QUIÉN ERA VICTORIA
La Beata Victoria Díez nació en Sevilla, calle de Trajano, el 11 de noviembre de 1903. Fue hija de padres muy cristianos, don José Díez Moreno y doña Victoria Bustos de Molina.
La infancia de Victoria se desarrolló en el realismo austero de una familia modesta y el clima cálido de un hogar bien unido. El amor de los padres, centrado en ella, fue un factor importante en el desarrollo de su personalidad, desde muy joven, fuerte y responsable. La ayuda que pronto hubo de prestar a la madre algo delicada, inició a Victoria en el arte de hacer felices a los demás, guardando para sí las dificultades. Y esto sin ponderarlo ni hacerlo valer. La profunda fe cristiana y el gran amor que reinaba en su familia son dos rasgos llamados a crecer y a caracterizarla. De carácter muy despierto, mostró pronto una especial sensibilidad para la expresión artística, que luego canalizaría cursando dibujo y pintura en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla.
Al colegio de las Carmelitas de la Caridad debe Victoria su preparación para la primera comunión. La participación en la Eucaristía conmovió vivamente su precoz sensibilidad religiosa, de modo que después recordaba el acontecimiento eucarístico de ese día como el despertador de su vocación. Por traslado del domicilio de la familia, ingresó después en la escuela graduada Carmen Benítez», de acreditado nombre profesional.
Contra lo que pudiera parecer, la niñez de Victoria, que transcurrió entre sacrificios y estrecheces, no fue para ella una época infeliz. Muy bien dotada intelectualmente, alegre, vivaracha, cariñosa con sus padres, simpática con las compañeras y deseosa de agradar a los profesores, compaginó bien el estudio con la ayuda a su madre y con las clases nocturnas en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla. Siempre tuvo ella la convicción de que, por haber recibido mucho en el orden espiritual y en el natural, tenía la inaplazable necesidad de dar y darse para corresponder a tanto recibido.
LA TARDE DEL ENCUENTRO
Por consejo de sus padres, Victoria cursó la carrera de magisterio en la entonces Escuela Normal de Sevilla. Sin embargo, aunque los expedientes académicos presentan en la mayoría de sus notas las calificaciones de sobresaliente o notable, ella no centraba sus ilusiones en ser maestra, porque acariciaba, cada vez con más fuerza, el ideal de llegar a ser misionera. Sin embargo, las circunstancias de su familia y el acontecimiento sorpresivo de conocer a la Institución Teresiana, su espíritu y su vida, cambiaron el rumbo de la suya.
Victoria misma calificó como la tarde del encuentro aquella en que, asistiendo a una charla sobre Santa Teresa (' 15 de octubre), descubrió la raíz del magisterio universal de la santa: «El celo que la consumía la hizo maestra». Y el celo que alimentaba las más verdaderas y hondas aspiraciones de la joven Victoria encontró en la Institución Teresiana el horizonte que aquella tarde había vislumbrado. El llamamiento a la santidad y la necesidad de una presencia de los cristianos en el mundo que fuera testimonio de Jesucristo, tuvieron para ella una resonancia especial. La llamada adquiría realismo y concreción en estas palabras del fundador de la Institución, el Beato Pedro Poveda (r 28 de julio): «La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano con el humanismo de verdad».
Tras maduro discernimiento, pidió asociarse a la Institución Teresiana. Con alegría espiritual jamás desmentida, escribía entonces a Josefa Segovia (r 29 de marzo), directora de la Institución: «cada día le doy gracias a Dios Nuestro Señor por haberme puesto en contacto con una institución que llena mis ideales».
Comprendió muy pronto Victoria que, en la obra fundada por el Beato Pedro Poveda, «podía conjugar sus deseos de santidad y apostolado con el ejercicio de la profesión de maestra, y decidió orientar su vida en este sentido, entregándose con disponibilidad a hacer suya la formación que la Institución le ofrecía» (Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos: Sierva de Dios Victoria Díez y Bustos de Molina, de la Institución Teresiana, 1903-1936, p. 4).
