Fue un héroe y un apóstol. Suya es la gloria de haber plantado la primera cruz en su tierra de Northumbria.
San Agustin de Cantorbery había empezado la conquista espiritual de Inglaterra; vino luego la reacción pagana, y los misioneros de Roma se replegaron. Al empezar de nuevo el avance, otros competidores les disputaban el campo: ellos, los hijos de San Benito, subían del Sur; del Norte bajaban los de San Columba, protegidos por la espada del rey Oswaldo.
Oswaldo era el noveno descendiente de Odín, padre del Olimpo anglosajón. Hijo de los dioses, pertenecía a la familia real de Nortumbria. Su padre, Etelfrido el Devastador, fue un rey incendiario y sanguinario. Sus violencias le valieron a él la muerte y al hijo el destierro. Niño todavía, Oswaldo, seguido de un cortejo de magnates, buscó un refugio entre los escotes del Norte. Los escotes eran ya cristianos. El soplo ardiente y huracanado de Columba, el gran misionero irlandés, había pasado por su país, unos lustros antes, quemando encinas sagradas y abrasando los corazones en el amor de Cristo. Cuando, hacia el 615, Oswaldo llegó a aquella tierra, las gentes no hablaban más que de Columba y de su Evangelio. Y a fuerza de oír hablar a los monjes y a los aldeanos, llenóse también él de amor por aquella naturaleza mística y arrebatada como la suya, y empezó a pensar que el heroísmo no estaba reñido con el cristianismo. Con la impetuosidad propia de su carácter, se hizo catecúmeno de los misioneros celtas, escuchó maravillado la revelación de los dogmas evangélicos, y habiendo recibido las aguas del Bautismo, se convirtió en un propagador entusiasta de su nueva religión.
Entre tanto, sajones y bretones se disputaban el terreno en Northumbria. El terrible Cadwallon, heredero del ideal y de la ferocidad de Arthus, el héroe legendario de Bretaña, iba eliminando a todos los parientes del principo desterrado. Su hermano Eanfrido acababa de ser asesinado, después de renegar la fe. Oswaldo quiso vengarle. Tenía un temple de hierro y una decisión heroica. Seguido de un puñado de valientes, dirigióse al reino de sus mayores, dispuesto a morir o a destronar al formidable bretón. Los dos ejércitos se encontraron junto a la gran muralla que el emperador Severo había levantado de un mar a otro mar contra los pictos. Defendida la espalda por el muro romano, el príncipe anglosajón ocupaba una eminencia, en que su pequeña tropa podía hacer frente a los batallones enemigos. El nombre de aquella altura le pareció un buen augurio: se llamaba Campo del Cielo. El día antes de lanzarse al combate, hizo una cruz con dos ramas de encina, la plantó en el suelo, y, postrándose delante de ella, dijo a sus compañeros de armas: «Caigamos de rodillas e imploremos la misericordia de Dios. Él sabe que nuestra causa es justa, pues defendemos nuestra salud y nuestra libertad contra los que han jurado el exterminio de nuestra raza.» Pocas horas después, mientras dormía en su tienda, confiado ante el momento que iba a decidir su destino, le pareció que un monje de estatura gigante, de clara mirada, de rubio cabello y de aspecto entre belicoso y paternal, se acercaba sonriente a su lecho. Así le habían representado siempre a San Columba, el dulce e impetuoso fundador de Jona. Y no dudó que era él, al ver que extendía la cogulla sobre su cabeza, diciéndole: «Ten valor y obra varonilmente; he obtenido de Dios tu victoria y la muerte de los tiranos. Vencerás y reinarás.»
