miércoles, 16 de agosto de 2017

San Esteban Rey de Hungría

En los umbrales de setiembre nos recibe esta figura austera, con su corona de oro, su cruz de gemas y su espada en alto: el rey, el apóstol y el legislador. Es un hombre de la raza de San Luis de Francia y San Eduardo de Inglaterra, un gobernante de los que saben hacer felices a los pueblos, de aquellos a quienes los pueblos lloran inconsolablemente, porque saben que sólo alguna que otra vez aparecen en la Historia. Hay una diferencia entre San Eduardo y San Esteban: el primero fue pacífico por temperamento y guerrero por deber; el segundo, en cambio, fue pacífico por deber y guerrero por temperamento. Con él se civiliza un pueblo, se moderan los ímpetus salvajes de una raza que durante un siglo había sido el terror de Europa.

En el año 900, Italia, siempre hermosa y opulenta, aun después de haber sido hollada y despojada por tantos extranjeros, se estremece ante el anuncio de una nueva invasión. Aquel torrente humano baja de las cimas de los Alpes, se extiende por las llanuras del Po y siembra el pánico en campos y ciudades. Son hombres feroces y codiciosos, que pasan ahogando obispos, quemando patricios y llenando sacos de oro. Vienen de la Escitia lejana y de las cercanías del mar Caspio; y como los humanos, sus antecesores, tienen los rasgos y los instintos de la barbarie: cuerpo deforme, rostro pálido, cráneo aplastado. Las madres muerden a sus hijos en las mejillas para acostumbrarles al dolor. Los guerreros cortan las crines a sus caballos para que no pueda cogerlos el enemigo. Se alimentaban de hierbas silvestres y de carnes casi crudas, que ellos calentaban en su propio cuerpo o entre la silla y el lomo de sus caballos. Del Po pasan al Rhin; saquean las ciudades alemanas, destruyen los grandes monasterios, recorren las provincias del Imperio franco, y los degenerados sucesores de Carlomagno tiemblan impotentes ante el galopar de sus bandas rapaces. Entre tanto, los monjes discuten para averiguar si aquél es el pueblo de Og y Magog, vaticinado por el Apocalipsis como precursor del fin del mundo; los fieles hacen procesiones cubiertos de cilicios para hacer frente al huracán, y en sus himnos y letanías la Iglesia conjura al Señor que avente aquella gente pérfida de las fronteras de los creyentes.

Vencidos por los emperadores germánicos, pero no aniquilados, los invasores fueron a establecerse a orillas del Danubio, en las ricas provincias de Panonia y de Moravia. El contacto con el Occidente les había ensenado a transformar sus tiendas en moradas fijas y a pedir a la tierra el sustento, que antes aguardaban de sus espadas. Sus mismos ídolos empezaron a perder a sus ojos el prestigio antiguo. Si un tiempo les habían dado la victoria, al fin se habían dejado vencer por el Dios de los occidentales. Además, era aquel un momento en que todos los pueblos eslavos de volvían hacia Cristo. En Kiew, el voluptuoso y terrible Wladimiro, Wladimiro el Grande, echaba al río la estatua de oro del dios Perún, dispersaba su harén, pedía misioneros a Constantinopla, y él, que antes quemaba sus prisioneros delante de las estatuas, temblaba ahora cuando la ley le obligaba a ordenar una pena de muerte. Comentábanse estas noticias por las riberas del Danubio, cuando apareció un obispo germánico, un hombre que tenía todos los ardores del verdadero apóstol, y que no tardaría en sellar su predicación con el testimonio. Era San Adalberto, obispo de Praga. Su talla gigante, su vida austera, su grave continente, impresionaron a aquellos hombres que cincuenta años antes penetraron en Europa ahorcando obispos. El duque Geisa le llevó a su palacio, le escuchó religiosamente y le pidió el bautismo. Con el duque lo recibió su hijo Voik, un joven de diecisiete años, de aspecto serio, de mirada inteligente y reflexiva, de noble y grave semblante. Como si quisiese indicar que estaba dispuesto a ser el primer mártir de la causa cristiana entre sus compatriotas, Voik recibió desde entonces el nombre de Esteban. Sucedió todo esto, en el año 996.