MAESTRA Y CATEQUISTA
El primer pueblo en que Victoria ejerció de maestra fue Cheles (Badajoz), cerca de Portugal. Allí inauguró su propio modo de excederse en el cumplimiento de los deberes profesionales, de hacer apostolado extramuros de la escuela, y de contentar a su madre que extrañaba Sevilla y a su padre que sufría por la separación. Circunstancias estas que habían de acompañarla toda la vida.
Desde Cheles pasó, por traslado administrativo, a Hornachuelos (Córdoba). Cuando Victoria entraba en Hornachuelos el 21 de junio de 1928, no había cumplido aún los veinticinco años. La joven maestra llegaba con excelente preparación profesional, una personalidad curtida en las dificultades de la vida y una vocación decidida de educadora cristiana. La ejemplar entrega, día a día, que en esa población se fraguó hasta el testimonio total del don de su vida en el martirio, han vinculado de modo particular a la Beata Victoria con Hornachuelos.
Correspondió a Victoria, como primera gestión, solicitar de las autoridades un nuevo local para su escuela, que encontró insuficiente y en malas condiciones. Renovó los métodos docentes y el estilo de las relaciones entre maestra y discípulas; creó la biblioteca escolar e inauguró los paseos por el campo con objetivos previstos; con frecuencia tenía las clases al aire libre. Sobre todo, creó un clima sereno de cercanía afectiva capaz de favorecer el desenvolvimiento de las capacidades infantiles. El nombre de cada alumna le resultó pronto significativo no sólo de su personalidad, sino del entorno familiar propio. Se estaban creando por entonces escuelas nocturnas para adultos, pero no eran muchas las poblaciones que contaban con medios para hacerlas funcionar. Victoria consiguió un local y organizó una sección para jóvenes obreras en el que no faltaba, entre otras cosas, un plan de alfabetización. Pronto fue nombrada secretaria de la recién creada Junta de Enseñanza Municipal y, en 1935, designada por unanimidad presidenta del Consejo Local de Hornachuelos, función, no exenta de dificultades, que desempeñó con toda dedicación y justicia entre profesores de distintas tendencias. Se propuso ser lazo de unión entre ellos por encima de las diferencias de ideologías y partidos.
«En la escuela cumplía hasta el máximo, fuera con su ejemplo, con su caridad y con la práctica de ésta», atestigua uno de sus compañeros. Todos los testimonios de sus colegas coinciden en ello. Igual que, más tarde, las madres de familia, antiguas alumnas suyas, encarecían la dedicación de Victoria, que sabía ser educadora siempre, dentro y fuera de la escuela. Un vecino de Hornachuelos declara: «Los que éramos amantes de la cultura no teníamos más remedio que quererla..., una mujer con espíritu, dedicada totalmente a la Iglesia y a su escuela. Sus obras de caridad eran constantes; no había pobre que se le acercara que ella no atendiera, y con largueza».
En 1933 las disposiciones emanadas del Ministerio de Instrucción Pública prohibieron a los maestros oficiales enseñar religión. La reacción de Victoria fue inmediata. Si ella no podía ser catequista, iniciaría una actividad catequética, prepararía catequistas. Tampoco esto era fácil en aquellas circunstancias, pero contó con su madre y con algunas jóvenes de la Acción Católica recién fundada, que aceptaron sus orientaciones para iniciar a los niños en el conocimiento de la doctrina cristiana y en los sacramentos. Eso sí, mientras las improvisadas catequistas actuaban, ella permanecía en la iglesia orando. También redactaba «apuntes» en varias cuartillas que agrupó bajo el título Para las catequistas:
«Así como cuando hay luz en una casa se ve la claridad por las ventanas, así cuando un alma está llena de Dios, aun sin querer, lo comunica a cuantos la rodean. El catequista en todo momento se revela, cuando reza, cuando explica, cuando corrige. Siempre despide el perfume de Cristo a quien irremediablemente está unido si desempeña con fruto su cometido. ¿De dónde procede el calor vivificante de la instrucción? ¿De dónde el convencimiento que produce la doctrina, la influencia educadora del educador? ¿Cómo es que a veces una sola palabra, pronunciada por un hombre lleno de Dios, produce más efecto que estudios y discursos?»
