viernes, 4 de agosto de 2017

San Juan Bautista María Vianney

Dardelly es un pequeño municipio del Mediodía de Francia, desde cuya torre se ven por las noches los faroles de la ciudad de Lyón. Allí llegaba una tarde de verano un hombre mal trajeado, con una alfombra a la espalda, un rosario alrededor del cuello y un crucifijo de cobre en el pecho. Preguntó por una casa donde pasar la noche, y le guiaron a la de Pedro Vianney. Era una de las mejor acomodadas del pueblo, una de las más cristianas. Pero, al fin, casa de labrador. El extranjero tuvo que contentarse con una sopa enjundiosa y una tajada de cerdo. Todo le supo a gloria, porque venía envuelto en la salsa de la fe y de la caridad. Cuando, al día siguiente, se disponía a partir, estaba conmovido, y no sabía cómo pagar a su huésped. Le pagó con su bendición, la bendición de un santo, de San Benito José Labre. Pocos años después nació en aquella misma casa el hombre a quien sus contemporáneos habían de dar el nombre familiar de cura de Ars. La bendición del peregrino dejó allí santidad, pero no riquezas. Cuando Juan Bautista venía al mundo, los hijos de Pedro Vianney seguían cultivando la tierra, y él no veía más porvenir que el arado y la azada. Empezó siendo pastor, pastor de un rebaño heterogéneo que se componía de tres ovejas y un asno. En su zurrón llevaba siempre una estatua de la Virgen, que no se cansaba de contemplar. Y con ella no temía ni los hielos ni los soles. «¡Qué feliz era yo entonces—decía poco antes de su muerte—, cuando no tenía que apacentar más que mi asno y mis tres ovejas! ¡Pobre asnillo ceniciento! Treinta años tendría cuando le perdimos. Entonces yo podía rezar cuanto quería.»

A los trece años cambió el cayado por el azadón. Regaba los puerros y cavaba las viñas. Pocas veces se vio trabajador más dócil, más activo y más alegre. Trabajaba y rezaba al mismo tiempo. «Cuando estaba en el campo—confiesa él mismo—, yo rezaba en alta voz si estaba solo, en voz baja si tenía compañía. Al dejar caer la herramienta, solía decir:

No te olvides que importa más cultivar el alma y arrancar sus malas hierbas. Cuando, después de comer, los demás descansaban, yo aparentaba dormir, pero seguía conversando con Dios en mi corazón. Cuando oía el reloj, rezaba un Avemaría, y me decía a mí mismo: Valor, alma mía; el tiempo pasa, la eternidad se acerca; vivamos como condenados a morir.»

Sorprendidas por aquella piedad precoz, las gentes de Dardilly decían al padre del muchacho: «Debieras hacer cura a tu hijo.» Pero era una locura pensar en esto por aquellos días. La Revolución destruía iglesias, cerraba seminarios y desterraba sacerdotes. Entre tanto, el pequeño Vianney entraba en los años de la juventud. Ya había perdido toda esperanza de poder estudiar, cuando, a consecuencia del Concordato napoleónico, la paz empezó a brillar para las iglesias de Francia, y en Dardilly apareció un santo sacerdote dispuesto a transformar al valiente cultivador de los campos en un pastor de almas. El joven Vianney estudiaba heroicamente, pero sin provecho ninguno. Veinte veces estuvo a punto de volverse al arado, y siempre le detuvo la paciencia inagotable de su maestro. Agotados los medios humanos, acudió a la oración. Las noches se le pasaban pidiendo a Dios que le diese las luces necesarias para llegar a ser capaz de ganar almas. Multiplicó las limosnas, redobló las penitencias, frecuentó el trato con los pobres y los enfermos; se condenó a no condimentar sus comidas, y poco a poco pudo ver que su inteligencia se abría y que empezaba a comprender los problemas de la teología. No obstante, cuando llegó el momento de la ordenación, hubo serias dificultades en la curia lyonesa. Como algunos objetasen su escasa instrucción, el vicario general preguntó: «¿Es piadoso? ¿Sabe rezar el Rosario? ¿Tiene devoción a la Santísima Virgen?» «Es un modelo de piedad», contestaron. «Pues bien, yo le recibo; Dios hará el resto.» Gracias a esta condescendencia, Juan Bautista fue admitido a las órdenes en el estío de 1815.

