Pocas veces ha huido un hombre con tanta tenacidad del mando supremo. Vacante la cátedra de San Pedro, todas las miradas se fijaron en él, que era simple diácono; y a pesar de su resistencia, el Senado, el clero y el pueblo lo eligieron por unanimidad. Aceptó, a condición de que el emperador aprobase la elección. Conocía muy bien la corte de Constantinopla y tenía en ella buenos valedores; pero el prefecto de Roma interceptó su carta al emperador, llena de santas exageraciones, y escribió otra carta solicitando la pronta respuesta confirmatoria.
Entre tanto, la peste hacía estragos en Roma. Para tranquilizar al pueblo, decidióse a asumir el poder interinamente, y subió a la tribuna de la basílica de San Pedro. Con aquella voz delgada, débil, cascada, que le obligó con frecuencia a hacer leer por otros sus propias homilías, pronunció entonces una alocución conmovedora, que nos ha conservado su contemporáneo Gregorio de Tours. Luego organizó una procesión general, para obtener de Dios la cesación del azote. «Los clérigos—dice el turonense—salieron de la basílica de San Cosme y San Damián; los niños, de la basílica de San Juan y San Pablo; los hombres, de la basílica de San Esteban; las viudas, de la basílica de Santa Eufemia, y las mujeres casadas, de la basílica de San Clemente.» Alguno de los viejos senadores, que en otros tiempos había asistido a las grandes festividades paganas, pudo darse cuenta, al ver desfilar lentamente, cantando Kyrie eleison, a los siete grupos de fieles, dirigidos por los presbíteros de los siete cuarteles de la ciudad, de cuan profunda había sido la transformación de la urbe. Por vez primera se revelaba la Roma cristiana de la Edad Media.
La peste había cesado cuando llegó la confirmación imperial. Sabiendo que sus cartas habían sido interceptadas, Gregorio no se creyó obligado a su promesa, y preparó la fuga. Una multitud vigilante custodiaba las puertas de la ciudad; pero él compró a unos mercaderes extranjeros, y gracias a sus servicios pudo salir escondido en una banasta de mimbre. Una nube de luz que descendía del Cielo lo traicionó. Después de tres días, los perseguidores lo hallaron, lo prendieron, y, llenos de júbilo, lo llevaron a la basílica de Letrán, donde fue coronado el 3 de septiembre del año 590. De todas partes le llegaban cartas de felicitación, pero él respondía: «Sin desear nada, ni tener nada en esta tierra, preparábame a estar como sobre la cima de un alto monte; pero heme aquí ahora arrastrado por el huracán de esta prueba, sumergido en el piélago de los negocios, y de tal manera combatido por la tempestad, que puedo repetir lo del salmo: Fui llevado a alta mar y hundido por las borrascas... He perdido todos los encantos de la quietud. Exteriormente parezco haberme elevado; interiormente he caído y estoy tan agobiado por el dolor, que apenas puedo hablar. Mi pobre alma se acuerda de lo que fue un día en el monasterio, cuando se cernía sobre lo que pasa, al librarse de la cárcel temporal por la contemplación. Ahora pesan sobre mí los negocios del siglo; me veo manchado por este polvo, y cuando quiero volver a encontrar mi retiro interior, vuelvo a él disminuido.»
Por encima de los aplausos frenéticos de la multitud, Gregorio dirigía sus miradas hacia el campo inmenso donde tenía que desarrollarse su celo apostólico, y entonces por su frente pasaba una de aquellas nubes de tristeza que con frecuencia la sombreaban. La Iglesia se ponía en sus manos inquieta y desgarrada: en las regiones del Adriático, el cisma de los Tres Capítulos; en Asia, el nestorianismo; el monofisismo, en Egipto; en el norte de áfrica, los últimos restos del donatismo; en España, el arrianismo, ya vencido, pero todavía temible; los lombardos amenazando a Roma y sembrando el espanto en toda Italia; por todas las fronteras del mundo romano, oleadas de bárbaros oscureciendo el horizonte del porvenir; en el Mediodía, razas flexibles, pero afeminadas; en el Norte, razas fuertes, pero indomables; el Imperio, impotente y con frecuencia pérfido; una sola fuerza en pie y creciendo sin cesar, la del obispo de Roma, la que se acababa de poner en sus manos: ¿quién no se hubiera espantado ante semejante espectáculo? «Si me amáis—escribía Gregorio a un patricio bizantino—, llorad por la nueva de mi episcopado, porque me encuentro engolfado en tantas ocupaciones temporales, que me siento casi separado del amor de Dios.»
Si las almas más aptas para cumplir una misión son con frecuencia las que más han temido su peso, es, sin duda, porque han visto mejor sus dificultades y peligros; por lo mismo, cuando son profundamente religiosas, se abandonan con mayor confianza a la providencia de Dios. A esta clase de hombres pertenecía el nuevo Papa. Además, toda su vida anterior había sido una preparación providencial para tan alto destino.
Descendiente de los Anicios, vino al mundo en el momento en que los bárbaros se repartían los últimos despojos de la Roma imperial. Su infancia presenció las escenas más lamentables. Roma, seis veces sitiada y seis veces cambiando de dueño; Vitiges, asesinando a los senadores; la guarnición griega, acaparando los víveres para venderlos a precio de oro a la población hambrienta; los lombardos, martirizando a los campesinos porque se negaban a adorar a una cabeza de cabra; el monasterio de Montecasino, destruido, y los monjes huyendo ante el invasor; la peste, asolando los pueblos de Liguria; el hambre, diezmando las aldeas; los trabajos, interrumpidos; los lobos, bajando de las montañas y entrándose por las ciudades; «el mundo, según expresión de Pablo Diácono, volviendo, al parecer, a su primitivo silencio».