En algunas crónicas que mandaba al periódico le gustaba firmar Una catequista.
Las fiestas, las representaciones, las canciones, el teatro, las excursiones, fruto de su celo inagotable, animaban a niños y mayores, suscitando en torno a la catequesis el mismo clima de fe vivida, afectivo y alegre, que se creaba en torno a la escuela. Era voz unánime que su alegría típica daba a su fisonomía una nota extraordinariamente amable y atrayente.
Trabajó siempre con la Asociación de las Hijas de María. Ya lo hizo en Cheles, donde la asociación existía, pero, según confesión de las interesadas, estaba completamente muerta, porque no sabían lo que debían hacer. Su amor a la Iglesia era pródigo en recursos. Poco más de un año llevaba en Hornachuelos cuando organizó la Asociación Misionera de la Santa Infancia, dividida en varias secciones. Estaba exultante, pero su celo apostólico no se sentía del todo satisfecho. Por aquel entonces escribía:
«¡Cuánto desearía yo hacer por las misiones! Ése fue el principio de mi vocación, y créame que si alguna vez me fuera posible trabajar más de cerca en ellas, con todo mi corazón lo haría.»
PRESENCIA EN LOS ESPACIOS PÚBLICOS
Victoria «siente con la Iglesia», vive con intensidad la comunión eclesial. De ahí nace su fecundidad apostólica. En respuesta directa a los deseos del papa Pío XI y a la vivencia de la Iglesia universal, funda la Acción Católica Femenina, definida por el papa como «la participación organizada de los laicos en el apostolado de la jerarquía»; se proponía representar a la mujer española ante la opinión y los poderes públicos, el ejercicio de los derechos de su ciudadanía y organizar campañas contra los vicios sociales. Se conservan los guiones de las charlas que dirigía a las jóvenes que integraban el Círculo de Acción Católica, un grupo de mujeres que, a partir de la divisa de Acción Católica, se iban formando en la necesidad de unir la virtud y la fe con el estudio y la ciencia:
«Piedad-Ciencia-Acción. Divisa santa que debéis llevar bien grabada en el fondo de vuestros corazones.
»Una piedad sólida, tranquila, amable, serena, dulce, pacífica y oportuna, sin ridiculeces ni gazmoñerías...
»Pensemos seriamente en la necesidad que tenemos del estudio para adquirir la ciencia y tened presente que vuestra ciencia abrillantará vuestra virtud y aumentará vuestra piedad...
»Acción. ¿Quién, estando llena de Jesucristo, conociéndole, amándole, no siente arder en su pecho la llama del celo, no se siente arrastrada a trabajar por las almas en este campo de la Iglesia católica? Recordad aquella hermosa frase de Nuestro Divino Salvador cuando, dialogando con sus discípulos, decíales: "La mies es mucha..., los operarios pocos, rogad al Señor de la mies que envíe operarios a su campo".»
Por su atención a las jóvenes, por el estímulo cultural y la ayuda prestada a las alumnas que aspiraban a proseguir estudios, por la novedad que representaba su modo de vivir las exigencias del Evangelio en la vida ordinaria, Hornachuelos reconoció en ella una pionera en la educación de la mujer.
Victoria pensaba igualmente en los jóvenes, pues ella impulsó la creación y facilitó el material necesario para que un maestro, colega suyo, organizase también para ellos los Círculos de Acción Católica.
