Con razón Prudencio se lamentaba: "¡Oh inveterado olvido de la antigüedad callada! Esto mismo se nos envidia, y se extingue la misma fama. El blasfemo perseguidor nos arrebató hace tiempo las Actas para que los siglos no esparcieran en los oídos de los venideros, con sus lenguas dulces, el orden, el tiempo y el modo indicado del martirio".
Y lo confirma Eusebio, diciendo que bajo el imperio de Diocleciano se promulgó un edicto imperial ordenando destruir los sagrados códices en los que se contenían las Actas de los mártires, para que nada de ellos quede de recuerdo.
Por eso hemos de bucear cuidadosamente en los escritos antiguos para deducir lo que quisiéramos tener por cierto, no sea que las laudes que de los mártires Emeterio y Celedonio digamos, no se encierren en los marcos ciertos que son su mejor orla.
Calahorra celebra desde el siglo III la gloria de dos hijos suyos llamados Emeterio y Celedonio, que sufrieron martirio por la fe de Jesucristo en una de tantas persecuciones como el Imperio romano decretó contra la Iglesia.
Pocos son los documentos de la antigüedad que narren sus vidas y su martirio. El poeta Aurelio Prudencio, gloria calagurritana, ha dejado descrita parte de la vida y bellamente narrado su martirio en el primer himno del Peristephanon, escrito, como dicen los críticos, antes del año 401, fecha en que se ausentó de Calahorra para trasladarse a Roma.
Sabemos dónde los Santos —como Calahorra llama a sus mártires— labraron el final de su corona; no sabemos, empero, dónde el sol iluminó sus cunas ni dónde la fe los amamantó para Cristo.
Bien pudo ser Calahorra, la gloriosa e histórica, quien acunó a sus Santos, ya que en tiempos antiguos fue lugar preeminente de reclutamiento para dar soldados expertos y valientes al Imperio. Y fieles, como pocos, fueron elegidos para cuidar de la sagrada vida de los que regían los destinos del mundo, como narra Suetonio al hacernos saber que Augusto tuvo su guardia personal de calagurritanos.
Soldados sí lo fueron: "Los soldados que quiso Cristo para sí, dice el vate calagurritano, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo; el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, lucha ahora en pugnas sagradas".
Y de Calahorra posiblemente fueron naturales, porque en esta histórica ciudad les sorprendió la persecución, habiendo tenido que dejar "las banderas del Cesar, eligen la insignia de la cruz, y, en vez de las clámides hinchadas de los dragones con que se vestían, llevan delante la señal sagrada que deshizo la cabeza del dragón".
¿Cuál había de ser su refugio al abandonar la legión romana, sino su pueblo natal, donde, al abrigo de parientes y amigos, cultivan las tierras o se dedican a la artesanía, tan apreciada por entonces?
Ha sido para muchos motivo de duda, e incluso motivo de dar a los Santos la ciudad de León como lugar de nacimiento, el dato que nos suministran los antifonarios, leccionarios y breviarios de León, pertenecientes al siglo XIII. Dicen que Emeterio y Celedonio eran ex legione, traduciendo esa frase: de León. Sin duda alguna ha de leerse: pertenecientes a la Legión VII Gemina Pía Félix, que estuvo acampada cerca de la antigua Lancia (hoy León), y que, por ello, con toda seguridad, tiene dedicada León una calle a la Legión VII.
Aclara este concepto el documento histórico llamado Actas de Tréveris, del siglo VII probablemente, al expresar que "es fama que los soldados Emeterio y Celedonio fueron legionarios en el lugar del que toma hoy el nombre la ciudad".
Durante el ejercicio militar fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques, o collar, como dice el poeta: "Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas". Esta condecoración estaba tachada de pagana en los días de Prudencio y lo expresa la carta que los Padres conciliares de Aquiles dirigen a los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio.
No es sorprendente que a las distinciones primeras sucedan ahora los vituperios y persecuciones, porque la historia nos testifica de altos oficiales vilmente degradados, incluso soldados ignominiosamente arrojados del servicio militar por el grave delito de ser cristianos. Apostasía o abandonar el ejército romano, puede ser el lema de esta persecución, conforme dice Prudencio: "Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo" , por lo que si para los ajenos a la legión era difícil pasar desapercibidos, mucho más lo sería para estos soldados, que tenían ciertos ritos paganos como obligatorios en sus ordenanzas militares.
