domingo, 6 de agosto de 2017

San Esteban y los doscientos mártires de Cardeña

A unos doce kilómetros al oriente de Burgos se levanta el monasterio de San Pedro de Cardeña, el que los cronistas de la Orden de San Benito hacen remontar al siglo V. Como es corriente en las fundaciones benedictinas, el cenobio está emplazado en un ancho valle más fértil y productivo que el resto del terreno, de suyo pedregoso y levemente ondulado, como lo es toda la comarca de Cardeña. Desconocemos la suerte que pudo correr el monasterio en el momento de la invasión musulmana, pero al repoblar la región de Cardeña el rey Alfonso III de León vemos surgir de nuevo el abandonado monasterio y pronto convertido en centro de laboriosidad y vida religiosa, según norma de las abadías medievales.

  Las reliquias de San Pedro y San Pablo, San Juan Evangelista, San Vicente y Santa Eufemia, que se veneraban, en el monasterio de Cardeña, sirvieron, en aquellos días de gran fervor religioso, de medio de atracción para que muchas familias acudieran a repoblar las tierras abandonadas o recién conquistadas; las gentes del campo establecidas en la región de Cardeña y lugares circunvecinos sienten pronto la protección y el amparo de los tesoros de fe encerrados en el monasterio; admiran, con asombro la vida austera que hacen los numerosos monjes observantes de la regla de San Benito, y su agradecido reconocimiento se traduce en multitud de donaciones que son garantía de la protección divina.

  El monasterio de San Pedro de Cardeña y todo el territorio castellano, como lugares fronterizos, se hallaban expuestos a frecuentes incursiones musulmanas en los siglos IX y X: los árabes, además, sabían aprovechar ventajosamente todas las luchas internas existentes entre los reyes y condes del territorio libre para sus fines militares y conquistadores. Apenas subió al trono de León Ordoño III (951), se vio envuelto en una guerra contra su hermano Sancho, pretendiente al trono y favorecido en sus aspiraciones por el rey García de Navarra y el conde de Castilla Fernán González, que marcharon con sus ejércitos sobre la ciudad de León. Las huestes de Abderramán aprovecharon muy oportunamente estas discordias de los reinos cristianos para invadir las fronteras castellanas, obteniendo fáciles y sonadas victorias registradas por los cronistas árabes en los años 951 y 952.

  Los brillantes triunfos obtenidos por los ejércitos de Abderramán les movieron a repetir el ataque al año siguiente, confiados en que habían de obtener un rotundo éxito, porque las desavenencias entre el rey de León y el conde de Castilla continuaban. Precisamente en el momento en que Ordoño III se preparaba a ir contra el conde Fernán González, Ahmed ben-Yala, gobernador de Badajoz, y el terrible Gálib, gobernador de Medinaceli, planearon un ataque simultáneo por tierras de León, y Castilla en el verano del año 953. El conde Fernán González intentó hacer apresuradamente las paces con el rey de León y solicitó su ayuda, según lo atestiguan el Tudense y don Rodrigo Jiménez de Rada, pero la decisión llegaba tarde. Gálib penetró con su poderoso ejército por tierras de Castilla, avanzó sobre San Esteban de Gormaz, se apoderó de su fortaleza y, siguiendo la vía romana que va desde Clunia a Burgos, asoló los territorios que encontró a su paso: se internó por Cerras de Lara hasta Palazuelos de la Sierra, bajando después por Santa Cruz de Juarros hasta llegar a la capital de Castilla la Vieja.

  En el camino un poco desviado al oriente de la ciudad burgalesa estaba el monasterio de San Pedro de Cardeña, rico por las frecuentes donaciones de monarcas y fieles, floreciente por los doscientos monjes que allí rezaban, estudiaban y trabajaban bajo la mirada vigilante de su abad Esteban. El venerando cenobio ofrecía ocasión propicia a la soldadesca mora para satisfacer su desenfrenada codicia de riquezas y, al mismo tiempo, apagar su insaciable sed de sangre cristiana. Según reza una inscripción de la segunda mitad del siglo XIII, con un laconismo propio de crónica medieval, el día 6 de agosto, fiesta de los santos mártires Justo y Pastor, llegó el ejército árabe a San Pedro de Cardeña, saqueó el monasterio y consumó la horrible matanza de sus doscientos monjes. La Crónica General de Alfonso el Sabio confirma también el hecho y asegura, además, que sus cuerpos fueron soterrados en el claustro, que en adelante se denominó de los mártires, perpetuando así la memoria de estos héroes de la fe de Cristo. El general del ejército árabe, Gálib, expidió rápidamente a Córdoba un correo anunciador de los triunfos que había conseguido sobre los cristianos, y poco después llegaba un convoy con abundante botín de cruces, cálices y campanas, que los musulmanes cordobeses recibieron con grandes muestras de satisfacción y alegría.