Algunos acontecimientos de nivel nacional y otros de carácter local que ponen de manifiesto el clima tensamente ideológico de aquel tiempo, que conduciría a la persecución religiosa, podían inquietarla con razón. Primero fueron las disposiciones legales que le obligaron a retirar el crucifijo y la imagen de la Virgen que hasta entonces habían presidido la vida de la escuela. Luego, la pretendida imposición de libros inconvenientes «por órdenes superiores, que ella se negó a admitir. Dice un colega que Victoria «cumplió las disposiciones oficiales de supresión del crucifijo, pero no perdía ocasión de protestar por ellas y de demostrar su disconformidad en privado y públicamente en cuantas ocasiones se presentaban. La protesta pública tenía lugar siempre de forma delicada en reuniones del Ayuntamiento o actos parecidos».
¡PÍDEME PRECIO!
En sus oraciones por Hornachuelos había formulado al Señor esta petición: «¡Pídeme precio!»
No tenía Victoria deseo alguno de adoptar una pose heroica: sí tenía miedo, lo tenía y era inútil esconderlo. Así era en el trato con todos: cercana, humana, transparente. Lo que no es fácilmente abarcable es el camino que la gracia de Cristo fue haciendo con ella, de modo que la debilidad de su naturaleza testimoniase de un modo constante e inquebrantable su total pertenencia a Jesucristo y su adhesión al querer de Dios. Así escribe a una amiga suya:
«Hemos pasado días de grandísimo pánico, pero gracias a Dios estamos sanos y salvos, aunque siempre en espera de..., lo que quieran. En medio de todo esto estoy muy conforme con la voluntad de Dios y muy dispuesta a todo.»
Sus temores no eran injustificados. La hostilidad que experimentaba en torno suyo no era imaginaria. El clima cultural de la época alimentaba un odio a la Iglesia y a la fe cristiana asfixiante. Algunos acontecimientos de nivel nacional y otros de carácter local podían inquietarla con razón. El hecho más duro fue para ella la quema de la Iglesia parroquial, el 19 de marzo de 1934, con peligro de profanación de las Sagradas Formas ante un pueblo atemorizado. ¡La parroquia en la que ella trabajaba con tanto amor! Una verdadera noche oscura, sólo comparable al gozo de la reapertura el día de la Inmaculada del mismo año. Por su colaboración habitual en la parroquia, mayor aún y más fiel en los momentos difíciles, el párroco, don Antonio Molina, la llamaba familiarmente «su coadjutora».
A partir del incendio de la parroquia empezó a respirarse en Hornachuelos un aire hostil para el sacerdote y su familia, para Victoria y su madre, y para cuantos frecuentaban la Iglesia. En las paredes de la humilde casa de Victoria aparecieron «pintadas» con frases amenazantes. Las mujeres no podían ir a la iglesia sin ser objeto de burlas y amenazas a su paso por las calles. Pero el párroco no se cansaba de predicar la paz y el perdón entre los vecinos, ni la maestra de ejercitar las más exquisitas virtudes de ciudadanía y buena convivencia en la escuela. Más difícil resultaba sufrir con paciencia el constatar la acción sistemática sobre los jóvenes del pueblo induciéndolos a la pérdida de la fe y al deterioro de las costumbres.
En el último verano de su vida, el de 1935, Victoria vivió una especie de oasis. Participó en un curso de formación organizado en León por el Beato Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana, dirigido a los miembros de la Institución que, dispersos por la geografía española, servían a los hombres en puestos de trabajo estatales. La cuestión básica del curso se centró en las disposiciones personales y la valentía para confesar a Cristo y sacrificarse por él: «Cumplid con vuestro deber y después no le tengáis miedo a nada ni a nadie... Y si Dios permite que se os persiga y aun que lleguéis al martirio, que es lo más que os puede pasar, él os dará fuerzas», decía el fundador.
«Victoria vivió este curso intensamente, con todo el entusiasmo y la entrega que la caracterizaban, y regresó a Hornachuelos vivamente renovada en su celo por el Reino de Dios (Decreto, o.c., p. 5). Recibió en estas jornadas una confirmación e impulso del Espíritu. Las cartas de esas fechas son exultantes y sus confidencias, no exentas de alusiones a la entrega definitiva.