No queda a los Santos otra salida que dejar la legión romana y retirarse a su ciudad natal, donde, al amparo de los hermanos en la fe, pueden seguir sirviendo a Cristo y ser ejemplos vivos de entereza cristiana para aquellos habitantes que no todos. Por desgracia sentían pujante en sus entrañas la vitalidad religiosa de la fe.
Sorprende un dato digno de tenerse en cuenta: como no registra Prudencio el lugar de nacimiento de los mártires, tampoco expresa circunstancias ni nombres por donde vengamos en deducir la fecha aproximada de su martirio. ¿Fue en la persecución de Diocleciano, al principio de la misma, cuando estaba en apogeo la influencia de Galerio en Oriente y en Occidente la de Maximiano Hércules?; ¿Fue en la persecución de Valeriano, en la segunda mitad del siglo III como los mártires de Cirta, cuyas cabezas fueron segadas en las márgenes de un río, por donde rodaron aquellos sagrados despojos?
"Ignórase a punto fijo la época de su martirio —escribe La Fuente— y que suele fijarse a mediados del siglo III, y aun algunos escritores la adelantan al siglo II. Es lo cierto que el poeta Prudencio, nacido a mediados del siglo IV, habla de aquel suceso como de cosa antigua, lo que no pudiera decir si el martirio hubiese tenido lugar en tiempo de Daciano, hacia el 304, época a la cual alcanzaron los padres del poeta".
Sin embargo, como las fechas y el lugar no parecen tener importancia para los escritores antiguos, hemos de conformarnos con seguir la huella gloriosa que de ellos nos ha dejado el poeta en sus bellos versos tetrámetros trocaicos catalectos, relegando estos datos que a nuestra crítica moderna tanto importan. Tanto mejor para ilustrar con el dulce recuerdo aquellos años que no los podemos contar.
Existe en la parte alta de Calahorra, en donde antaño estuvo la catedral y más tarde un convento de franciscanos, una magnífica iglesia dedicada al Salvador, título que conserva, casi con seguridad, como imborrable recuerdo de aquella primera catedral visigótica dedicada al Salvador y que fue destruida por la invasión musulmana por el año 932, conforme reza el códice primero del archivo catedralicio.
Se había construido, como otras catedrales, junto a la residencia real y que, por su altura excepcional, fue elegida en tiempos remotísimos como lugar de defensa primordial de las márgenes del Ebro contra posibles invasiones.
A este lugar, sin duda alguna, fueron presentados ante los gobernadores romanos, especialmente ante el capitán de la guardia romana, y de éste, al juez que habría de entender en la causa denunciada.
Y aquí serían sometidos a largos interrogatorios qué nos han quedado registrados en muchas actas de mártires, en los que brilla tanto la sagacidad de los jueces con insidiosas promesas, como su odio satánico, no permitiéndose descanso hasta conseguir la apostasía o el martirio.
Antes de ser llevados a las márgenes del arenal que baña el Cidacos para su triunfo definitivo, los Santos fueron llevados y aherrojados en las oscuras mazmorras que estaban construidas en los bajos del enorme torreón que se levantaba en la parte noroeste de la ciudad, con sus puentes levadizos y con su magnífica atalaya, desde donde se domina la hermosa y fértil vega que se filtra por entre los montes que se estriban en Peña Isasa.
Aún hoy existe aquel lugar, sobre cuyas ruinas se levantó hace siglos una suntuosa "casa santa", como el pueblo devoto la llama, y a donde acuden fervientes los devotos a implorar protección, y desde donde, antaño, salían las procesiones para trasladarse a la catedral y venerar las santas reliquias en tiempos de peste y guerras.
En aquel lugar, sin luz ni ventilación apenas, se desarrollarían las dramáticas escenas que canta Prudencio: "El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados, dulce el ser atravesados por el hierro".
La oración y santa emulación serían constantes compañeras de los soldados cristianos para sostenerse felices en la cárcel, entre cadenas y tormentos. "Ninguna de ambas cosas tratemos de evitar, podrían decir con San Ignacio de Antioquía, sino que en las injusticias aprendo yo más bien a ser discípulo, a fin de alcanzar a Jesucristo. ¡Ojalá goce yo de los tormentos que me están preparados, pues no son dignos los padecimientos del tiempo presente en parangón de la gloria que ha de revelarse en nosotros!".
