La historia de San Agustín es la historia de un alma y de un siglo. El alma tiene acaso más interés que todo el ambiente que la rodea. Arrastrada por dos amores, el amor infinito, que la atrae irresistiblemente, y el amor creado, que busca a Dios hasta cuando parece que le huye, nos ofrece el tipo del corazón humano sediento de verdad y felicidad. Este doctor insigne, el pensador a quien más debe el mundo occidental, nació en una pequeña ciudad de Numidia, Tagaste, que hoy se llama Souk-Aras. Hijo de una madre profundamente piadosa: Santa Mónica. Fue educado desde sus primeros años cristianamente, pero sin recibir el bautismo. Tres grandes ideas hicieron viva impresión en su inteligencia infantil: la de un Dios Providencia, la de un Cristo Salvador y la de una vida futura. No tardó en revelarse como un niño prodigiosamente dotado. No obstante, odiaba los libros, era perezoso y disipado y tenía particular aversión a la lengua griega. En sus rezos infantiles pedía al Señor que le librase del azote del maestro, y él mismo nos dice que todo su afán era divertirse. Sin embargo, su inteligencia era tal, que pronto aprendió todo lo que podían enseñarle en la escuela de Tagaste. Alentado por aquellos primeros éxitos, su padre, que no era rico, hizo un esfuerzo para llevarle a estudiar en las escuelas de Madaura, la ciudad de Apuleyo. Allí empezó a hacer versos, imitando los de la Eneida. Leía con pasión los poemas virgilianos, los estudiaba y los aprendía de memoria. La aventura de Dido, sobre todo, le arrancaba lágrimas ardientes, envolvía su alma en una atmósfera de ensueño, y le llenaba de gozo pensando en la embriaguez del amor. Más tarde, cuando llegue la hora del desengaño, conocerá las inefables dulzuras del verdadero amor. Entonces podrá decir con la autoridad de quien lo ha experimentado todo: «La delectación del corazón humano en la luz de la verdad y en la abundancia de la sabiduría, la delectación del corazón humano, del corazón fiel; del corazón santificado, es única. No encontraréis nada en ningún placer que se la pueda comparar. No digáis que es un placer menor, porque lo que se llama menor no tiene más que crecer para ser igual. Es otro orden, es una realidad distinta.»
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
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