¡VEO EL CIELO ABIERTO!
Las difíciles circunstancias creadas en España en 1936 desembocaron en una persecución abierta contra la Iglesia. Victoria vive la situación con un realismo lleno de fe. Un día dedicado al retiro espiritual, Victoria advertía así a una amiga suya: «Si sucede alguna cosa, ten la seguridad de que ni tú ni yo lo contaremos».
La interlocutora quedó impresionada no tanto por las palabras, cuanto por su tono seguro y sereno. Había en ellas un fondo de aceptación del cáliz, algo nuevo que brotaba del alma de Victoria, que por entonces se iba familiarizando con la idea del martirio en una oración prolongada y penitente: «Los hechos vendrían a demostrar que el precio era la oblación de su propia vida» (Decreto, o.c., ibíd.).
Dada la situación, muchos vecinos del pueblo habían huido. ¿Por qué se queda Victoria si es período de vacaciones? A quien le preguntaba, ella respondía invariablemente: «Porque mi sitio está en Hornachuelos».
Le importaba mucho más la vida del pueblo, por la que estaba dispuesta a pagar el precio que fuera, que salvarse ella sola. El 19 de julio recibe su última comunión en circunstancias muy accidentadas y hostiles. Tras unos pocos días pasados en casa de algún amigo, decide regresar a la suya y allí, en una casa moralmente sitiada, pasará los últimos días de su vida junto con su madre y las hermanas del párroco, que ya había sido detenido antes. Se agruparon las cuatro en una comunidad orante; ésta fue su principal y casi continua ocupación; también, la invocación a la Virgen mediante el rezo del rosario.
El día 11 de agosto se presentaron dos milicianos a llevársela «para prestar declaración». Ha llegado la hora. Ella, serenamente, como si la hubiera estado esperando, intenta tranquilizar a su madre y se va con ellos. La condujeron a una casa convertida en prisión. Allí quedaba sola, la única mujer detenida, en una habitación con rejas que daban a la plaza. Y allí van a verla sus niñas... Los que la vieron a través de las rejas la recuerdan sentada, serena, en actitud recogida, las manos juntas, «como cuando estaba en misa».
Hacia las dos de la madrugada del 12 de agosto, los detenidos fueron esposados de dos en dos y obligados por los milicianos a salir. Hubieron de recorrer doce kilómetros por caminos de serranía hasta la antigua mina del Rincón. En el camino ella procuró contagiar la paz y la esperanza que el Espíritu le comunicaba. Sus palabras de aliento, recogidas de los comentarios de los mismos milicianos, eran: «¡Ánimo, daos prisa! Nos espera el premio... Veo el cielo abierto». Tras un simulacro de juicio, todos los detenidos fueron condenados a muerte. Victoria los vio caer, uno a uno, en la fosa de la mina.
Quedó al fin sola con sus «jueces». Algunos le propusieron salvarla, sólo con que depusiese su terquedad en confesar su fe... Hubo un momento de expectación por parte de los milicianos. Pero Victoria se puso de rodillas, levantó los brazos y dijo: «Digo lo que siento. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva mi Madre!», aludiendo a la pequeña imagen de María que apretaba entre sus dedos. Así, con el mismo encanto y la misma sencillez que caracterizaron todos sus pasos, dio Victoria su testimonio definitivo de que Jesucristo lo era todo para ella, de verdad lo más querido, porque la verdad de su amor y de su gracia vale más que la vida» (Sal 62, 4).
Su santidad Juan Pablo II así lo vio y procedió a la beatificación de Victoria Díez y Bustos de Molina en Roma, el domingo 10 de octubre de 1993. Hizo coincidir su beatificación con la de don Pedro Poveda Castroverde, fundador de la Institución Teresiana, que la había precedido en el martirio pocos días antes.
La Beata Victoria Díez nació en Sevilla, calle de Trajano, el 11 de noviembre de 1903. Fue hija de padres muy cristianos, don José Díez Moreno y doña Victoria Bustos de Molina.
