a ser los más felices, los más pacíficos de su vida. Paula le provee de libros y le exime de preocupaciones materiales. El reza, ayuna, lee y dicta; dicta a veces más de mil líneas en un solo día. En el monasterio ha abierto una escuela de jóvenes, a quienes enseña la gramática y explica los clásicos, y ha organizado un escritorio, donde sus monjes copian y corrigen los libros antiguos y los que salen de su pluma. Desde su rincón vive atento a cuanto sucede en la cristiandad oriental y occidental. No aparece un hereje sin que sienta la fuerza de su brazo terrible. Sus libros son como una maza, que no dejan siquiera el recuerdo del adversario. Ya en Roma, aniquiló a Helvidio; el que negaba la perpetua virginidad de María, ahora sabe que Joviniano combate en Italia el instituto monástico, e inmediatamente lanza contra él los proyectiles formidables de sus diatribas y sus argumentos; más tarde se enfrentará con Vigilancio, el enemigo del culto de los santos, y luego vendrá la más apasionada, la más ruidosa, la menos lógica de sus polémicas, la polémica origenísta, que le pone frente al que antaño fue su autor favorito, el gran sabio de Alejandría, y frente al más tierno y dulce de los amigos de su juventud; el erudito y virtuoso Rufino de Aquilea. Casi octogenario, sigue abatiendo herejes y defendiendo a la Iglesia. Su ardor combativo no se debilita nunca. Cuando en 415 Pelagio aparece en Palestina, Jerónimo sale al campo con la misma furia que en los días de su juventud. «Hay que trabajar—escribía a San Agustín—para que la herejía sea arrojada de las iglesias. Simula el arrepentimiento para enseñar más fácilmente, pero no tardará en morir si logramos sacarla a la luz del día.» Y un año antes de su muerte, dirigiéndose al Papa Bonifacio, la pluma del viejo león trazaba estas líneas: «Que los herejes vean que eres hostil a su perfidia. Que te aborrezcan. Los católicos te amarán más aún. No sufras que guarden el nombre de obispos los que acarician a los herejes.»

Entre tanto, el sabio seguía su obra escriturística, una obra de crítica, de erudición, de compulsación paciente de manuscritos. Ya en Roma, Jerónimo había hecho una primera revisión de los Evangelios a base de antiguas versiones griegas y latinas, y el texto del Salterio romano se remonta también a esta época. Ahora le pareció que había sido excesivamente tímido, que se había dejado llevar demasiado de la preocupación de no inquietar a los enemigos de novedades; y empezó la revisión parcial del Antiguo Testamento, sirviéndose del aparato crítico que Orígenes había amontonado en sus Hexaplas. De esta corrección procede el Salterio galicano. Su espíritu, siempre inquieto, se dirigió después a las primeras fuentes, a los originales hebreos. Pensaba que era necesario poner al alcance de los apologistas y los controversistas la verdad hebraica y quitar así a los judíos una superioridad de que tanto se ufanaban. Cualquiera que no hubiera sido San Jerónimo, se habría acobardado ante semejante empresa; él la acometió con su fogosidad habitual, y en ella trabajó durante quince años (390-405). Fue un trabajo gigantesco, pero que los contemporáneos del autor apenas supieron comprender. Unos le recibieron con desconfianza; otros, con escándalo; otros, con irritación. Jerónimo fue considerado como un falsario, como un impostor, como un sacrílego. El mismo San Agustín se asustó. Parecíale muy bien la primera revisión que el solitario de Belén había hecho con ayuda de los textos griegos, pero la idea de una traducción directa del hebreo le repugnaba, y así se lo escribió a Jerónimo con su sinceridad habitual. Jerónimo se contentaba con decir melancólicamente: «Si mi trabajo disgusta, nadie está obligado a leerle. Dejo a todo el mundo en libertad completa para deleitarse en el vino viejo y despreciar el nuevo que yo les sirvo.» Sosteníale, sin embargo, la convicción profunda de que el tiempo estaba con él. Y no se engañaba; su versión se introdujo poco a poco en las iglesias. San Agustín mismo la utilizó, se hizo la más corriente, la más conocida, la Vulgata, y mereció que el Concilio de Trento la consagrase con su autoridad infalible.