Gregorio era ya un adolescente cuando el poder imperial fue definitivamente restablecido en Roma (552). Desde entonces pudo habitar más tranquilo el palacio familiar, situado en el monte Celio, contemplando desde sus terrazas los restos monumentales de la grandeza romana que los bárbaros no habían podido destruir. Allí, frente al palacio de su padre, estaba el septizonio de Severo, con tres órdenes de columnas de mármoles preciosos; en el fondo, el palacio de los cesares, cuyas ruinas nos impresionan todavía, y a derecha e izquierda, los arcos de triunfo del circo Máximo, las arcadas del acueducto de Claudio, cabalgando sobre la vía Triunfal, el arco de Constantino y el anfiteatro de Flavio. Gregorio conservará siempre frescos estos recuerdos de la Roma imperial, y el día en que vea desvanecerse su prestigio, se preguntará si no ha llegado para todo el mundo la hora de desaparecer.
La cultura intelectual ha empezado a reanudarse en Roma. Se lee a Virgilio en el Foro; resurge la poesía, estimulada con recompensas públicas por el Senado; se abren escuelas de gramática, de dialéctica y de retórica. En ellas obtiene Gregorio los éxitos más brillantes. Aprende el griego, aunque por ser la lengua de los amos bizantinos, no lo usará nunca, y aun se jactará de ignorarlo, a pesar de haber pasado seis años en Constantinopla. Se entrega, sobre todo, al estudio del derecho, que, rehabilitado por las célebres colecciones de Justiniano, responde a la lógica robusta de su espíritu y a la solidez de su buen sentido de heredero de las antiguas tradiciones romanas. Pero sus estudios predilectos fueron los religiosos. Al leer sus escritos, se advierte que no le es extraño Platón, que conoce el estoicismo, pero que ha saciado sobre todo su sed, para usar de una expresión suya, en las aguas profundas y cristalinas que proceden de Ambrosio y Agustín.
No obstante, el joven patricio parece inclinarse primeramente hacia los honores mundanos. En 574 acepta del emperador Justino II el cargo de prefecto de Roma, que trae consigo todas las funciones del orden administrativo y judicial. Era el noviciado para un principado más alto. Gregorio Turonense nos le presenta recorriendo las calles con su ropaje adornado de oro y pedrería, conservando cuidadosamente en su corazón el tesoro de la vida interior, que ya entonces era lo más precioso para su alma. Cuando en Los Morales nos habla «de aquel que no está en la ciudad, aunque asediado por las turbas populares, porque los tumultos del mundo no llegan hasta su corazón», nos recuerda seguramente esta época de su vida. Ahora bien: un día vióse al prefecto de Roma abandonar sus ricas vestiduras y cambiarlas por los groseros hábitos de los campesinos, que había adoptado San Benito para sus monjes. Su mismo palacio del monte Celio fué transformado en monasterio, y aún se conserva el acta de donación que hizo a favor de los monjes benedictinos. Lleva fecha del año 587.
En la vida del claustro, pacífica y feliz, trató Gregorio a varios monjes que habían conocido a San Benito, y de sus labios recogió acerca del patriarca aquellos relatos llenos de candor que reprodujo luego en sus Diálogos con gracia y frescura incomparables. La crítica moderna le reprocha una credulidad excesiva. Los monjes ancianos que referían a los más mozos lo que habían visto u oído de su Santo Padre, se complacían, sin duda, en acumular sucesos maravillosos, sin comprobar siquiera la fuente de su procedencia. Pero como en las Florecillas de San Francisco, aunque muchos de los relatos benedictinos sean legendarios, queda el espíritu de piedad, de mansedumbre, de sabiduría serena, que emana de ellos, y del cual es ciertamente San Benito el inspirador, dejando en nosotros la impresión de una vida intervenida en absoluto por lo sobrenatural, que Gregorio, su pintor, trataba de reproducir punto por punto en su propia vida. El prólogo de Los Diálogos nos describe con una maravillosa sencillez su estado de ánimo en esta época: «Mi alma—dice—añora la vida que gozaba en el monasterio, cuando dominaba las cosas perecederas, cuando menospreciaba todo lo que es fugaz, para no pensar sino en el Cielo. Ciertamente, era prisionera del cuerpo; pero la contemplación la desataba de los lazos de la carne y la muerte, que hace temblar a los hombres, amábala ella como el principio de la vida.»
De estos místicos deleites arrancóle el Papa Pelagio II para hacerle su nuncio en la corte de Constantinopla. Su misión principal consistía en mover al emperador a hacer nuevos esfuerzos para imponer el orden en Italia. Fracasó en ella, pero no perdió el viaje. Observador inteligente, sacó muchas enseñanzas de su permanencia en la fastuosa corte bizantina. Conoció la psicología de los obispos griegos, despectivos para con los occidentales y de un servilismo irritante con los príncipes; entró en comunicación con el mundo bárbaro, cuyos embajadores llegaban sin cesar al palacio del basileus; se relacionó con los grandes personajes del Imperio, anudando amistades con las hermanas del emperador Mauricio, con el patricio Narsés, con los médicos de la corte; fijó desde ahora la atención en el famoso patriarca Juan el Ayunador, con quien debía sostener más adelante una lucha tenaz. Gregorio se dejó deslumbrar por su vestido miserable, por sus largas limosnas, por sus ayunos ostentosos. Más tarde, rectificando su error, decía: «¿No hubiera sido mejor comer carne que manchar los labios con la mentira? ¿De qué sirve ayunar cuando se padece la hinchazón del orgullo, y vestirse pobremente cuando se vive envuelto en la vanidad, y tener las apariencias de un cordero, sí se ocultan los dientes del lobo?»