La victoria fue completa. Cadwallon, el último héroe de su raza, murió en el combate, y los bretones no volvieron a levantar cabeza. Con el sobrenombre de Lamn-Gwin, el de la espada que relumbra, Oswaldo se sentó en el trono de sus antepasados, y todos los reyes de la Heptarquía reconocieron su autoridad suprema. Sólo a él competia presidir el círculo dorado de los jefes, dar la señal del combate y llevar el penacho de plumas, que era el emblema del Bretwalda, caudillo universal de los anglosajones. Pero la dulzura evangélica había moderado los ímpetus de su sangre heroica. Su ideal no estaba en la guerra, sino en la paz y en la justicia. El Venerable Beda, que era nortumbrio como él, nos dice que logró practicar y fundir en uno los dos pueblos, separados por una lucha secular. El aglutinante fue la religión, aquella religión que había sido el consuelo de su destierro. Su corte se llenó de sabios monjes, su reino empezó a cubrirse de iglesias y monasterios. Los catequistas celtas recorrieron el país enseñando y bautizando. Los monjes romanos volvían a aparecer por el Sur. El primer misionero venido de Jona había fracasado completamente. Lleno de desaliento, abandonó la misión y se retiró a su monasterio, declarando que los anglos eran una raza indomable, de espíritu rudo y bárbaro, con la cual no había convivencia posible. Este informe sembró la consternación entre los hermanos de Jona; largo tiempo deliberaron sobre lo que debían hacer, hasta que uno de los asistentes, dirigiéndose al pusilámine predicador, le dijo: «Paréceme, hermano, que has sido demasiado duro con esa gente. No has empezado por ofrecerles, según la doctrina apostólica, la leche de una dulce doctrina, a fin de atraerlos poco a poco a la inteligencia y a la práctica de las cosas más perfectas.»
El que así hablaba era un monje prestigioso, llamado Aidán. Los monjes aprobaron su parecer, le confirieron las órdenes y le enviaron al rey Oswaldo. Oswaldo le construyó un monasterio, para que fuese como el centro de sus correrías apostólicas. Como Jona, la nueva fundación estaba en una isla; una isla que flotaba mirando al continente, no lejos del golfo de Edimburgo, frente a las verdes colmas del Northumberland y la playa arenosa de Bertwick. Era una isla llana, rocosa, sombría, refugio de la melancolía y de la esterilidad. Ni un pliegue en el terreno, y, salvo una colina medrosa, ni una línea que animase el horizonte y quitase la impresión de monotonía. Eso era Lindisfarme, la isla sagrada, el primer santuario que se levantó en aquella región, y el centro de la vida religiosa de aquellos primeros días de la conquista cristiana. Pero Aidán estaba encantado; su isla le parecía el paraíso, porque se parecía a Jona y le recordaba a su padre, el desterrado de Irlanda, y le hacía pensar en el paisaje austero, rudo y salvaje que había fortalecido sus años juveniles.
Oswaldo había encontrado a su apóstol, al sacerdote de corazón de padre para los humildes y de corazón de león para los soberbios, al hombre desdeñoso de la falsa grandeza y de la vana prosperidad, a la palabra vencedora de las inclinaciones perversas de su tiempo y de todos los tiempos. Los pueblos abandonaban sus supersticiones, los nobles renunciaban a sus instintos de venganza y las princesas consagraban a Cristo su virginidad. Oswaldo era el discípulo más ferviente del misionero. Pero, no contento de secundarle como rey y obedecerle como hijo, se entregaba, a ejemplo suyo, al ejercicio de todas las virtudes cristianas, pasando noches enteras en oración, ocupándose más aún del reino de los Cielos que de la patria terrestre que había sabido conquistar y por la cual sabría pronto morir, derramando sus riquezas entre los pobres, los enfermos y los extranjeros, a quienes el obispo distribuía el alimento de la palabra evangélica. No se desdeñaba tampoco de hacerse intérprete suyo para con el pueblo. Era un espectáculo encantador, dice el Venerable Beda, ver a este rey que durante su destierro había aprendido la lengua de los celtas, traducir a los grandes jefes, a los oficiales del palacio y a las gentes humildes los sermones del obispo, que aún no había llegado a dominar la lengua de los anglosajones. Esta tierna amistad, esta fraternidad apostólica, contribuyó a popularizar la memoria de los dos santos y a consagrarlos en los anales del pueblo inglés.
Pero lo bello y lo bueno dura poco en la tierra. La gloria de Oswaldo turbaba el sueño de otro de los jefes de la Heptarquía, el terrible Penda, rey de los mercios. Bajo la mano de hierro de este guerrero terrible, el reino de Mercia seguía siendo el foco del paganismo anglosajón. Durante algún tiempo, Penda había dejado tranquilo a su rival; pero los progresos que hacía el cristianismo entre los hombres de su raza y la conversión de Oswaldo, que él llamaba una traición a Odín, su común antepasado, acabaron por resolverle a la lucha. El combate fue terrible: murieron los más bravos caballeros de Mercia y de Nortumbria; murió un hermano de Penda, y Oswaldo, el grande y generoso Oswaldo, murió también. En su última hora, viendo el campo cubierto por los cadáveres de los suyos, tuvo una plegaria digna de un gran cristiano: «¡Dios mío —exclamó, recogiendo su aliento postrero—, salva sus almas! » Este último grito del joven héroe quedó grabado en la memoria del pueblo anglosajón. «Por eso—refiere San Beda—rezaba e] proverbio: ¡Oh Dios, compadécete de las almas, como dijo Oswaido cayendo en tierra.» Murió, pero pagó cara su vida. Furioso de su bravura, el vencedor colgó su cabeza de un poste, y allí estuvo durante un año, hasta que vino a buscarla el valiente Oswy, su hermano, su vengador y continuador de su obra.