Poco tiempo después, la autoridad eclesiástica le señalaba como campo de acción una villa no muy crecida, situada a unas leguas de Lyón. Su nombre, Ars, es hoy conocido de todo el mundo. Entonces, era bastante difícil encontrarlo. El mismo Vianney perdió el camino al dirigirse a ella por primera vez. La vista de su parroquia le llenó de desaliento. Tratábase de un pueblo pobre, abandonado, incomunicado; pero, más que esto, lo que llenaba de terror al nuevo sacerdote era la absoluta indiferencia religiosa. «Aquí no hay nada que hacer—se dijo—; yo mismo corro peligro de perderme.» La caridad se sobrepuso á este primer movimiento, y el celo disipó los temores. El cura de Ars estableció su residencia en la iglesia solitaria. Al romper el día estaba ya allí, y allí permanecía hasta el ángelus del anochecer, con la mirada fija en el Sagrario y el corazón fijo en Dios. Sale únicamente a mediodía para tomar el pobre alimento que él mismo se prepara, porque en la casa parroquial no habita nadie más que él. Después va de casa en casa. Es la hora en que puede ver a sus parroquianos. Entra, saluda al jefe de la familia, acaricia a los niños, sonríe, consuela, y mientras las gentes comen, él habla de Dios y de sus santos. Todos le reciben con alegría; no les importa su pequeña talla, su sotana raída, su cuerpo flaco y desmedrado; saben que se encuentran delante de un santo. Cuando los labriegos vuelven a sus trabajos, él retorna a su oración. Durante la noche se encierra en la sacristía, repasa su Moral, lee las vidas de los santos, prepara y escribe las pláticas de los domingos, se las aprende de memoria, y se ejercita en la declamación.

No tarda en verse rodeado de un grupo de fieles fervorosos que asisten diariamente a su misa y llegan por la tarde a rezar con él el Rosario. El buen párroco se fija, sobre todo, en un paisano que permanece inmóvil en la iglesia, sin menear los labios. «Eh, padre—le pregunta un día—: ¿qué es lo que dices a Nuestro Señor en esas largas visitas que le haces?» «No le digo nada—contesta el rústico—; yo le aviso y Él me avisa.» Respuesta sublime que llenó de confusión al humilde sacerdote. Los asistentes al culto se hacían cada vez más numerosos, y más numerosas también las comuniones. El párroco se llenaba de alegría ante aquellos efectos prodigiosos de la gracia. Pronto creyó llegado el momento de organizar Cofradías para conservar el terreno conquistado, y de abrir una campaña inteligente y metódica contra los abusos. Atacó primero las tabernas y las casas de juego, procediendo siempre con prudencia y conmiseración para las humanas flaquezas. «Jamás me he enfadado con mis parroquianos—podrá decir más tarde—; jamás les he hecho el menor reproche.» Se enfrentó luego con la danza, en la cual vio el mayor obstáculo para la regeneración de su parroquia. Sabía decir las cosas con gracejo y con una suave ironía. «Mirad, hermanos—exclamaba—, las personas que entran en el baile, dejan su ángel custodio a la puerta y toman en su lugar un demonio; de suerte que no tarda en poblarse la sala de demonios, tanto como de bailadores... He visto un anciano que iba al baile con anteojos y bastón. ¡Qué pena! Otro iba a ver bailar, con un niño en brazos y otro de la mano. Y yo me decía: «Los lleva al infierno.» Vianney consiguió que el mismo día de la función del pueblo se negasen las muchachas a bailar.

Más le costó desarraigar la costumbre de trabajar en días festivos. Es el tema que trataba con más frecuencia en sus sermones. «Cuando trabajáis en domingo—decía a sus feligreses—, lo que ganáis es la ruina de vuestra alma y de vuestro cuerpo. Si entonces os preguntasen: ¿Qué acabáis de hacer?, podríais contestar vosotros: Hemos vencido nuestra alma al demonio, hemos crucificado a Nuestro Señor Jesucristo, hemos renegado del bautismo. Cuando veo que alguno acarrea en día de fiesta, me digo: Este acarrea su alma al infierno. ¡Oh! ¡Cómo se engaña el que se afana en el día del Señor creyendo que va a hacer más dinero! Os imagináis que todo depende de vuestro trabajo; mas he aquí una enfermedad, un accidente... ¡Basta tan poca cosa!... Una tempestad, un granizo, una helada... Dos medios infalibles conozco para llegar a ser pobre: trabajar en domingo y tomar los bienes ajenos.»

Estas exhortaciones reiteradas acabaron por triunfar. «Ars ya no es Ars—decía el cura con satisfacción legítima—. Todo quedó renovado. Hace muchos años que no se ha realizado semejante revolución en una parroquia. He asistido a muchas misiones, pero en ninguna parte he encontrado tan buenos sentimientos como aquí.» Ni existía el respeto humano, ni se oía la menor blasfemia, ni se daba el más pequeño escándalo. «No valemos mucho más que los otros pueblos—decía un habitante del lugar—, pero seríamos muy miserables si, viviendo junto a un santo, nos entregásemos a semejantes desórdenes.»