El pálido monje benedictino figuraba en las recepciones de la corte imperial y en las grandes fiestas que se celebraban en Santa Sofía. Asistía a ellas por deber, pues su corazón le inclinaba a la intimidad del silencio. En una carta, escrita años más adelante a su amigo San Leandro, le recuerda maliciosamente los tiempos en que, para huir las distracciones mundanas, se escabullía a hurtadillas de una basílica agitada por el estruendo del cortejo imperial, para conversar sobre cosas de Dios con sus amigos. Con Leandro y otros espíritus de su mismo sentir pasaban los mejores momentos de su vida. Fatigado cada vez más por el bullicio de los negocios, «atormentado sin descanso por crueles dolores intestinales, minado por una fiebre lenta y continua», acogíase a su lectura favorita, el libro de Job, y línea por línea lo comentaba ante sus amigos, dejando a su corazón expansionarse libremente en una santa intimidad. De aquellas conferencias familiares nació el libro de las disquisiciones Morales sobre Job, dedicado al obispo de Sevilla. No es la aclaración del sentido literal del texto lo que interesa a Gregorio, sino algo más profundo. A cada frase, a cada palabra, surgen de su alma visiones místicas y se escapan de su corazón ímpetus de amor, de gozo y adoración. Un ejemplo. Job dice: «El Señor escucha mi deseo.» Gregorio comenta: «Parad mientes en esta palabra, mi deseo. La verdadera oración no se hace con palabras, sino con el corazón. No son nuestras palabras, sino nuestros deseos los que tienen fuerza de clamores en los oídos misteriosos de Dios. Si pedimos con la boca la vida eterna, sin desearla con lo hondo del corazón, nuestro grito es un silencio. Si, callando, la deseamos de las profundidades del alma, nuestro silencio es un grito.»
No es extraño que el monje diplomático fuese consultado por los mismos monasterios del Oriente como un maestro de la vida mística. No es extraño que hasta el patriarca de la ciudad imperial le venerase, aunque el monje, cuyo amor efusivo jamás degeneraba en debilidad, condenase sus ideas acerca de la resurrección de la carne. Pero el amor y la energía consiguieron la victoria. Cuando el patriarca Eutiquio estaba a punto de morir, llamó a Gregorio, confesó su error delante de él, y mostrándole sus manos descarnadas y amarillas, le dijo: «Creo lo que tú eres: creo que he de resucitar con esta misma carne, con este mismo cuerpo.»
Después de seis años de vida diplomática, el nuncio fue llamado repentinamente a Roma, y luego vino la catástrofe de su elección. «Pero, ¿qué tengo yo—se preguntaba él—para que todo el mundo se engañe de esta manera?» Su presencia exterior pudiera tal vez haber favorecido a los argumentos de su humildad. La conocemos por un retrato que hizo pintar en el monte Celio poco después de su elección, para quedarse de alguna manera entre sus hermanos. Aparecía allí de mediana estatura, con el libro de los Evangelios en la mano izquierda y la derecha en actitud de bendecir: continente afable, nariz remangada y más grande que pequeña, frente ancha y hermosa, barba prominente, manos finas y muy bellas, dedos finísimos, ojos pequeños, pero en gran manera claros y penetrantes. Estas apariencias no corresponden a la grandeza de sus obras. En aquel cuerpo pequeño y enfermizo se encerraba un alma indomable. Si al principio tembló ante la carga que le echaban encima, no tardó en decidirse a llevarla estoicamente y casi sin esperanza.
Como la mayoría de los oradores populares, Gregorio poseía el don, precioso y peligroso a la vez, de sentir en sí mismo el eco vivo de las pasiones que agitaban a la muchedumbre. ¿Querrá Dios salvar al mundo?, se preguntaban las gentes. ¿No está cercano el fin de los tiempos? Todo eran guerras, pestes, huracanes, inundaciones, temblores de tierra. Recordábase la tradición popular recogida por Plinio: «Siempre que en Roma se ha sentido algún terremoto, ha sido presagio de algún cataclismo.» Los monjes se acordaban muy particularmente de la profecía de su patriarca: «Roma no será destruida por extranjeros, sino que la asolarán de tal manera las tempestades y las sacudidas de la Naturaleza, que acabará por sí misma.» Y los agoreros recogían aquellas palabras de Lactancio: «Cuando haya sucumbido Roma, ¿quién duda que eso será el fin de la humanidad?» Intérprete patético de estas preocupaciones, Gregorio clamaba dirigiéndose a su pueblo: «¿Dónde está el Senado? ¿Dónde la multitud? No veo más que edificios destruidos y murallas que se arruinan. Despreciemos este mundo como una antorcha ya extinguida y sepultemos nuestros deseos mundanos en la muerte del mismo mundo.»
No obstante, el espanto procedía menos de una convicción que de una preocupación. Nunca llegó a desalentarse. Nunca le impidió trabajar por el pueblo y la Iglesia. A la vez que exhortaba a los fieles a prepararse para el fin del mundo, negociaba con los lombardos, mantenía correspondencia con el mundo entero, moderaba en Francia los furores de Fredegunda, enviaba misioneros a Inglaterra, confirmaba el triunfo de la fe en España, reprimía a los herejes en áfrica, vigilaba las vicisitudes del cristianismo en Persia y en Arabia, intervenía con el emperador y deshacía los amagos de cisma en Oriente. Bajo sus pies crujía el mundo, y él seguía laborando impávido. Con una mano impedía la desaparición de Roma; con la otra derramaba más allá de los mares la semilla de que pronto surgirían nuevos pueblos católicos. Luchaba contra la peste, contra los temblores de tierra, contra los bárbaros heréticos y los bárbaros idólatras, contra el paganismo—muerto e infecto, pero insepulto—, contra su propio cuerpo, consumido por las enfermedades, y se ha podido decir que el alma de Gregorio era lo único enteramente sano que existía en toda la humanidad. Tal es el dramático sino de aquel gran carácter: se figuraba trabajar por sostener el mundo antiguo, y por ese mismo sentido del cumplimiento del deber se convierte en iniciador de los tiempos nuevos.