El pueblo anglosajón le veneró como un mártir. Fue un héroe de la fe y de la patria, un héroe tronchado en la flor de la edad, dulce y fuerte, grave y sincero, inteligente y piadoso, gracioso y activo, humilde e intrépido, misionero y soldado. Un monje medieval cantaba: «Nos dicen que Hércules se venció a sí mismo; que Alejandro Magno venció al mundo; que César venció a sus enemigos; pues bien, Oswaldo venció a la vez a sus enemigos, al mundo y a sí mismo.» Todos los recuerdos de aquella noble vida fueron considerados como reliquias sagradas. Las multitudes se congregaban en torno de la cruz erigida la víspera de su primera victoria, recogían la tierra regada con su sangre, y besaban con amor la mano que había empuñado con valor la espada y repartido con largueza la limosna. De aquella mano se contaba un caso profetice. Celebrábase un banquete en el palacio real. Junto al rey se sentaba el obispo Aidán; y, ya levantaba la diestra para bendecir los manjares, cuando el servidor encargado de los pobres entró a decir que una turba de mendigos aguardaba a la puerta. Al oír estas palabras, Oswaldo mandó retirar los alimentos, hacer añicos las bandejas de plata y distribuirlo todo a los pobres. Al extender la mano para dar esta orden, el obispo la estrechó, diciendo: «¡Que esta mano no perezca jamás!» Y he aquí que todo el pueblo de Inglaterra podía admirar, venerar y besar aquella mano, fresca e incorruptible, encerrada en el brillante estuche de rubíes y brillantes.
San Agustin de Cantorbery había empezado la conquista espiritual de Inglaterra; vino luego la reacción pagana, y los misioneros de Roma se replegaron. Al empezar de nuevo el avance, otros competidores les disputaban el campo: ellos, los hijos de San Benito, subían del Sur; del Norte bajaban los de San Columba, protegidos por la espada del rey Oswaldo.
Oswaldo era el noveno descendiente de Odín, padre del Olimpo anglosajón. Hijo de los dioses, pertenecía a la familia real de Nortumbria. Su padre, Etelfrido el Devastador, fue un rey incendiario y sanguinario. Sus violencias le valieron a él la muerte y al hijo el destierro. Niño todavía, Oswaldo, seguido de un cortejo de magnates, buscó un refugio entre los escotes del Norte. Los escotes eran ya cristianos. El soplo ardiente y huracanado de Columba, el gran misionero irlandés, había pasado por su país, unos lustros antes, quemando encinas sagradas y abrasando los corazones en el amor de Cristo. Cuando, hacia el 615, Oswaldo llegó a aquella tierra, las gentes no hablaban más que de Columba y de su Evangelio. Y a fuerza de oír hablar a los monjes y a los aldeanos, llenóse también él de amor por aquella naturaleza mística y arrebatada como la suya, y empezó a pensar que el heroísmo no estaba reñido con el cristianismo. Con la impetuosidad propia de su carácter, se hizo catecúmeno de los misioneros celtas, escuchó maravillado la revelación de los dogmas evangélicos, y habiendo recibido las aguas del Bautismo, se convirtió en un propagador entusiasta de su nueva religión.