Un año después, Esteban era proclamado duque o vaivoda de los húngaros. Desde el primer momento revelóse como un gran carácter. El primer punto de su programa de gobierno debía ser la cristianización del país. Su conversión no había sido un puro acto de política, sino un paso decisivo, que implicaba la entrega a Cristo de su corazón, de su inteligencia, de su vida y de todo su pueblo. Su padre se había hecho cristiano sin comprender por completo las exigencias de la nueva ley. Cuando San Adalberto le reconvenía por su empeño en seguir rindiendo culto a sus antiguos dioses juntamente con el Dios de la Cruz, él, señalando los tesoros amontonados en cuatro generaciones de rapiñas, contestaba: «Soy bastante rico para adorar a todos los dioses juntos.» Esteban, en cambio, había consagrado todo su ser a la religión evangélica, y, más feliz que el duque de los rusos, fue a buscar luz y apoyo en la fuente de toda luz y toda verdad, en Roma. En los últimos meses del año 1000 se presentaban en la Ciudad Eterna los legados de Hungría, con la misión de ofrecer un pueblo nuevo a la Iglesia romana, de conseguir para su joven príncipe el título de rey, y de alcanzar los poderes necesarios para establecer iglesias y diócesis entre los pueblos nuevamente convertidos. Todo lo concedió jubilosamente el Pontífice Silvestre II. «Vuestra feliz legación—decía al regio neófito—ha obtenido la sanción divina antes de haber sido oída por mí. Ante todo, damos gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que en nuestros días ha suscitado un hombre según su corazón, para apacentar, iluminado por una luz celeste, a Israel su pueblo, a la nación escogida de los húngaros. Pero no quiero extenderme en vuestras alabanzas, pues no necesita estos aplausos el hombre a quien Dios mismo enaltece y cuyos hechos gloriosos en favor de Cristo lleva la fama hasta los confines de la tierra.» Al mismo tiempo que esta carta y el título de rey, los legados llevaron a su tierra una corona de oro, en que se veían esculpidas las figuras de los doce apóstoles, y una cruz, que debía ser el paladión sagrado del nuevo reino.

Fuerte con la aprobación del Romano Pontífice, Esteban prosiguió su obra con nuevo entusiasmo. En poco tiempo la tierra quedó cubierta de iglesias, de escuelas y de monasterios. Predicadores numerosos recorrían el país predicando la doctrina cristiana y exponiendo la voluntad del rey. La Iglesia quedó organizada bajo la dirección del metropolitano de Gran o Estrigonia, a quien estaban sujetos otros diez prelados. El mismo rey se había convertido en un misionero. Discutía con sus magnates, iba de ciudad en ciudad reuniendo asambleas y exponiendo las ventajas de la nueva doctrina, y reprimía enérgicamente los brotes de la reacción. Los monjes y los sabios cristianos estaban siempre seguros de encontrar en él acogida generosa. El programa que exponía al pueblo era una armonía perfecta entre la más amplia hospitalidad para todo lo bueno, y el respeto más profundo a las sanas tradiciones de los mayores. «Uno de los pilares de la dignidad real—decía—es la recepción amable de los extranjeros; y aquí está el origen de la grandeza romana. Roma seguiría siendo una esclava si los compañeros de Eneas no le hubieran llevado la libertad. Un imperio se enriquece siempre que se le agregan nuevas lenguas, nuevas costumbres, nuevas experiencias y nuevas disciplinas. Todo esto honra un palacio y reprime la arrogancia de los enemigos.» Pero no se le ocultaba al rey que el alma de un pueblo es su historia, su pasado, su tradición. Por eso añadía: «La gloria mayor de un rey es seguir a los reyes sus antepasados, imitar a sus padres famosos y mantener el espíritu de la raza. Ni los griegos se gobiernan según las costumbres latinas, ni los latinos se hubieran convertido en amos del mundo siguiendo las costumbres de los griegos.»