Su voluntad rectilínea aparece sobre todo en sus relaciones con el Imperio. Los soberanos de Bizancio tuvieron en él el más dócil de sus vasallos, pero siempre que no atentasen contra los derechos de la Iglesia. «Conocéis mi carácter—escribía a su nuncio en Constantinopla—; sé aguardar y aguantar por mucho tiempo; pero una vez que he resuelto resistir, me lanzo con alegría a todos los peligros. Antes morir que ver la Iglesia del apóstol San Pedro degenerar entre mis manos.» El emperador Mauricio era su amigo particular; pero también él tuvo que oír las enérgicas protestas del Pontífice. «No tomo la palabra—le escribía—ni como obispo ni como súbdito, sino simplemente llevado del derecho que encuentro en mi corazón de hombre.» Y terminaba: «Por lo que a mí hace, he cumplido con mi deber: he rendido a mi emperador el tributo de la obediencia que debo a mi emperador, y a mi Dios el testimonio de mi conciencia, que no debo sino a Dios.» Y a una contestación desabrida del príncipe, replicaba pacientemente: «Recuerde el piísimo emperador que, aunque yo no fuera sacerdote, reputaría una gran injuria a un sacerdote el creerlo mentiroso, siendo así que por oficio está destinado a servir a la verdad. Además, se me llama necio. Y confieso que lo soy: lo dirían todas las cosas si no lo dijera vuestra piedad. Porque si no lo fuese, jamás hubiera aceptado este cargo de Pontífice. Sufro con ánimo alegre el desprecio que se dirige a mi persona, pero tengo que considerar también la dignidad del sacerdocio.»
Esta mezcla divina de humildad y altivez aparece también en su contienda con el patriarca Juan el Ayunador, muy ufano de su título de Universal o Ecuménico, Gregorio protesta contra esa palabra, que puede ser germen de discordias en la Iglesia. Él mismo la rechaza para sí. Escribiendo al patriarca de Alejandría, le dice: «Habíamos quedado en que no debíais dar ese título ni a mí ni a nadie. Busquemos la elevación de la virtud y no de las palabras, que hinchan la vanidad y dañan la caridad. No quiero darme gloria con lo que deshonra a mis hermanos. Mi honor es el de la Iglesia universal; mi grandeza es la de mis hermanos en el episcopado.»
A partir de este momento, Gregorio, en los actos públicos, se llamará siempre siervo de los siervos de Dios. Y no se trataba de simples palabras. Se preocupaba de los humildes, como si no hubiera tenido que atender a las grandes empresas de su política mundial. Si en el Libro de la regla pastoral, una de las obras que más influyeron en la Edad Media, dejaba al clero una norma de vida, en sus Homilías se entrega al pueblo con un abandono conmovedor. No tiene la amplitud sonora de San Juan Crisóstomo, ni la modalidad espontánea e impresionista de San Agustín, ni el sentido critico que distingue a San Jerónimo, ni los adornos literarios del Nacianceno; pero su palabra es tan eminentemente comunicativa, tan animada, tan pastoral, tan íntima, que la muchedumbre le escucha religiosamente, le sigue conmovida, le aplaude. Él se excusa y dice: «Muy a menudo, al encontrarme solo, leo la Escritura y no la entiendo; póngome entre vosotros, mis hermanos, y la entiendo de súbito. Quisiera saber quiénes son aquellos por medio de los cuales se me da esta diligencia inesperada. Así, por gracia de Dios, mientras la inteligencia crece en mí, disminuye el orgullo, ya que lo que os enseño lo aprendo entre vosotros. Os lo confesaré, hijos míos: la mayor parte de las veces oigo en mis oídos lo que os digo, en el mismo momento en que os lo digo; no hago más que repetir. Cuando no entiendo a Ezequiel, me reconozco a mí mismo; entonces soy yo, soy el ciego; y cuando lo entiendo es por el don de Dios, que me viene por medio de vosotros. A veces también entiendo la Escritura en mi retiro, pero es cuando lloro mis pecados; me agradan las lágrimas silenciosas. Entonces la contemplación me arrebata en sus alas.»
Profundamente populares fueron también sus reformas litúrgicas. Al corregir los libros del culto, al poner orden en las ceremonias, al fijar definitivamente y embellecer el canto de la Iglesia, al crear la Schola cantorum, encargada de transmitirle a las futuras generaciones, ponía a disposición de toda la cristiandad un instrumento de oración y de belleza que haría olvidar a Roma los juegos sangrientos del anfiteatro. La misma idea del bienestar del pueblo fue el alma de toda su solicitud episcopal. «Dió al mundo—dice Bossuet—el modelo perfecto del gobierno eclesiástico; fue un admirable administrador, pero nunca se le ocurrió amontonar riquezas.» «En su tiempo—dice el biógrafo—, la Iglesia se había convertido en una especie de almacén al que acudía todo el mundo.» Él mismo presidía todas las grandes fiestas, y al principio de cada mes, las reparticiones de trigo, vino, legumbres, carne, pescado y vestidos. Rescataba los esclavos, mejoraba la situación de los colonos, alimentaba diariamente a tres mil vírgenes, y su cuidado de los pobres era tal, que, habiendo oído que uno acababa de morir de hambre, ayunó él durante muchos días. Pero sabía que el pobre, además de pan, necesita justicia, y, realmente, Gregorio fue el heraldo de la justicia, del derecho y de la libertad delante de los emperadores, de los exarcas, de los obispos y de los pueblos. «Mi ministerio—escribía—me impone acudir allí donde lo exige la justicia.» Y en oirá parte dice esta sentencia sublime: «Los reyes de las naciones son amos de esclavos; pero el que manda a los romanos debe ser señor de hombres libres. Hagáis lo que hagáis, salvad primero los derechos de la justicia y respetad luego los de la libertad. Conceded a vuestros sometidos la libertad que vuestros superiores os dan a vosotros.» Estas palabras inauguran la gran voz de los Papas de la Edad Media, convertida, cuando el alma de los pueblos estaba aún aletargada, en conciencia viviente del mundo del espíritu, discerniendo y siguiendo con mirada de águila los actos de los emperadores y los reyes, de los magnates y los obispos.