Entre tanto, sajones y bretones se disputaban el terreno en Northumbria. El terrible Cadwallon, heredero del ideal y de la ferocidad de Arthus, el héroe legendario de Bretaña, iba eliminando a todos los parientes del principo desterrado. Su hermano Eanfrido acababa de ser asesinado, después de renegar la fe. Oswaldo quiso vengarle. Tenía un temple de hierro y una decisión heroica. Seguido de un puñado de valientes, dirigióse al reino de sus mayores, dispuesto a morir o a destronar al formidable bretón. Los dos ejércitos se encontraron junto a la gran muralla que el emperador Severo había levantado de un mar a otro mar contra los pictos. Defendida la espalda por el muro romano, el príncipe anglosajón ocupaba una eminencia, en que su pequeña tropa podía hacer frente a los batallones enemigos. El nombre de aquella altura le pareció un buen augurio: se llamaba Campo del Cielo. El día antes de lanzarse al combate, hizo una cruz con dos ramas de encina, la plantó en el suelo, y, postrándose delante de ella, dijo a sus compañeros de armas: «Caigamos de rodillas e imploremos la misericordia de Dios. Él sabe que nuestra causa es justa, pues defendemos nuestra salud y nuestra libertad contra los que han jurado el exterminio de nuestra raza.» Pocas horas después, mientras dormía en su tienda, confiado ante el momento que iba a decidir su destino, le pareció que un monje de estatura gigante, de clara mirada, de rubio cabello y de aspecto entre belicoso y paternal, se acercaba sonriente a su lecho. Así le habían representado siempre a San Columba, el dulce e impetuoso fundador de Jona. Y no dudó que era él, al ver que extendía la cogulla sobre su cabeza, diciéndole: «Ten valor y obra varonilmente; he obtenido de Dios tu victoria y la muerte de los tiranos. Vencerás y reinarás.»
La victoria fue completa. Cadwallon, el último héroe de su raza, murió en el combate, y los bretones no volvieron a levantar cabeza. Con el sobrenombre de Lamn-Gwin, el de la espada que relumbra, Oswaldo se sentó en el trono de sus antepasados, y todos los reyes de la Heptarquía reconocieron su autoridad suprema. Sólo a él competia presidir el círculo dorado de los jefes, dar la señal del combate y llevar el penacho de plumas, que era el emblema del Bretwalda, caudillo universal de los anglosajones. Pero la dulzura evangélica había moderado los ímpetus de su sangre heroica. Su ideal no estaba en la guerra, sino en la paz y en la justicia. El Venerable Beda, que era nortumbrio como él, nos dice que logró practicar y fundir en uno los dos pueblos, separados por una lucha secular. El aglutinante fue la religión, aquella religión que había sido el consuelo de su destierro. Su corte se llenó de sabios monjes, su reino empezó a cubrirse de iglesias y monasterios. Los catequistas celtas recorrieron el país enseñando y bautizando. Los monjes romanos volvían a aparecer por el Sur. El primer misionero venido de Jona había fracasado completamente. Lleno de desaliento, abandonó la misión y se retiró a su monasterio, declarando que los anglos eran una raza indomable, de espíritu rudo y bárbaro, con la cual no había convivencia posible. Este informe sembró la consternación entre los hermanos de Jona; largo tiempo deliberaron sobre lo que debían hacer, hasta que uno de los asistentes, dirigiéndose al pusilámine predicador, le dijo: «Paréceme, hermano, que has sido demasiado duro con esa gente. No has empezado por ofrecerles, según la doctrina apostólica, la leche de una dulce doctrina, a fin de atraerlos poco a poco a la inteligencia y a la práctica de las cosas más perfectas.»
El que así hablaba era un monje prestigioso, llamado Aidán. Los monjes aprobaron su parecer, le confirieron las órdenes y le enviaron al rey Oswaldo. Oswaldo le construyó un monasterio, para que fuese como el centro de sus correrías apostólicas. Como Jona, la nueva fundación estaba en una isla; una isla que flotaba mirando al continente, no lejos del golfo de Edimburgo, frente a las verdes colmas del Northumberland y la playa arenosa de Bertwick. Era una isla llana, rocosa, sombría, refugio de la melancolía y de la esterilidad. Ni un pliegue en el terreno, y, salvo una colina medrosa, ni una línea que animase el horizonte y quitase la impresión de monotonía. Eso era Lindisfarme, la isla sagrada, el primer santuario que se levantó en aquella región, y el centro de la vida religiosa de aquellos primeros días de la conquista cristiana. Pero Aidán estaba encantado; su isla le parecía el paraíso, porque se parecía a Jona y le recordaba a su padre, el desterrado de Irlanda, y le hacía pensar en el paisaje austero, rudo y salvaje que había fortalecido sus años juveniles.