"Entonces se enardecen los corazones amados de los dos hermanos, a quienes había unido siempre la comunión de la misma fe: están dispuestos a sufrir cuanto su última suerte les depare", dice el poeta.
Esta fraternidad la hallamos en los códices y breviarios, en los autores que los consideran como hermanos de sangre. No obstante, lo obvio y lógico de esta fraternidad estriba en la identidad de fe, de nacimiento, de profesión militar y de tormentos, puesto que cristianos ambos se habían amamantado juntos en la misma cuna de la diócesis calagurritana; juntos habían departido en la legión romana los días felices y las fatigas de la vida militar; juntos habían sido detenidos y aherrojados a las cárceles y juntos también bajarían al arenal para juntas volar sus almas al cielo.
Ahora podemos aplicarles bellamente aquellas palabras del misal gótico en la misa de estos Santos: "Arrojan las lanzas, se despojan de todo signo militar y se sienten movidos a trabar una batalla celeste que al principio no hablan conocido".
Los Santos se hacen reflexiones que pone en sus labios el poeta Prudencio: "¿Por ventura hemos de ser entregados al demonio, nosotros que somos creados para Cristo y llevando la imagen de Dios hemos de servir al mundo? No, el alma celestial no puede mezclarse con las tinieblas".
"Ya es tiempo de dar a Dios lo que es propio de Dios", exclama el poeta de Calahorra, haciendo alusión a la vida que los mártires han llevado en el servicio del Cesar.
"Cuando esto dijeron los mártires —prosigue Prudencio—, se ven cubiertos con mil tormentos, y el rigor airado ata con ligaduras entrambas manos y una cadena rodea en pesados círculos sus cuellos heridos". Es la secuela del odio del tirano.
"Oh tribunos: Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas; ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos". Es la contestación a la ira de los verdugos. Hermosa contestación de todos los tiempos y de todos los mártires, ya que el Espíritu de Dios es quien inspira a ellos lo que han de decir a los perseguidores. Y la multitud presenció el martirio de los Santos. Tanto los testigos como el verdugo vieron con estupor dos prodigios que relata Prudencio: el anillo de Emeterio simbolizando la fe, se eleva por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello lleva prendido Celedonio le es arrebatado para perderse en las alturas.
"Esto lo vio la multitud que estaba presente, y lo vio también el verdugo. Vacilante contuvo su mano y palideció de pavor; pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria".
El arenal del Cidacos, por donde hoy está la bella catedral, se tiñó, de sangre, en tanto las almas de nuestros Santos "volaron como dos regalos enviados al cielo e indicaron con sus fulgores que tenían abierto el camino de la gloria".
Así, como corresponde al hecho sublime, con sencilla expresión del poeta, queda narrada la gloriosa muerte de los Santos.
Sus sagrados despojos los recogió la iglesia calagurritana con inmensa devoción. Los llevó a su catedral del Salvador, donde les rindió extraordinario culto durante siglos.
Su gloria se extendió por la Iglesia española y traspasó los Pirineos. Y sus reliquias también fueron llevadas a multitud de lugares que aún en nuestros días les tributan su homenaje en iglesias a su nombre levantadas. Guipúzcoa y Vizcaya con Navarra se glorían de tenerlos en suntuosos templos. Y dicen que Santander debe su nombre a San Meder, como era llamado Emeterio en los primeros tiempos; tiene en su catedral, bajo el altar mayor de rico mármol, envueltas en ricos joyeros de oro y plata con piedras preciosas, insignes reliquias de los Santos.
Calahorra, junto al arenal, construyó su catedral y pulcro baptisterio, al que dedicó Prudencio su himno VIII del Peristephanor. Y en su altar mayor guarda con mimo y venera con devoción las sacrosantas reliquias. Allí acuden, somos testigos, los fieles de Calahorra y de Soria, los de Navarra y Burgos, hasta de las regiones más apartadas saben acudir fervientes, buscando amparo y alivio cabe estas reliquias sagradas.
Nadie les invoca sin fruto y el lloroso peregrino puede volver alegre a su hogar obtenido cuanto de justo pidió, pues Cristo bueno nada niega a sus testigos del arenal.