Entre tanto, la peste hacía estragos en Roma. Para tranquilizar al pueblo, decidióse a asumir el poder interinamente, y subió a la tribuna de la basílica de San Pedro. Con aquella voz delgada, débil, cascada, que le obligó con frecuencia a hacer leer por otros sus propias homilías, pronunció entonces una alocución conmovedora, que nos ha conservado su contemporáneo Gregorio de Tours. Luego organizó una procesión general, para obtener de Dios la cesación del azote. «Los clérigos—dice el turonense—salieron de la basílica de San Cosme y San Damián; los niños, de la basílica de San Juan y San Pablo; los hombres, de la basílica de San Esteban; las viudas, de la basílica de Santa Eufemia, y las mujeres casadas, de la basílica de San Clemente.» Alguno de los viejos senadores, que en otros tiempos había asistido a las grandes festividades paganas, pudo darse cuenta, al ver desfilar lentamente, cantando Kyrie eleison, a los siete grupos de fieles, dirigidos por los presbíteros de los siete cuarteles de la ciudad, de cuan profunda había sido la transformación de la urbe. Por vez primera se revelaba la Roma cristiana de la Edad Media.
La peste había cesado cuando llegó la confirmación imperial. Sabiendo que sus cartas habían sido interceptadas, Gregorio no se creyó obligado a su promesa, y preparó la fuga. Una multitud vigilante custodiaba las puertas de la ciudad; pero él compró a unos mercaderes extranjeros, y gracias a sus servicios pudo salir escondido en una banasta de mimbre. Una nube de luz que descendía del Cielo lo traicionó. Después de tres días, los perseguidores lo hallaron, lo prendieron, y, llenos de júbilo, lo llevaron a la basílica de Letrán, donde fue coronado el 3 de septiembre del año 590. De todas partes le llegaban cartas de felicitación, pero él respondía: «Sin desear nada, ni tener nada en esta tierra, preparábame a estar como sobre la cima de un alto monte; pero heme aquí ahora arrastrado por el huracán de esta prueba, sumergido en el piélago de los negocios, y de tal manera combatido por la tempestad, que puedo repetir lo del salmo: Fui llevado a alta mar y hundido por las borrascas... He perdido todos los encantos de la quietud. Exteriormente parezco haberme elevado; interiormente he caído y estoy tan agobiado por el dolor, que apenas puedo hablar. Mi pobre alma se acuerda de lo que fue un día en el monasterio, cuando se cernía sobre lo que pasa, al librarse de la cárcel temporal por la contemplación. Ahora pesan sobre mí los negocios del siglo; me veo manchado por este polvo, y cuando quiero volver a encontrar mi retiro interior, vuelvo a él disminuido.»
Por encima de los aplausos frenéticos de la multitud, Gregorio dirigía sus miradas hacia el campo inmenso donde tenía que desarrollarse su celo apostólico, y entonces por su frente pasaba una de aquellas nubes de tristeza que con frecuencia la sombreaban. La Iglesia se ponía en sus manos inquieta y desgarrada: en las regiones del Adriático, el cisma de los Tres Capítulos; en Asia, el nestorianismo; el monofisismo, en Egipto; en el norte de áfrica, los últimos restos del donatismo; en España, el arrianismo, ya vencido, pero todavía temible; los lombardos amenazando a Roma y sembrando el espanto en toda Italia; por todas las fronteras del mundo romano, oleadas de bárbaros oscureciendo el horizonte del porvenir; en el Mediodía, razas flexibles, pero afeminadas; en el Norte, razas fuertes, pero indomables; el Imperio, impotente y con frecuencia pérfido; una sola fuerza en pie y creciendo sin cesar, la del obispo de Roma, la que se acababa de poner en sus manos: ¿quién no se hubiera espantado ante semejante espectáculo? «Si me amáis—escribía Gregorio a un patricio bizantino—, llorad por la nueva de mi episcopado, porque me encuentro engolfado en tantas ocupaciones temporales, que me siento casi separado del amor de Dios.»
Si las almas más aptas para cumplir una misión son con frecuencia las que más han temido su peso, es, sin duda, porque han visto mejor sus dificultades y peligros; por lo mismo, cuando son profundamente religiosas, se abandonan con mayor confianza a la providencia de Dios. A esta clase de hombres pertenecía el nuevo Papa. Además, toda su vida anterior había sido una preparación providencial para tan alto destino.
Descendiente de los Anicios, vino al mundo en el momento en que los bárbaros se repartían los últimos despojos de la Roma imperial. Su infancia presenció las escenas más lamentables. Roma, seis veces sitiada y seis veces cambiando de dueño; Vitiges, asesinando a los senadores; la guarnición griega, acaparando los víveres para venderlos a precio de oro a la población hambrienta; los lombardos, martirizando a los campesinos porque se negaban a adorar a una cabeza de cabra; el monasterio de Montecasino, destruido, y los monjes huyendo ante el invasor; la peste, asolando los pueblos de Liguria; el hambre, diezmando las aldeas; los trabajos, interrumpidos; los lobos, bajando de las montañas y entrándose por las ciudades; «el mundo, según expresión de Pablo Diácono, volviendo, al parecer, a su primitivo silencio».