Realmente, Juan Bautista Vianney era un santo, un apasionado amante de la cruz. Sabía muy bien que el sufrimiento es el precio con que se compra las almas. A un compañero le decía: «Has trabajado, has rezado, has llorado...; no es bastante. ¿Has ayunado, has velado, te has acostado sobre la tierra, has azotado tu cuerpo? Si no has llegado hasta aquí, te falta mucho todavía.» Su vida era una continua inmolación por los pecadores. Pobre hasta la necesidad, tenía un cuarto desnudo y ahumado, una sotana remendada y un sombrero viejo, que provocaba las burlas de las gentes. «Para el cura de Ars—respondía él—, es demasiado.» Por sus manos pasaban por miles las monedas de oro y de plata, pero todo iba a parar a los necesitados. Construyó escuelas, templos, hospicios y asilos de huérfanos. Su mayor contento era socorrer una necesidad. «Somos muy felices—solía decir—, porque los pobres vienen a nosotros. Si no viniesen, tendríamos que buscarlos.» Su penitencia se podría comparar a la de los Padres del yermo. Comía sólo tres veces por semana, y tan poco, que dos libras de pan le bastaban para toda la Cuaresma. Una patata le parecía el más exquisito de los regalos, y el agua pura apagaba su sed. Dormía dos horas, sobre un montón de paja, y la tos o la fiebre cortaban su sueño a cada instante. En su afán de mortificar todos sus sentidos, se impuso la obligación de no permitirse el menor regalo, de no oler una flor, de no arrojar una mosca de su cara, de no beber cuando tenía sed, de no darse cuenta de un mal olor, de no sentarse, fuera del confesionario, de no apoyarse cuando estaba de rodillas, de ser afable con todos, de estar siempre alegre, de no quejarse nunca. Y no se quejaba aunque estuviese asediado por la multitud, aunque pasase dieciocho horas seguidas en el confesionario con los pies helados, las carnes magulladas y el cuerpo deshecho. Más tarde podía decir: «Cuando dejaba el confesionario, tenía que tocarme las piernas para ver si estaban en su sitio; me era imposible tenerme en pie, y tenía que salir agarrándome a los bancos.» A todo esto se juntaba la enfermedad: jaquecas agudas, dolores terribles de estómago, desmayos; a la enfermedad, la penitencia: cadenas, cilicios, disciplinas; a la penitencia, la lucha con el enemigo.

Desde 1825 el demonio combatía al santo sacerdote con una tenacidad rabiosa. Cuando el cura de Ars se echaba a dormir, a la puerta de la casa rectoral se oían todas las noches tres golpes fragorosos, seguidos de apóstrofes como éstos: «¡Vianney! ¡Vianney! ¡Ven aquí!, ¡ven aquí! ¡Vete, vete, comedor de trufas!» Después, el enemigo entraba haciendo un ruido infernal y arrojando inmundicias en el cuadro de la Virgen María que había en la escalera. Cuando llegaba a la habitación del cura, echaba por tierra las sillas, revolvía los muebles, rasgaba o quemaba las cortinas y levantaba los mayores estruendos, que unas veces semejaban murmullos de ejércitos, otras galopar de corceles; otras chirriar de carros, o aullar de osos, o caminar de rebaños, o trinar de ruiseñores. Su audacia llegaba a veces hasta romper la pila del agua bendita, arrastrar por la habitación el pajero en que dormía el santo y llenar de golpes aquel cuerpo exangüe y agotado. A todo esto, Vianney rezaba, repeliendo los asaltos con la señal de la cruz. Entonces el príncipe de las tinieblas huía gritando: «¡Ah, mucho me haces sufrir! Si hubiese tres hombres como tú en la tierra, mi reino sería destruido.» Más terribles aún eran los enemigos de carne y hueso. La calumnia y el desprecio era la moneda con que pagaba el mundo la abnegación del humilde párroco. Se criticaba sus ayunos, se hacía burla de sus combates con el infierno, se le trataba de loco, de charlatán, de hipócrita, de ambicioso. Hasta sobre sus costumbres arrojaba su vaho inmundo la malignidad.

Esta prueba duró cinco años. «Durante este tiempo—dice él mismo—vivía esperando que de un momento a otro me arrojarían a palos de casa para encerrarme en un oscuro calabozo. Y me parecía que todo el mundo debiera haberse armado contra mí para echarme de una parroquia donde mi vida sólo podía ser un obstáculo a la gracia.» En medio de las injurias y los temores, él seguía trabajando, sin dejarse vencer por el desaliento ni por la tristeza. «Muchas eran entonces mis cruces—confesaba más tarde—; tantas, que apenas las podía soportar. Pedí al Señor que me diese la gracia de amarlas, y de repente me sentí dichoso. ¡Verdaderamente, sólo allí existe la felicidad!» Lejos de defenderse, viósele autorizando las acusaciones con su firma. Su propia vida le daba asco; las alabanzas le llenaban de pena, y no cesaba de derramar lágrimas a causa de sus pecados, de sus miserias, de su glotonería, de su hipocresía. «¡Ah! —escribía a los calumniadores—. Sólo vosotros me habéis conocido. No sé cómo agradeceros esa bondad con que os dignáis interesaros por mi pobre alma.»