La infancia de Victoria se desarrolló en el realismo austero de una familia modesta y el clima cálido de un hogar bien unido. El amor de los padres, centrado en ella, fue un factor importante en el desarrollo de su personalidad, desde muy joven, fuerte y responsable. La ayuda que pronto hubo de prestar a la madre algo delicada, inició a Victoria en el arte de hacer felices a los demás, guardando para sí las dificultades. Y esto sin ponderarlo ni hacerlo valer. La profunda fe cristiana y el gran amor que reinaba en su familia son dos rasgos llamados a crecer y a caracterizarla. De carácter muy despierto, mostró pronto una especial sensibilidad para la expresión artística, que luego canalizaría cursando dibujo y pintura en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla.
Al colegio de las Carmelitas de la Caridad debe Victoria su preparación para la primera comunión. La participación en la Eucaristía conmovió vivamente su precoz sensibilidad religiosa, de modo que después recordaba el acontecimiento eucarístico de ese día como el despertador de su vocación. Por traslado del domicilio de la familia, ingresó después en la escuela graduada Carmen Benítez», de acreditado nombre profesional.
Contra lo que pudiera parecer, la niñez de Victoria, que transcurrió entre sacrificios y estrecheces, no fue para ella una época infeliz. Muy bien dotada intelectualmente, alegre, vivaracha, cariñosa con sus padres, simpática con las compañeras y deseosa de agradar a los profesores, compaginó bien el estudio con la ayuda a su madre y con las clases nocturnas en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla. Siempre tuvo ella la convicción de que, por haber recibido mucho en el orden espiritual y en el natural, tenía la inaplazable necesidad de dar y darse para corresponder a tanto recibido.
LA TARDE DEL ENCUENTRO
Por consejo de sus padres, Victoria cursó la carrera de magisterio en la entonces Escuela Normal de Sevilla. Sin embargo, aunque los expedientes académicos presentan en la mayoría de sus notas las calificaciones de sobresaliente o notable, ella no centraba sus ilusiones en ser maestra, porque acariciaba, cada vez con más fuerza, el ideal de llegar a ser misionera. Sin embargo, las circunstancias de su familia y el acontecimiento sorpresivo de conocer a la Institución Teresiana, su espíritu y su vida, cambiaron el rumbo de la suya.
Victoria misma calificó como la tarde del encuentro aquella en que, asistiendo a una charla sobre Santa Teresa (' 15 de octubre), descubrió la raíz del magisterio universal de la santa: «El celo que la consumía la hizo maestra». Y el celo que alimentaba las más verdaderas y hondas aspiraciones de la joven Victoria encontró en la Institución Teresiana el horizonte que aquella tarde había vislumbrado. El llamamiento a la santidad y la necesidad de una presencia de los cristianos en el mundo que fuera testimonio de Jesucristo, tuvieron para ella una resonancia especial. La llamada adquiría realismo y concreción en estas palabras del fundador de la Institución, el Beato Pedro Poveda (r 28 de julio): «La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano con el humanismo de verdad».
Tras maduro discernimiento, pidió asociarse a la Institución Teresiana. Con alegría espiritual jamás desmentida, escribía entonces a Josefa Segovia (r 29 de marzo), directora de la Institución: «cada día le doy gracias a Dios Nuestro Señor por haberme puesto en contacto con una institución que llena mis ideales».
Comprendió muy pronto Victoria que, en la obra fundada por el Beato Pedro Poveda, «podía conjugar sus deseos de santidad y apostolado con el ejercicio de la profesión de maestra, y decidió orientar su vida en este sentido, entregándose con disponibilidad a hacer suya la formación que la Institución le ofrecía» (Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos: Sierva de Dios Victoria Díez y Bustos de Molina, de la Institución Teresiana, 1903-1936, p. 4).