Su fiesta se celebra el 3 de marzo, pero como recuerdo del traslado de las sagradas reliquias que desde la antigua catedral del Salvador fueron llevadas en procesión, con asistencia de prelados de la Iglesia y gobernantes de España, su fiesta litúrgica más solemne ha quedado el día 31 de agosto.
Y lo confirma Eusebio, diciendo que bajo el imperio de Diocleciano se promulgó un edicto imperial ordenando destruir los sagrados códices en los que se contenían las Actas de los mártires, para que nada de ellos quede de recuerdo.
Por eso hemos de bucear cuidadosamente en los escritos antiguos para deducir lo que quisiéramos tener por cierto, no sea que las laudes que de los mártires Emeterio y Celedonio digamos, no se encierren en los marcos ciertos que son su mejor orla.
Calahorra celebra desde el siglo III la gloria de dos hijos suyos llamados Emeterio y Celedonio, que sufrieron martirio por la fe de Jesucristo en una de tantas persecuciones como el Imperio romano decretó contra la Iglesia.
Pocos son los documentos de la antigüedad que narren sus vidas y su martirio. El poeta Aurelio Prudencio, gloria calagurritana, ha dejado descrita parte de la vida y bellamente narrado su martirio en el primer himno del Peristephanon, escrito, como dicen los críticos, antes del año 401, fecha en que se ausentó de Calahorra para trasladarse a Roma.
Sabemos dónde los Santos —como Calahorra llama a sus mártires— labraron el final de su corona; no sabemos, empero, dónde el sol iluminó sus cunas ni dónde la fe los amamantó para Cristo.
Bien pudo ser Calahorra, la gloriosa e histórica, quien acunó a sus Santos, ya que en tiempos antiguos fue lugar preeminente de reclutamiento para dar soldados expertos y valientes al Imperio. Y fieles, como pocos, fueron elegidos para cuidar de la sagrada vida de los que regían los destinos del mundo, como narra Suetonio al hacernos saber que Augusto tuvo su guardia personal de calagurritanos.
Soldados sí lo fueron: "Los soldados que quiso Cristo para sí, dice el vate calagurritano, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo; el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, lucha ahora en pugnas sagradas".
Y de Calahorra posiblemente fueron naturales, porque en esta histórica ciudad les sorprendió la persecución, habiendo tenido que dejar "las banderas del Cesar, eligen la insignia de la cruz, y, en vez de las clámides hinchadas de los dragones con que se vestían, llevan delante la señal sagrada que deshizo la cabeza del dragón".
¿Cuál había de ser su refugio al abandonar la legión romana, sino su pueblo natal, donde, al abrigo de parientes y amigos, cultivan las tierras o se dedican a la artesanía, tan apreciada por entonces?
Ha sido para muchos motivo de duda, e incluso motivo de dar a los Santos la ciudad de León como lugar de nacimiento, el dato que nos suministran los antifonarios, leccionarios y breviarios de León, pertenecientes al siglo XIII. Dicen que Emeterio y Celedonio eran ex legione, traduciendo esa frase: de León. Sin duda alguna ha de leerse: pertenecientes a la Legión VII Gemina Pía Félix, que estuvo acampada cerca de la antigua Lancia (hoy León), y que, por ello, con toda seguridad, tiene dedicada León una calle a la Legión VII.
Aclara este concepto el documento histórico llamado Actas de Tréveris, del siglo VII probablemente, al expresar que "es fama que los soldados Emeterio y Celedonio fueron legionarios en el lugar del que toma hoy el nombre la ciudad".
Durante el ejercicio militar fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques, o collar, como dice el poeta: "Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas". Esta condecoración estaba tachada de pagana en los días de Prudencio y lo expresa la carta que los Padres conciliares de Aquiles dirigen a los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio.
No es sorprendente que a las distinciones primeras sucedan ahora los vituperios y persecuciones, porque la historia nos testifica de altos oficiales vilmente degradados, incluso soldados ignominiosamente arrojados del servicio militar por el grave delito de ser cristianos. Apostasía o abandonar el ejército romano, puede ser el lema de esta persecución, conforme dice Prudencio: "Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo" , por lo que si para los ajenos a la legión era difícil pasar desapercibidos, mucho más lo sería para estos soldados, que tenían ciertos ritos paganos como obligatorios en sus ordenanzas militares.