Gregorio era ya un adolescente cuando el poder imperial fue definitivamente restablecido en Roma (552). Desde entonces pudo habitar más tranquilo el palacio familiar, situado en el monte Celio, contemplando desde sus terrazas los restos monumentales de la grandeza romana que los bárbaros no habían podido destruir. Allí, frente al palacio de su padre, estaba el septizonio de Severo, con tres órdenes de columnas de mármoles preciosos; en el fondo, el palacio de los cesares, cuyas ruinas nos impresionan todavía, y a derecha e izquierda, los arcos de triunfo del circo Máximo, las arcadas del acueducto de Claudio, cabalgando sobre la vía Triunfal, el arco de Constantino y el anfiteatro de Flavio. Gregorio conservará siempre frescos estos recuerdos de la Roma imperial, y el día en que vea desvanecerse su prestigio, se preguntará si no ha llegado para todo el mundo la hora de desaparecer.
La cultura intelectual ha empezado a reanudarse en Roma. Se lee a Virgilio en el Foro; resurge la poesía, estimulada con recompensas públicas por el Senado; se abren escuelas de gramática, de dialéctica y de retórica. En ellas obtiene Gregorio los éxitos más brillantes. Aprende el griego, aunque por ser la lengua de los amos bizantinos, no lo usará nunca, y aun se jactará de ignorarlo, a pesar de haber pasado seis años en Constantinopla. Se entrega, sobre todo, al estudio del derecho, que, rehabilitado por las célebres colecciones de Justiniano, responde a la lógica robusta de su espíritu y a la solidez de su buen sentido de heredero de las antiguas tradiciones romanas. Pero sus estudios predilectos fueron los religiosos. Al leer sus escritos, se advierte que no le es extraño Platón, que conoce el estoicismo, pero que ha saciado sobre todo su sed, para usar de una expresión suya, en las aguas profundas y cristalinas que proceden de Ambrosio y Agustín.
No obstante, el joven patricio parece inclinarse primeramente hacia los honores mundanos. En 574 acepta del emperador Justino II el cargo de prefecto de Roma, que trae consigo todas las funciones del orden administrativo y judicial. Era el noviciado para un principado más alto. Gregorio Turonense nos le presenta recorriendo las calles con su ropaje adornado de oro y pedrería, conservando cuidadosamente en su corazón el tesoro de la vida interior, que ya entonces era lo más precioso para su alma. Cuando en Los Morales nos habla «de aquel que no está en la ciudad, aunque asediado por las turbas populares, porque los tumultos del mundo no llegan hasta su corazón», nos recuerda seguramente esta época de su vida. Ahora bien: un día vióse al prefecto de Roma abandonar sus ricas vestiduras y cambiarlas por los groseros hábitos de los campesinos, que había adoptado San Benito para sus monjes. Su mismo palacio del monte Celio fué transformado en monasterio, y aún se conserva el acta de donación que hizo a favor de los monjes benedictinos. Lleva fecha del año 587.
En la vida del claustro, pacífica y feliz, trató Gregorio a varios monjes que habían conocido a San Benito, y de sus labios recogió acerca del patriarca aquellos relatos llenos de candor que reprodujo luego en sus Diálogos con gracia y frescura incomparables. La crítica moderna le reprocha una credulidad excesiva. Los monjes ancianos que referían a los más mozos lo que habían visto u oído de su Santo Padre, se complacían, sin duda, en acumular sucesos maravillosos, sin comprobar siquiera la fuente de su procedencia. Pero como en las Florecillas de San Francisco, aunque muchos de los relatos benedictinos sean legendarios, queda el espíritu de piedad, de mansedumbre, de sabiduría serena, que emana de ellos, y del cual es ciertamente San Benito el inspirador, dejando en nosotros la impresión de una vida intervenida en absoluto por lo sobrenatural, que Gregorio, su pintor, trataba de reproducir punto por punto en su propia vida. El prólogo de Los Diálogos nos describe con una maravillosa sencillez su estado de ánimo en esta época: «Mi alma—dice—añora la vida que gozaba en el monasterio, cuando dominaba las cosas perecederas, cuando menospreciaba todo lo que es fugaz, para no pensar sino en el Cielo. Ciertamente, era prisionera del cuerpo; pero la contemplación la desataba de los lazos de la carne y la muerte, que hace temblar a los hombres, amábala ella como el principio de la vida.»
De estos místicos deleites arrancóle el Papa Pelagio II para hacerle su nuncio en la corte de Constantinopla. Su misión principal consistía en mover al emperador a hacer nuevos esfuerzos para imponer el orden en Italia. Fracasó en ella, pero no perdió el viaje. Observador inteligente, sacó muchas enseñanzas de su permanencia en la fastuosa corte bizantina. Conoció la psicología de los obispos griegos, despectivos para con los occidentales y de un servilismo irritante con los príncipes; entró en comunicación con el mundo bárbaro, cuyos embajadores llegaban sin cesar al palacio del basileus; se relacionó con los grandes personajes del Imperio, anudando amistades con las hermanas del emperador Mauricio, con el patricio Narsés, con los médicos de la corte; fijó desde ahora la atención en el famoso patriarca Juan el Ayunador, con quien debía sostener más adelante una lucha tenaz. Gregorio se dejó deslumbrar por su vestido miserable, por sus largas limosnas, por sus ayunos ostentosos. Más tarde, rectificando su error, decía: «¿No hubiera sido mejor comer carne que manchar los labios con la mentira? ¿De qué sirve ayunar cuando se padece la hinchazón del orgullo, y vestirse pobremente cuando se vive envuelto en la vanidad, y tener las apariencias de un cordero, sí se ocultan los dientes del lobo?»