MAESTRA Y CATEQUISTA
El primer pueblo en que Victoria ejerció de maestra fue Cheles (Badajoz), cerca de Portugal. Allí inauguró su propio modo de excederse en el cumplimiento de los deberes profesionales, de hacer apostolado extramuros de la escuela, y de contentar a su madre que extrañaba Sevilla y a su padre que sufría por la separación. Circunstancias estas que habían de acompañarla toda la vida.
Desde Cheles pasó, por traslado administrativo, a Hornachuelos (Córdoba). Cuando Victoria entraba en Hornachuelos el 21 de junio de 1928, no había cumplido aún los veinticinco años. La joven maestra llegaba con excelente preparación profesional, una personalidad curtida en las dificultades de la vida y una vocación decidida de educadora cristiana. La ejemplar entrega, día a día, que en esa población se fraguó hasta el testimonio total del don de su vida en el martirio, han vinculado de modo particular a la Beata Victoria con Hornachuelos.
Correspondió a Victoria, como primera gestión, solicitar de las autoridades un nuevo local para su escuela, que encontró insuficiente y en malas condiciones. Renovó los métodos docentes y el estilo de las relaciones entre maestra y discípulas; creó la biblioteca escolar e inauguró los paseos por el campo con objetivos previstos; con frecuencia tenía las clases al aire libre. Sobre todo, creó un clima sereno de cercanía afectiva capaz de favorecer el desenvolvimiento de las capacidades infantiles. El nombre de cada alumna le resultó pronto significativo no sólo de su personalidad, sino del entorno familiar propio. Se estaban creando por entonces escuelas nocturnas para adultos, pero no eran muchas las poblaciones que contaban con medios para hacerlas funcionar. Victoria consiguió un local y organizó una sección para jóvenes obreras en el que no faltaba, entre otras cosas, un plan de alfabetización. Pronto fue nombrada secretaria de la recién creada Junta de Enseñanza Municipal y, en 1935, designada por unanimidad presidenta del Consejo Local de Hornachuelos, función, no exenta de dificultades, que desempeñó con toda dedicación y justicia entre profesores de distintas tendencias. Se propuso ser lazo de unión entre ellos por encima de las diferencias de ideologías y partidos.
«En la escuela cumplía hasta el máximo, fuera con su ejemplo, con su caridad y con la práctica de ésta», atestigua uno de sus compañeros. Todos los testimonios de sus colegas coinciden en ello. Igual que, más tarde, las madres de familia, antiguas alumnas suyas, encarecían la dedicación de Victoria, que sabía ser educadora siempre, dentro y fuera de la escuela. Un vecino de Hornachuelos declara: «Los que éramos amantes de la cultura no teníamos más remedio que quererla..., una mujer con espíritu, dedicada totalmente a la Iglesia y a su escuela. Sus obras de caridad eran constantes; no había pobre que se le acercara que ella no atendiera, y con largueza».
En 1933 las disposiciones emanadas del Ministerio de Instrucción Pública prohibieron a los maestros oficiales enseñar religión. La reacción de Victoria fue inmediata. Si ella no podía ser catequista, iniciaría una actividad catequética, prepararía catequistas. Tampoco esto era fácil en aquellas circunstancias, pero contó con su madre y con algunas jóvenes de la Acción Católica recién fundada, que aceptaron sus orientaciones para iniciar a los niños en el conocimiento de la doctrina cristiana y en los sacramentos. Eso sí, mientras las improvisadas catequistas actuaban, ella permanecía en la iglesia orando. También redactaba «apuntes» en varias cuartillas que agrupó bajo el título Para las catequistas:
«Así como cuando hay luz en una casa se ve la claridad por las ventanas, así cuando un alma está llena de Dios, aun sin querer, lo comunica a cuantos la rodean. El catequista en todo momento se revela, cuando reza, cuando explica, cuando corrige. Siempre despide el perfume de Cristo a quien irremediablemente está unido si desempeña con fruto su cometido. ¿De dónde procede el calor vivificante de la instrucción? ¿De dónde el convencimiento que produce la doctrina, la influencia educadora del educador? ¿Cómo es que a veces una sola palabra, pronunciada por un hombre lleno de Dios, produce más efecto que estudios y discursos?»