Pero San Jerónimo no se contentó con traducir los textos sagrados. Hubiera sido dejar una obra incompleta, y esto no se compadecía con su temperamento apasionadamente científico, ni tampoco con su entusiasmo religioso, pues las dos cosas llegaron a fundirse dentro de él en una armonía perfecta. Si al principio los choques entre el erudito y el cristiano le atormentan, llega un momento en que la erudición se convierte para él en devoción y aun en ascetismo. «Ama la ciencia de las Escrituras—escribía a un amigo—, y no amarás los vicios de la carne.» Pero esto no quita nada a la grandeza de sus empresas científicas. Sin duda, hay en ella deficiencias y errores, pero nada le falta de lo que hace al verdadero sabio. Tiene, ante todo, el anhelo de llegar hasta el fin en el campo que se propone explorar. El trabajo engendra un nuevo trabajo. Quiere aprender la Biblia; pero se le presenta la interrogación inevitable: ¿Es que se encuentra la Biblia en las traducciones latinas que corrían entonces? Y empieza a corregirlas valiéndose de la versión griega de los Setenta. Pero esta versión, ¿qué autoridad tiene? Es preciso ir al original, es preciso aprender la lengua hebrea «con sus sonidos roncos y silbantes». Y viene la traducción directa. Esto no basta: quedan muchos pasajes oscuros, dudosos, difíciles para un espíritu occidental. Jerónimo los iluminará con voluminosos comentarios, donde se enumeran y discuten todas las soluciones. Así nace, se desarrolla y se multiplica su gigantesca biblioteca sagrada; versiones, revisiones, explicaciones, discusiones lingüísticas, estudios filológicos, etnológicos, geográficos e históricos. Su trabajo es siempre rigurosamente objetivo. No se propone estudiar la Escritura para encontrar en ella argumentos que ha de usar en las controversias dogmáticas, como habían hecho hasta él los Padres occidentales. En la Biblia no ve otra cosa que la Biblia; lo que le importa es fijar su texto, aclarar el sentido, buscar la interpretación. La estudia, no como teólogo y predicador, sino como crítico, pero siempre con un espíritu de respeto y adoración. Su anhelo de verdad pasa por encima de todas las diferencias de raza y de religión: no le importa ponerse bajo el magisterio de un hebreo, ni tiene inconveniente en consultar a los rabinos, ni cree mancharse leyendo los antiguos comentarios de los grandes doctores israelitas.

Advertiremos, sin embargo, una cosa, y es que hoy nos deleitan más los libros del moralista y del polemista que los del sabio. El sabio ha sido superado, en parte, por las investigaciones modernas; el polemista conserva siempre toda su fuerza, todo su interés y su juventud perenne. Sus diatribas contra Vigilancio, contra Joviniano, contra Rufino y contra Pelagio no serán modelos de discusión serena, pero nos encantan por el verbo inagotable y por la elegancia, por la brillante imaginación y por el vigor de la doctrina. El volumen de las cartas es una joya única; en la literatura cristiana no se encuentra nada semejante. Las cartas de San Agustín son más profundas, más doctrinales, pero no interesan ni cautivan tanto. La doctrina de San Jerónimo es práctica más que dogmática. Dirige a sus discípulos, llora la muerte de sus amigos, combate a sus enemigos, cuenta, discute, se expansiona y se entusiasma; unas veces fogoso y apasionado, otras satírico y mordaz, otras vibrante de sensibilidad y ternura, siempre elegante, lleno de elocuencia, inagotable en su ardiente, abundante e ingeniosa espontaneidad. Esas cartas son un vivo retrato, son él mismo, amable, admirable y magnífico, aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida, por la ciclópea grandeza de aquella obra en que se revela el escritor de talento, el erudito sin par, el trabajador infatigable, el implacable defensor de la ortodoxia, «el doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras».

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