Oswaldo había encontrado a su apóstol, al sacerdote de corazón de padre para los humildes y de corazón de león para los soberbios, al hombre desdeñoso de la falsa grandeza y de la vana prosperidad, a la palabra vencedora de las inclinaciones perversas de su tiempo y de todos los tiempos. Los pueblos abandonaban sus supersticiones, los nobles renunciaban a sus instintos de venganza y las princesas consagraban a Cristo su virginidad. Oswaldo era el discípulo más ferviente del misionero. Pero, no contento de secundarle como rey y obedecerle como hijo, se entregaba, a ejemplo suyo, al ejercicio de todas las virtudes cristianas, pasando noches enteras en oración, ocupándose más aún del reino de los Cielos que de la patria terrestre que había sabido conquistar y por la cual sabría pronto morir, derramando sus riquezas entre los pobres, los enfermos y los extranjeros, a quienes el obispo distribuía el alimento de la palabra evangélica. No se desdeñaba tampoco de hacerse intérprete suyo para con el pueblo. Era un espectáculo encantador, dice el Venerable Beda, ver a este rey que durante su destierro había aprendido la lengua de los celtas, traducir a los grandes jefes, a los oficiales del palacio y a las gentes humildes los sermones del obispo, que aún no había llegado a dominar la lengua de los anglosajones. Esta tierna amistad, esta fraternidad apostólica, contribuyó a popularizar la memoria de los dos santos y a consagrarlos en los anales del pueblo inglés.
Pero lo bello y lo bueno dura poco en la tierra. La gloria de Oswaldo turbaba el sueño de otro de los jefes de la Heptarquía, el terrible Penda, rey de los mercios. Bajo la mano de hierro de este guerrero terrible, el reino de Mercia seguía siendo el foco del paganismo anglosajón. Durante algún tiempo, Penda había dejado tranquilo a su rival; pero los progresos que hacía el cristianismo entre los hombres de su raza y la conversión de Oswaldo, que él llamaba una traición a Odín, su común antepasado, acabaron por resolverle a la lucha. El combate fue terrible: murieron los más bravos caballeros de Mercia y de Nortumbria; murió un hermano de Penda, y Oswaldo, el grande y generoso Oswaldo, murió también. En su última hora, viendo el campo cubierto por los cadáveres de los suyos, tuvo una plegaria digna de un gran cristiano: «¡Dios mío —exclamó, recogiendo su aliento postrero—, salva sus almas! » Este último grito del joven héroe quedó grabado en la memoria del pueblo anglosajón. «Por eso—refiere San Beda—rezaba e] proverbio: ¡Oh Dios, compadécete de las almas, como dijo Oswaido cayendo en tierra.» Murió, pero pagó cara su vida. Furioso de su bravura, el vencedor colgó su cabeza de un poste, y allí estuvo durante un año, hasta que vino a buscarla el valiente Oswy, su hermano, su vengador y continuador de su obra.
El pueblo anglosajón le veneró como un mártir. Fue un héroe de la fe y de la patria, un héroe tronchado en la flor de la edad, dulce y fuerte, grave y sincero, inteligente y piadoso, gracioso y activo, humilde e intrépido, misionero y soldado. Un monje medieval cantaba: «Nos dicen que Hércules se venció a sí mismo; que Alejandro Magno venció al mundo; que César venció a sus enemigos; pues bien, Oswaldo venció a la vez a sus enemigos, al mundo y a sí mismo.» Todos los recuerdos de aquella noble vida fueron considerados como reliquias sagradas. Las multitudes se congregaban en torno de la cruz erigida la víspera de su primera victoria, recogían la tierra regada con su sangre, y besaban con amor la mano que había empuñado con valor la espada y repartido con largueza la limosna. De aquella mano se contaba un caso profetice. Celebrábase un banquete en el palacio real. Junto al rey se sentaba el obispo Aidán; y, ya levantaba la diestra para bendecir los manjares, cuando el servidor encargado de los pobres entró a decir que una turba de mendigos aguardaba a la puerta. Al oír estas palabras, Oswaldo mandó retirar los alimentos, hacer añicos las bandejas de plata y distribuirlo todo a los pobres. Al extender la mano para dar esta orden, el obispo la estrechó, diciendo: «¡Que esta mano no perezca jamás!» Y he aquí que todo el pueblo de Inglaterra podía admirar, venerar y besar aquella mano, fresca e incorruptible, encerrada en el brillante estuche de rubíes y brillantes.
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