Vianney no sabía que este lenguaje era su mayor defensa. Aquella humildad heroica triunfó de todas las suspicacias, el obispo proclamó públicamente la humildad de aquel hombre, el mundo reconoció su virtud sublime y empezó aquel desfile de multitudes que hizo del cura de Ars el apóstol universal de su siglo. Miles y miles de personas llegaban cada año para recoger los consejos de Vianney. Ya en 1840 se pudieron contar más de 20.000, y este número siguió aumentando en los años sucesivos. Todas las naciones europeas estaban representadas en aquellas turbas de peregrinos, arrastrados por la fe, por la piedad o por el arrepentimiento. Si alguno llegaba movido por la curiosidad, pronto se sentía transformado por una mirada, un gesto o una lágrima de aquel hombre prodigioso. Y al verle, todos decían: «Este hombre es más grande que su fama. Jamás hemos contemplado más cerca a Dios.» Unos buscaban al director de almas, otros al padre que tenía medicinas para todas las llagas del espíritu, otros al taumaturgo que tenía poder sobre las enfermedades y la muerte. Vianney se resignó a aquel fenómeno extraño, y consagró todas sus fuerzas al bien de sus hermanos. Desde entonces ya no tiene historia, todos sus días son iguales. Invariablemente, a medianoche sale de su habitación y se dirige al confesionario. La muchedumbre le sigue y se coloca ordenadamente en la iglesia. Los penitentes llegan sin interrupción a su presencia, y marchan consolados y contentos. A las siete, la misa, y luego, otra vez la dura tarea de la confesión. Cuando suenan las once, el cura sube al púlpito para comenzar la instrucción cotidiana, que él designa con el nombre de catequesis. Su presencia refleja la santidad. Su cuerpo débil y encorvado parece una sombra; su rostro tiene una palidez casi transparente; sus ojos, rojos y húmedos de llanto, hacen pensar en las tragedias lamentables que acaban de oír; sus largos cabellos, blancos como la nieve, encuadran su figura en una aureola luminosa. Su voz es débil; su lenguaje, inculto; y, sin embargo, las almas se sienten conmovidas y transformadas. Al toque del ángelus sale de la iglesia. Dos guardias le defienden de los apretones del pueblo. Todos quieren verle, hablarle, tocarle, recibir su bendición, recoger una palabra suya. Al fin está solo, puede tomar un poco de alimento, rezar un rato, abrir rapidísimamente la correspondencia. Hasta la una. Luego, otra vez al confesionario. Y las horas pasan, consolando a los afligidos, curando a los enfermos, perdonando a los pecadores. «Ah, los pecadores, los pobres pecadores!», exclamaba el cura de Ars con lágrimas en los ojos. Los pecadores se llevaban lo mejor de su solicitud. Los amaba con tan profunda ternura, que por ellos ofrecía constantemente su vida. Todo le parecía llevadero cuando se trataba de conquistar un alma para Dios. Una vez le preguntaron: «Si el buen Dios os diese a escoger entre estas dos cosas: subir al Cielo ahora mismo o permanecer en la tierra hasta el fin de los siglos trabajando por la conversión de los pecadores, ¿qué haríais?» «Me quedaría en la tierra.» «¿Hasta el fin del mundo?» «Hasta el fin del mundo.» «Pero, con tanto tiempo delante de vos, no os levantaríais tan de mañana.» «¡Ay, amigo mío! Me levantaría, como ahora, a medianoche; y sería el más feliz de los servidores de Dios.»

Cuando el infatigable sacerdote hablaba de este modo, la hora del descanso había ya sonado para él. Sobre su alma notaba una atmósfera de paz que parecía el presagio, el crepúsculo de la eternidad. Durante mucho tiempo había vivido envuelto en una nube de desolación interior, que le puso a las puertas de la desesperación. «Si debo ser condenado—rezaba entonces—, haced, ¡oh Dios mío!, que os ame al menos sobre la tierra.» Ahora todo era claridad y consuelo: Dios se le manifestaba con toda su suavidad; las desconfianzas humanas habían desaparecido; tres años hacía que el enemigo infernal no osaba acercarse. «Ya no temo nada», decía el anciano. Y no se cansaba de hablar del amor de Dios, del sacramento de la Eucaristía, de la bondad de la Santísima Virgen. Su muerte fue como el descender luminoso y majestuoso del sol, que se hunde sereno en la inmensidad de los mares.

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