La verdadera eficacia de aquella actividad religiosa estaba en el ejemplo mismo del rey. El descendiente de Arpad, el espanto de las naciones europeas, el que sacó aquellas tribus indómitas de entre las quebradas del Ural, se había convertido en el más escrupuloso representante de la justicia y de la misericordia. Verdadero padre de su pueblo, no había necesidad que no remediase, ni enfermedad que no consolase. Era de los reyes que se sientan bajo una encina para recibir las quejas de los más humildes; de los que dejan siempre abiertas las puertas de su palacio para que puedan entrar en él todos los menesterosos. Un húngaro podía llegar descuidado a cualquiera de las grandes ciudades del mundo cristiano; en Roma, en Constantinopla, en Jerusalén, encontraba mesa y cama en hospitales construidos por su rey. Con frecuencia se veía al joven príncipe paseando de noche por calles y plazas, entrando en las chozas de los pobres para dejar su limosna, vigilando a los malhechores y buscando a los peregrinos que dormían en los soportales o bajo la techumbre del cielo estrellado, para llevarlos al palacio real. «Y una vez—cuenta el biógrafo— unos varones perversos entre los cuales acababa de vaciar su saco, devorados por una codicia insaciable, le rodearon con irrespetuosos ademanes y exigencias indignas, llegando hasta mesarle la barba. Entonces el caballero de Cristo, rebosando de gozo, se dirigió al altar de la bienaventurada Madre del Creador, y, dando gracias, dijo: ¡Oh Reina del Cielo y mía! mira cómo han honrado los hombres al que tú colocaste en el solio real; pero yo sé que no hay sufrimiento sin recompensa, y por eso no me entristecen las injurias.»

Lleno de mansedumbre cuando se trataba de su persona, Esteban era inflexible para vengar los ultrajes hechos a la ley. Era severo por naturaleza, y comprendía que la compasión, cuando iba contra la justicia, más que compasión podía llamarse debilidad. La suavidad evangélica no había logrado borrar en él los últimos residuos de la dureza escítica de sus antepasados. Serio desde su infancia, la responsabilidad del gobierno había acabado de dar a su carácter un tinte de gravedad, que le hacía enojosas las fiestas cortesanas y los juegos de la juventud. Metido desde los dieciocho años en todas las complicaciones de la política y en todos los peligros de la guerra, puede decirse que Esteban no fue joven nunca. De él, como de San Adalberto, su padre espiritual, dijeron los respectivos biógrafos que rara vez se les vio reír. No contribuyeron poco a entristecer su vida las oposiciones con que tropezó en aquel empeño generoso de civilizar y cristianizar a su pueblo. Apenas había recogido la herencia paterna, cuando se encontró con la rebeldía de los magnates, que no querían resignarse a poner en libertad a los esclavos cristianos. El joven príncipe los vence, los humilla, y aniquila a su competidor. El duque de Pensilvania patrocina la causa de los descontentos y entra en Hungría con una hueste poderosa; pero Esteban sale a su encuentro, le derrota, le mata en la batalla y reúne un nuevo ducado a su reino. El rey de Bulgaria, envidioso del engrandecimiento de su vecino, es también derrotado y obligado a pedir la paz. En 1030, otra guerra con el Imperio germánico. Esteban, que estaba casado con una hermana del emperador San Enrique, se contenta con resistir y afirmar la independencia completa de su nación; y en vista de su energía, las tropas alemanas se vuelven a su tierra sin honra. «Eres un niño—decía el santo rey a su hijo—, formado en las delicias de la corte y en las blanduras de la almohada; no sabes de las luchas, de los trabajos, las expediciones y las incursiones de diversas gentes, entre las cuales he gastado yo mi vida.» Su mirada estaba fija en las amenazas de los eslavos del Este y en las exigencias de los teutones al Oeste, y al mismo tiempo sofocaba todas las revueltas y todos los conatos de reacción pagana en el interior. Las reprimía con mano dura y justiciera. Una noche oyó un ruido metálico cerca de su lecho. Era una espada que acababa de caer en el mosaico de la habitación. Esteban salta del lecho, se adelanta y se encuentra frente a frente a un grupo de asesinos que habían conspirado contra su vida. «Todos ellos, dice el biógrafo, recibieron su merecido.» En otra ocasión, el rey mandó un salvoconducto a un grupo numeroso de familias eslavas para que viniesen a establecerse en su reino; pero apenas habían atravesado la frontera, cuando fueron atacadas y despojadas por unos caballeros húngaros, que aún no habían caído en la cuenta de que había terminado el tiempo de la rapiña y el saqueo. Pero cuando se preparaban a repartir la presa, apareció el rey, los prendió, los ahorcó y mandó colgar sus cadáveres en los puertos principales del reino.

