domingo, 20 de agosto de 2017

Homilía



Isaías es el profeta de la esperanza mesiánica, impulsor de la reconstrucción del templo de Jerusalén y guardián de la Alianza con Dios frente a quienes pretenden romperla con acciones desleales.

El pueblo de Israel pasa por momentos difíciles.

Acaba de regresar de la deportación a Babilonia y apenas dispone de dinero.

Debe además cultivar de nuevo los campos y reconstruir el templo de Jerusalén.

El profeta Isaías afronta esta realidad poniendo todo su empeño en asegurar un germen de población totalmente judía sobre la que asentar el futuro, mantener su identidad y promover un mañana mejor, enfocado en la esperanza del Mesías que vendrá a liberar genitivamente a su pueblo.

Pensaban entonces, y ocurrió igual en tiempos de Jesús, que la salvación mesiánica alcanzaría únicamente al pueblo judío, elegido por Dios.

Por eso sorprende que Isaías la haga extensiva a todos los pueblos:

“A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo… los atraeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración” (Isaías 56, 6-7).

Todavía es más explícito el salmo 66, 4, que proclamamos en la liturgia de hoy:

“Oh Dios, que te den gracias los pueblos, que todos los pueblos te den gracias”.

El proyecto amoroso de Dios rompe los criterios estrechos, excluyentes y egoístas para adentrarnos en unas relaciones humanas marcadas por la concordia y el respeto mutuos.


Pablo, formado como rabí judío en la prestigiosa escuela de Gamaliel, es un fiel cumplidor de la Torá, la Ley, y se muestra celoso en guardar las tradiciones y en conservar la pureza de la fe.

No admite discrepancias y persigue con saña a los disidentes, creyendo, de esta manera, agradar a Dios.

El encuentro con Jesús camino de Damasco trastoca todos sus planes.

Una luz nueva domina su corazón, se bautiza y pasa de ser enconado perseguidor de los cristianos a su principal defensor.

A raíz de este encuentro, se enamora de Jesús y toda su ilusión es dar a conocer su mensaje, especialmente a los de su pueblo y de su raza, por los que desearía ser un proscrito con tal de que le conozcan y acepten como Mesías y Salvador.

Pero rechazan el evangelio.

Pablo siente vivo dolor, porque sabe que son los primeros depositarios de las promesas de Dios. No pierde por ello la esperanza de recuperarlos para Cristo.

Los gentiles, sin embargo, reciben de buen grado “los dones y la llamada de Dios, que son irrevocables” (Romanos 11, 30).


Mateo, cuando escribe el evangelio, se encuentra en una comunidad en la que hay cristianos provenientes del judaísmo, que no ven con buenos ojos la forma de vivir la fe de los venidos del paganismo.

La afirmación, puesta en labios de Jesús: “No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perrillos” (Mateo 15, 26), es probablemente un recurso para convencerlos del plan universal de salvación, bien patente en el encuentro con la mujer cananea.

Jesús admira, ensalza la plegaria insistente de esta mujer y su fe, antes de curar a su hija.

Algo similar ocurre con el centurión, igualmente un extranjero y representante de las fuerzas de ocupación romanas.

Resplandece así en el evangelio que, lo que confiere la salvación, no es la pertenencia a una raza, nación, ideología o grupo social, sino la confesión de fe en Jesús.

Dios no divide a la humanidad en hijos opulentos y pobres, sino que todos hemos de sentarnos en igualdad de condiciones en el banquete del Reino.

La comprensión de Jesús con la mujer cananea irradia una luz nueva a sus Apóstoles, que toman así conciencia de que la voluntad de salvación de Dios abarca a todos, y más particularmente a los que sufren.

Mirémonos y veamos hasta dónde llega nuestra compasión por los más necesitados de ayuda y cómo actuamos frente a personas y grupos racistas y xenófobos.


No han pasado tantos lustros desde la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, de las proclamas de Martin Luther King contra la segregación racial, o el “apartheid” en Sudáfrica, para que entonemos cantos de victoria.

No hemos superado aún las lacras más oscuras y crueles de nuestra condición humana: el apresamiento y esclavitud de jóvenes africanos para explotarles sin piedad en labores agrícolas.

El odio y el desamor forman parte de amplios sectores de nuestra sociedad, cuyo denominador común es el egoísmo y la falta de escrúpulos. Ambos crecen al abrigo de la inmoralidad y la intolerancia.

¿Y qué decir de los nacionalismos excluyentes, que utilizan la lengua y las costumbres para dividir, fomentar discordias y cerrar fronteras?

Falta sensatez en algunos de nuestros políticos cuando anteponen sus intereses personales y su ambición de poder por encima del bien común y de la convivencia sana y en paz de todos los ciudadanos,

Es un mero accidente el haber nacido en tal o cual país para ser valorado o despreciado.

Es un privilegio, sin embargo, nacer en el seno de una sociedad que acoge y ama sin mirar el color de la piel, el ADN o el RH.


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