  Ruinas y soledad interrumpieron por unos años la vida del asolado monasterio; pero la sangre de tan crecido número de mártires no podía ser infructuosa ni estéril; la vida del martirizado cenobio surgió pujante poco después, merced a la magnánima liberalidad del conde Garci Fernández, que bien puede considerarse como el restaurador y principal mecenas de San Pedro de Cardeña. Tanto la Crónica General como el martirologio antiguo de Cardeña y una memoria antigua conservada todavía en Oña en el siglo XV, según Argaiz, atribuyen la restauración del monasterio al conde Garci Fernández, y esta unánime coincidencia es una prueba más de que el martirio de los doscientos benedictinos de Cardeña tuvo lugar en el siglo X y no en el IX, como con notorio error apunta la inscripción de la lápida conmemorativa colocada en el claustro.

  La memoria de los doscientos héroes de Cardeña degollados por los alfanjes musulmanes tenía que recibir pronto la veneración y el homenaje de los fieles y de sus hermanos en religión. El Señor, por su parte, quiso también honrar a sus santos con el maravilloso prodigio de ver teñido de color de sangre el pavimento del claustro todos los años el día 6 de agosto, aniversario del martirio, y en el lugar donde, según la tradición, habían sido martirizados. El milagro se vino repitiendo todos los años hasta los tiempos de Enrique IV (1454-1474), cuando faltaba poco tiempo para que los árabes fueran expulsados de España. El hecho lo deja insinuar la Crónica de Alfonso el Sabio de la segunda mitad del siglo XIII, cuando nos dice que "faz Dios por ellos muchos milagros". Y en el voluminoso libro del dominico Alfonso Chacón (De martyrio ducentorum monachorum sancti Petri a Cardegna), impreso en Roma el año 1594, como preparación para la canonización, se recoge además un buen número de milagros realizados a través de los siglos por estos atletas de Cristo.

  Por sus doscientos mártires, y por los beneficios y gracias conseguidos a través de su intercesión, el monasterio de Cardeña quedó convertido en centro de peregrinación nacional; allí acudieron reyes como Enrique IV en 1473, Isabel la Católica en 1496, Felipe II en 1592, Felipe 111 en 1605 y Carlos II en 1677, y allí se congregaban en ininterrumpidas caravanas fieles de los pueblos y comarcas de Castilla atraídos por la fama de sus milagros y por el magnífico ejemplo de su vida inmolada y sacrificada en defensa de la fe cristiana. Cuando, a finales del siglo XVI, se quiso dar cauce oficial y litúrgico al culto tradicional de los mártires de Cardeña, su causa encontró favorable acogida en la Sagrada Congregación de Ritos y el papa Clemente VIII autorizó el culto por breve pontificio del 11 de enero de 1603. El monasterio de Cardeña se preparó a celebrar tan fausto acontecimiento con una hermosa capilla dedicada a los Santos Mártires y con una serie de actos y solemnidades religiosas que duraron más de una semana.

  Con la canonización oficial y solemne su fiesta trascendió a muchos pueblos de la diócesis de Burgos, que se apresuraron a conseguir reliquias para su veneración; su culto traspasó las fronteras de Castilla y pasó a varios pueblos de las diócesis de Valladolid y Palencia. Reliquias fueron solicitadas de muchas catedrales de España y aun del Nuevo Mundo, como nos consta por las existentes en Burgos, Santiago, León, Palencia, Osma, Badajoz, Santander, Canarias y Méjico.

  Si el recuerdo del Cid Campeador no hubiera bastado para dar fama universal al monasterio de San Pedro de Cardeña, hubiera sido más que suficiente el martirio de estos doscientos monjes benedictinos, cuyas coronas serán la mejor ofrenda que podrá presentar esta región de Castilla cuando, según palabras de Prudencio, venga el Señor sobre una nube, blandiendo rayos con su diestra fulgurante, a poner la justicia entre los hombres.

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