Guerrero afortunado, juez severo y administrador diligente, Esteban era también un místico. Sus noches eran noches de oración, lo mismo en la paz que en la guerra, lo mismo en el palacio que en el campamento. Sus familiares le encontraban a veces levantado en el aire, y, en una ocasión, el ímpetu de su fervor fue tal, que juntamente con él fue arrebatada en alto la tienda en que vivía. «La práctica de la oración—decía a su hijo—es la garantía de la salud del reino. Y así, no te olvides nunca de repetir aquellas palabras de Salomón: «Envía, Señor, tu sabiduría desde el trono de tu grandeza, para que viva conmigo y trabaje conmigo y sepa en todo tiempo lo que es grato delante de Ti.»

Esta sabiduría que el santo rey pedía en su plegaria favorita fue la inspiradora de todo su gobierno, lo que le salvó en los múltiples peligros de su azarosa existencia y lo que todavía podemos ver reflejado en su obra legislativa. Aún se conservan las leyes que dictó a su pueblo, leyes fuertes, simples, rígidas y austeras, retrato de un alto espíritu de gobernante y de un gran corazón de apóstol. Pero donde con más claridad descubrimos el ideal político de San Esteban, es en las normas de gobierno que dejó a su hijo. Un reino es como un templo sostenido por diez columnas: primera, la solidez de la fe; segunda, el esplendor de la Iglesia ; tercera, la pureza y sabiduría de los eclesiásticos: cuarta, la fidelidad, la fortaleza, la confianza y el amor de los barones y caballeros; quinta, la generosidad con los extranjeros; sexta, la recta administración de la justicia; séptima, la sabia organización del consejo; octava, el respeto a las tradiciones de los mayores; nona, el auxilio de la oración; décima, la práctica de la piedad y la misericordia. «El rey que no escucha la voz de la misericordia—decía Esteban—es un tirano. Por eso, hijo mío, amadísimo, dulzura de mi corazón, esperanza de la generación futura, te encargo que tengas entrañas de madre, no sólo para tus parientes, no sólo para los jefes del ejército y los potentados, sino para todo el pueblo. Las obras de la piedad serán la base de tu bienaventuranza. Sé paciente no sólo con los ricos, sino también con los menesterosos. Sé fuerte, de modo que ni la fortuna te levante, ni te desaliente la adversidad. Sé humilde, que Dios se encargará de ensalzarte. Sé dulce, sin olvidar la justicia y sin castigar irreflexivamente. Sé casto y evita los estímulos de la concupiscencia como ladridos de muerte. Estas son las piedras preciosas de una corona real. Sin ellas perderás el reino de la tierra, sin conseguir aquel que no se acaba.»

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