El pálido monje benedictino figuraba en las recepciones de la corte imperial y en las grandes fiestas que se celebraban en Santa Sofía. Asistía a ellas por deber, pues su corazón le inclinaba a la intimidad del silencio. En una carta, escrita años más adelante a su amigo San Leandro, le recuerda maliciosamente los tiempos en que, para huir las distracciones mundanas, se escabullía a hurtadillas de una basílica agitada por el estruendo del cortejo imperial, para conversar sobre cosas de Dios con sus amigos. Con Leandro y otros espíritus de su mismo sentir pasaban los mejores momentos de su vida. Fatigado cada vez más por el bullicio de los negocios, «atormentado sin descanso por crueles dolores intestinales, minado por una fiebre lenta y continua», acogíase a su lectura favorita, el libro de Job, y línea por línea lo comentaba ante sus amigos, dejando a su corazón expansionarse libremente en una santa intimidad. De aquellas conferencias familiares nació el libro de las disquisiciones Morales sobre Job, dedicado al obispo de Sevilla. No es la aclaración del sentido literal del texto lo que interesa a Gregorio, sino algo más profundo. A cada frase, a cada palabra, surgen de su alma visiones místicas y se escapan de su corazón ímpetus de amor, de gozo y adoración. Un ejemplo. Job dice: «El Señor escucha mi deseo.» Gregorio comenta: «Parad mientes en esta palabra, mi deseo. La verdadera oración no se hace con palabras, sino con el corazón. No son nuestras palabras, sino nuestros deseos los que tienen fuerza de clamores en los oídos misteriosos de Dios. Si pedimos con la boca la vida eterna, sin desearla con lo hondo del corazón, nuestro grito es un silencio. Si, callando, la deseamos de las profundidades del alma, nuestro silencio es un grito.»
No es extraño que el monje diplomático fuese consultado por los mismos monasterios del Oriente como un maestro de la vida mística. No es extraño que hasta el patriarca de la ciudad imperial le venerase, aunque el monje, cuyo amor efusivo jamás degeneraba en debilidad, condenase sus ideas acerca de la resurrección de la carne. Pero el amor y la energía consiguieron la victoria. Cuando el patriarca Eutiquio estaba a punto de morir, llamó a Gregorio, confesó su error delante de él, y mostrándole sus manos descarnadas y amarillas, le dijo: «Creo lo que tú eres: creo que he de resucitar con esta misma carne, con este mismo cuerpo.»
Después de seis años de vida diplomática, el nuncio fue llamado repentinamente a Roma, y luego vino la catástrofe de su elección. «Pero, ¿qué tengo yo—se preguntaba él—para que todo el mundo se engañe de esta manera?» Su presencia exterior pudiera tal vez haber favorecido a los argumentos de su humildad. La conocemos por un retrato que hizo pintar en el monte Celio poco después de su elección, para quedarse de alguna manera entre sus hermanos. Aparecía allí de mediana estatura, con el libro de los Evangelios en la mano izquierda y la derecha en actitud de bendecir: continente afable, nariz remangada y más grande que pequeña, frente ancha y hermosa, barba prominente, manos finas y muy bellas, dedos finísimos, ojos pequeños, pero en gran manera claros y penetrantes. Estas apariencias no corresponden a la grandeza de sus obras. En aquel cuerpo pequeño y enfermizo se encerraba un alma indomable. Si al principio tembló ante la carga que le echaban encima, no tardó en decidirse a llevarla estoicamente y casi sin esperanza.
Como la mayoría de los oradores populares, Gregorio poseía el don, precioso y peligroso a la vez, de sentir en sí mismo el eco vivo de las pasiones que agitaban a la muchedumbre. ¿Querrá Dios salvar al mundo?, se preguntaban las gentes. ¿No está cercano el fin de los tiempos? Todo eran guerras, pestes, huracanes, inundaciones, temblores de tierra. Recordábase la tradición popular recogida por Plinio: «Siempre que en Roma se ha sentido algún terremoto, ha sido presagio de algún cataclismo.» Los monjes se acordaban muy particularmente de la profecía de su patriarca: «Roma no será destruida por extranjeros, sino que la asolarán de tal manera las tempestades y las sacudidas de la Naturaleza, que acabará por sí misma.» Y los agoreros recogían aquellas palabras de Lactancio: «Cuando haya sucumbido Roma, ¿quién duda que eso será el fin de la humanidad?» Intérprete patético de estas preocupaciones, Gregorio clamaba dirigiéndose a su pueblo: «¿Dónde está el Senado? ¿Dónde la multitud? No veo más que edificios destruidos y murallas que se arruinan. Despreciemos este mundo como una antorcha ya extinguida y sepultemos nuestros deseos mundanos en la muerte del mismo mundo.»
No obstante, el espanto procedía menos de una convicción que de una preocupación. Nunca llegó a desalentarse. Nunca le impidió trabajar por el pueblo y la Iglesia. A la vez que exhortaba a los fieles a prepararse para el fin del mundo, negociaba con los lombardos, mantenía correspondencia con el mundo entero, moderaba en Francia los furores de Fredegunda, enviaba misioneros a Inglaterra, confirmaba el triunfo de la fe en España, reprimía a los herejes en áfrica, vigilaba las vicisitudes del cristianismo en Persia y en Arabia, intervenía con el emperador y deshacía los amagos de cisma en Oriente. Bajo sus pies crujía el mundo, y él seguía laborando impávido. Con una mano impedía la desaparición de Roma; con la otra derramaba más allá de los mares la semilla de que pronto surgirían nuevos pueblos católicos. Luchaba contra la peste, contra los temblores de tierra, contra los bárbaros heréticos y los bárbaros idólatras, contra el paganismo—muerto e infecto, pero insepulto—, contra su propio cuerpo, consumido por las enfermedades, y se ha podido decir que el alma de Gregorio era lo único enteramente sano que existía en toda la humanidad. Tal es el dramático sino de aquel gran carácter: se figuraba trabajar por sostener el mundo antiguo, y por ese mismo sentido del cumplimiento del deber se convierte en iniciador de los tiempos nuevos.