No queda a los Santos otra salida que dejar la legión romana y retirarse a su ciudad natal, donde, al amparo de los hermanos en la fe, pueden seguir sirviendo a Cristo y ser ejemplos vivos de entereza cristiana para aquellos habitantes que no todos. Por desgracia sentían pujante en sus entrañas la vitalidad religiosa de la fe.
Sorprende un dato digno de tenerse en cuenta: como no registra Prudencio el lugar de nacimiento de los mártires, tampoco expresa circunstancias ni nombres por donde vengamos en deducir la fecha aproximada de su martirio. ¿Fue en la persecución de Diocleciano, al principio de la misma, cuando estaba en apogeo la influencia de Galerio en Oriente y en Occidente la de Maximiano Hércules?; ¿Fue en la persecución de Valeriano, en la segunda mitad del siglo III como los mártires de Cirta, cuyas cabezas fueron segadas en las márgenes de un río, por donde rodaron aquellos sagrados despojos?
"Ignórase a punto fijo la época de su martirio —escribe La Fuente— y que suele fijarse a mediados del siglo III, y aun algunos escritores la adelantan al siglo II. Es lo cierto que el poeta Prudencio, nacido a mediados del siglo IV, habla de aquel suceso como de cosa antigua, lo que no pudiera decir si el martirio hubiese tenido lugar en tiempo de Daciano, hacia el 304, época a la cual alcanzaron los padres del poeta".
Sin embargo, como las fechas y el lugar no parecen tener importancia para los escritores antiguos, hemos de conformarnos con seguir la huella gloriosa que de ellos nos ha dejado el poeta en sus bellos versos tetrámetros trocaicos catalectos, relegando estos datos que a nuestra crítica moderna tanto importan. Tanto mejor para ilustrar con el dulce recuerdo aquellos años que no los podemos contar.
Existe en la parte alta de Calahorra, en donde antaño estuvo la catedral y más tarde un convento de franciscanos, una magnífica iglesia dedicada al Salvador, título que conserva, casi con seguridad, como imborrable recuerdo de aquella primera catedral visigótica dedicada al Salvador y que fue destruida por la invasión musulmana por el año 932, conforme reza el códice primero del archivo catedralicio.
Se había construido, como otras catedrales, junto a la residencia real y que, por su altura excepcional, fue elegida en tiempos remotísimos como lugar de defensa primordial de las márgenes del Ebro contra posibles invasiones.
A este lugar, sin duda alguna, fueron presentados ante los gobernadores romanos, especialmente ante el capitán de la guardia romana, y de éste, al juez que habría de entender en la causa denunciada.
Y aquí serían sometidos a largos interrogatorios qué nos han quedado registrados en muchas actas de mártires, en los que brilla tanto la sagacidad de los jueces con insidiosas promesas, como su odio satánico, no permitiéndose descanso hasta conseguir la apostasía o el martirio.
Antes de ser llevados a las márgenes del arenal que baña el Cidacos para su triunfo definitivo, los Santos fueron llevados y aherrojados en las oscuras mazmorras que estaban construidas en los bajos del enorme torreón que se levantaba en la parte noroeste de la ciudad, con sus puentes levadizos y con su magnífica atalaya, desde donde se domina la hermosa y fértil vega que se filtra por entre los montes que se estriban en Peña Isasa.
Aún hoy existe aquel lugar, sobre cuyas ruinas se levantó hace siglos una suntuosa "casa santa", como el pueblo devoto la llama, y a donde acuden fervientes los devotos a implorar protección, y desde donde, antaño, salían las procesiones para trasladarse a la catedral y venerar las santas reliquias en tiempos de peste y guerras.
En aquel lugar, sin luz ni ventilación apenas, se desarrollarían las dramáticas escenas que canta Prudencio: "El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados, dulce el ser atravesados por el hierro".
La oración y santa emulación serían constantes compañeras de los soldados cristianos para sostenerse felices en la cárcel, entre cadenas y tormentos. "Ninguna de ambas cosas tratemos de evitar, podrían decir con San Ignacio de Antioquía, sino que en las injusticias aprendo yo más bien a ser discípulo, a fin de alcanzar a Jesucristo. ¡Ojalá goce yo de los tormentos que me están preparados, pues no son dignos los padecimientos del tiempo presente en parangón de la gloria que ha de revelarse en nosotros!".
"Entonces se enardecen los corazones amados de los dos hermanos, a quienes había unido siempre la comunión de la misma fe: están dispuestos a sufrir cuanto su última suerte les depare", dice el poeta.
