Teodorico, rey de Austrasia, y Clotário, rey de Neustria. Los dos jefes de los francos, uniéronse en 529 para hacer la guerra a los turingios, un pueblo de la confederación sajona, y después de muchas victorias, saqueos y despojos volvieron a su tierra para repartirse el botin. Entre otros muchos prisioneros, a Clotario le tocaron en suerte dos hijos del rey turingio, que estaban todavía en la infancia. Eran hermano y hermana. La niña se llamaba Radegundis. Apenas tenía ocho años, pero su hermosura precoz produjo tal impresión en el príncipe franco, que resolvió educarla como convenía a su estirpe, para hacerla su esposa. Llevada a una de las residencias reales, al dominio de Aties, sobre el Somme, la niña recibió, no la formación rudimentaria de las jóvenes de raza germánica, que sólo aprendían a hilar y a seguir la caza al galope, sino la refinada educación de las patricias galas. Juntamente con las labores propias de una mujer elegante, adquirió el conocimiento de las letras griegas y latinas, deleitándose en la lectura de los poetas profanos y en las de los autores eclesiásticos. Los libros la introducían en un mundo ideal, donde olvidaba la tragedia lamentable de su familia y de su patria. Las vidas de los santos la hacían llorar de contento; entonces deseaba el martirio; pero como eso no podía ser, se esforzaba por imitarlos en otras cosas. Gozábase viéndose rodeada de niños; repartia entre ellos las sobras de su mesa, los lavaba la cara, los sentaba a su lado, los servía ella misma y los daba de deber. Esta tropa infantil la seguía cuando iba al oratorio, y un clérigo caminaba delante llevando una cruz de madera. Su mayor contento por aquellos días era limpiar el piso del santuario, adornar los altares, quitar el polvo de los lienzos sagrados y hacer cirios que ardiesen delante de los santos.
Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»
Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.
Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»
La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.
Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»
Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampoco navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»
Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»
Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.
Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»
La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.
Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»
Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampoco navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»
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