Su voluntad rectilínea aparece sobre todo en sus relaciones con el Imperio. Los soberanos de Bizancio tuvieron en él el más dócil de sus vasallos, pero siempre que no atentasen contra los derechos de la Iglesia. «Conocéis mi carácter—escribía a su nuncio en Constantinopla—; sé aguardar y aguantar por mucho tiempo; pero una vez que he resuelto resistir, me lanzo con alegría a todos los peligros. Antes morir que ver la Iglesia del apóstol San Pedro degenerar entre mis manos.» El emperador Mauricio era su amigo particular; pero también él tuvo que oír las enérgicas protestas del Pontífice. «No tomo la palabra—le escribía—ni como obispo ni como súbdito, sino simplemente llevado del derecho que encuentro en mi corazón de hombre.» Y terminaba: «Por lo que a mí hace, he cumplido con mi deber: he rendido a mi emperador el tributo de la obediencia que debo a mi emperador, y a mi Dios el testimonio de mi conciencia, que no debo sino a Dios.» Y a una contestación desabrida del príncipe, replicaba pacientemente: «Recuerde el piísimo emperador que, aunque yo no fuera sacerdote, reputaría una gran injuria a un sacerdote el creerlo mentiroso, siendo así que por oficio está destinado a servir a la verdad. Además, se me llama necio. Y confieso que lo soy: lo dirían todas las cosas si no lo dijera vuestra piedad. Porque si no lo fuese, jamás hubiera aceptado este cargo de Pontífice. Sufro con ánimo alegre el desprecio que se dirige a mi persona, pero tengo que considerar también la dignidad del sacerdocio.»
Esta mezcla divina de humildad y altivez aparece también en su contienda con el patriarca Juan el Ayunador, muy ufano de su título de Universal o Ecuménico, Gregorio protesta contra esa palabra, que puede ser germen de discordias en la Iglesia. Él mismo la rechaza para sí. Escribiendo al patriarca de Alejandría, le dice: «Habíamos quedado en que no debíais dar ese título ni a mí ni a nadie. Busquemos la elevación de la virtud y no de las palabras, que hinchan la vanidad y dañan la caridad. No quiero darme gloria con lo que deshonra a mis hermanos. Mi honor es el de la Iglesia universal; mi grandeza es la de mis hermanos en el episcopado.»
A partir de este momento, Gregorio, en los actos públicos, se llamará siempre siervo de los siervos de Dios. Y no se trataba de simples palabras. Se preocupaba de los humildes, como si no hubiera tenido que atender a las grandes empresas de su política mundial. Si en el Libro de la regla pastoral, una de las obras que más influyeron en la Edad Media, dejaba al clero una norma de vida, en sus Homilías se entrega al pueblo con un abandono conmovedor. No tiene la amplitud sonora de San Juan Crisóstomo, ni la modalidad espontánea e impresionista de San Agustín, ni el sentido critico que distingue a San Jerónimo, ni los adornos literarios del Nacianceno; pero su palabra es tan eminentemente comunicativa, tan animada, tan pastoral, tan íntima, que la muchedumbre le escucha religiosamente, le sigue conmovida, le aplaude. Él se excusa y dice: «Muy a menudo, al encontrarme solo, leo la Escritura y no la entiendo; póngome entre vosotros, mis hermanos, y la entiendo de súbito. Quisiera saber quiénes son aquellos por medio de los cuales se me da esta diligencia inesperada. Así, por gracia de Dios, mientras la inteligencia crece en mí, disminuye el orgullo, ya que lo que os enseño lo aprendo entre vosotros. Os lo confesaré, hijos míos: la mayor parte de las veces oigo en mis oídos lo que os digo, en el mismo momento en que os lo digo; no hago más que repetir. Cuando no entiendo a Ezequiel, me reconozco a mí mismo; entonces soy yo, soy el ciego; y cuando lo entiendo es por el don de Dios, que me viene por medio de vosotros. A veces también entiendo la Escritura en mi retiro, pero es cuando lloro mis pecados; me agradan las lágrimas silenciosas. Entonces la contemplación me arrebata en sus alas.»
Profundamente populares fueron también sus reformas litúrgicas. Al corregir los libros del culto, al poner orden en las ceremonias, al fijar definitivamente y embellecer el canto de la Iglesia, al crear la Schola cantorum, encargada de transmitirle a las futuras generaciones, ponía a disposición de toda la cristiandad un instrumento de oración y de belleza que haría olvidar a Roma los juegos sangrientos del anfiteatro. La misma idea del bienestar del pueblo fue el alma de toda su solicitud episcopal. «Dió al mundo—dice Bossuet—el modelo perfecto del gobierno eclesiástico; fue un admirable administrador, pero nunca se le ocurrió amontonar riquezas.» «En su tiempo—dice el biógrafo—, la Iglesia se había convertido en una especie de almacén al que acudía todo el mundo.» Él mismo presidía todas las grandes fiestas, y al principio de cada mes, las reparticiones de trigo, vino, legumbres, carne, pescado y vestidos. Rescataba los esclavos, mejoraba la situación de los colonos, alimentaba diariamente a tres mil vírgenes, y su cuidado de los pobres era tal, que, habiendo oído que uno acababa de morir de hambre, ayunó él durante muchos días. Pero sabía que el pobre, además de pan, necesita justicia, y, realmente, Gregorio fue el heraldo de la justicia, del derecho y de la libertad delante de los emperadores, de los exarcas, de los obispos y de los pueblos. «Mi ministerio—escribía—me impone acudir allí donde lo exige la justicia.» Y en oirá parte dice esta sentencia sublime: «Los reyes de las naciones son amos de esclavos; pero el que manda a los romanos debe ser señor de hombres libres. Hagáis lo que hagáis, salvad primero los derechos de la justicia y respetad luego los de la libertad. Conceded a vuestros sometidos la libertad que vuestros superiores os dan a vosotros.» Estas palabras inauguran la gran voz de los Papas de la Edad Media, convertida, cuando el alma de los pueblos estaba aún aletargada, en conciencia viviente del mundo del espíritu, discerniendo y siguiendo con mirada de águila los actos de los emperadores y los reyes, de los magnates y los obispos.
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