Esta fraternidad la hallamos en los códices y breviarios, en los autores que los consideran como hermanos de sangre. No obstante, lo obvio y lógico de esta fraternidad estriba en la identidad de fe, de nacimiento, de profesión militar y de tormentos, puesto que cristianos ambos se habían amamantado juntos en la misma cuna de la diócesis calagurritana; juntos habían departido en la legión romana los días felices y las fatigas de la vida militar; juntos habían sido detenidos y aherrojados a las cárceles y juntos también bajarían al arenal para juntas volar sus almas al cielo.
Ahora podemos aplicarles bellamente aquellas palabras del misal gótico en la misa de estos Santos: "Arrojan las lanzas, se despojan de todo signo militar y se sienten movidos a trabar una batalla celeste que al principio no hablan conocido".
Los Santos se hacen reflexiones que pone en sus labios el poeta Prudencio: "¿Por ventura hemos de ser entregados al demonio, nosotros que somos creados para Cristo y llevando la imagen de Dios hemos de servir al mundo? No, el alma celestial no puede mezclarse con las tinieblas".
"Ya es tiempo de dar a Dios lo que es propio de Dios", exclama el poeta de Calahorra, haciendo alusión a la vida que los mártires han llevado en el servicio del Cesar.
"Cuando esto dijeron los mártires —prosigue Prudencio—, se ven cubiertos con mil tormentos, y el rigor airado ata con ligaduras entrambas manos y una cadena rodea en pesados círculos sus cuellos heridos". Es la secuela del odio del tirano.
"Oh tribunos: Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas; ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos". Es la contestación a la ira de los verdugos. Hermosa contestación de todos los tiempos y de todos los mártires, ya que el Espíritu de Dios es quien inspira a ellos lo que han de decir a los perseguidores. Y la multitud presenció el martirio de los Santos. Tanto los testigos como el verdugo vieron con estupor dos prodigios que relata Prudencio: el anillo de Emeterio simbolizando la fe, se eleva por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello lleva prendido Celedonio le es arrebatado para perderse en las alturas.
"Esto lo vio la multitud que estaba presente, y lo vio también el verdugo. Vacilante contuvo su mano y palideció de pavor; pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria".
El arenal del Cidacos, por donde hoy está la bella catedral, se tiñó, de sangre, en tanto las almas de nuestros Santos "volaron como dos regalos enviados al cielo e indicaron con sus fulgores que tenían abierto el camino de la gloria".
Así, como corresponde al hecho sublime, con sencilla expresión del poeta, queda narrada la gloriosa muerte de los Santos.
Sus sagrados despojos los recogió la iglesia calagurritana con inmensa devoción. Los llevó a su catedral del Salvador, donde les rindió extraordinario culto durante siglos.
Su gloria se extendió por la Iglesia española y traspasó los Pirineos. Y sus reliquias también fueron llevadas a multitud de lugares que aún en nuestros días les tributan su homenaje en iglesias a su nombre levantadas. Guipúzcoa y Vizcaya con Navarra se glorían de tenerlos en suntuosos templos. Y dicen que Santander debe su nombre a San Meder, como era llamado Emeterio en los primeros tiempos; tiene en su catedral, bajo el altar mayor de rico mármol, envueltas en ricos joyeros de oro y plata con piedras preciosas, insignes reliquias de los Santos.
Calahorra, junto al arenal, construyó su catedral y pulcro baptisterio, al que dedicó Prudencio su himno VIII del Peristephanor. Y en su altar mayor guarda con mimo y venera con devoción las sacrosantas reliquias. Allí acuden, somos testigos, los fieles de Calahorra y de Soria, los de Navarra y Burgos, hasta de las regiones más apartadas saben acudir fervientes, buscando amparo y alivio cabe estas reliquias sagradas.
Nadie les invoca sin fruto y el lloroso peregrino puede volver alegre a su hogar obtenido cuanto de justo pidió, pues Cristo bueno nada niega a sus testigos del arenal.
Su fiesta se celebra el 3 de marzo, pero como recuerdo del traslado de las sagradas reliquias que desde la antigua catedral del Salvador fueron llevadas en procesión, con asistencia de prelados de la Iglesia y gobernantes de España, su fiesta litúrgica más solemne ha quedado el día 31 de agosto.
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