En algunas crónicas que mandaba al periódico le gustaba firmar Una catequista.
Las fiestas, las representaciones, las canciones, el teatro, las excursiones, fruto de su celo inagotable, animaban a niños y mayores, suscitando en torno a la catequesis el mismo clima de fe vivida, afectivo y alegre, que se creaba en torno a la escuela. Era voz unánime que su alegría típica daba a su fisonomía una nota extraordinariamente amable y atrayente.
Trabajó siempre con la Asociación de las Hijas de María. Ya lo hizo en Cheles, donde la asociación existía, pero, según confesión de las interesadas, estaba completamente muerta, porque no sabían lo que debían hacer. Su amor a la Iglesia era pródigo en recursos. Poco más de un año llevaba en Hornachuelos cuando organizó la Asociación Misionera de la Santa Infancia, dividida en varias secciones. Estaba exultante, pero su celo apostólico no se sentía del todo satisfecho. Por aquel entonces escribía:
«¡Cuánto desearía yo hacer por las misiones! Ése fue el principio de mi vocación, y créame que si alguna vez me fuera posible trabajar más de cerca en ellas, con todo mi corazón lo haría.»
PRESENCIA EN LOS ESPACIOS PÚBLICOS
Victoria «siente con la Iglesia», vive con intensidad la comunión eclesial. De ahí nace su fecundidad apostólica. En respuesta directa a los deseos del papa Pío XI y a la vivencia de la Iglesia universal, funda la Acción Católica Femenina, definida por el papa como «la participación organizada de los laicos en el apostolado de la jerarquía»; se proponía representar a la mujer española ante la opinión y los poderes públicos, el ejercicio de los derechos de su ciudadanía y organizar campañas contra los vicios sociales. Se conservan los guiones de las charlas que dirigía a las jóvenes que integraban el Círculo de Acción Católica, un grupo de mujeres que, a partir de la divisa de Acción Católica, se iban formando en la necesidad de unir la virtud y la fe con el estudio y la ciencia:
«Piedad-Ciencia-Acción. Divisa santa que debéis llevar bien grabada en el fondo de vuestros corazones.
»Una piedad sólida, tranquila, amable, serena, dulce, pacífica y oportuna, sin ridiculeces ni gazmoñerías...
»Pensemos seriamente en la necesidad que tenemos del estudio para adquirir la ciencia y tened presente que vuestra ciencia abrillantará vuestra virtud y aumentará vuestra piedad...
»Acción. ¿Quién, estando llena de Jesucristo, conociéndole, amándole, no siente arder en su pecho la llama del celo, no se siente arrastrada a trabajar por las almas en este campo de la Iglesia católica? Recordad aquella hermosa frase de Nuestro Divino Salvador cuando, dialogando con sus discípulos, decíales: "La mies es mucha..., los operarios pocos, rogad al Señor de la mies que envíe operarios a su campo".»
Por su atención a las jóvenes, por el estímulo cultural y la ayuda prestada a las alumnas que aspiraban a proseguir estudios, por la novedad que representaba su modo de vivir las exigencias del Evangelio en la vida ordinaria, Hornachuelos reconoció en ella una pionera en la educación de la mujer.
Victoria pensaba igualmente en los jóvenes, pues ella impulsó la creación y facilitó el material necesario para que un maestro, colega suyo, organizase también para ellos los Círculos de Acción Católica.
Algunos acontecimientos de nivel nacional y otros de carácter local que ponen de manifiesto el clima tensamente ideológico de aquel tiempo, que conduciría a la persecución religiosa, podían inquietarla con razón. Primero fueron las disposiciones legales que le obligaron a retirar el crucifijo y la imagen de la Virgen que hasta entonces habían presidido la vida de la escuela. Luego, la pretendida imposición de libros inconvenientes «por órdenes superiores, que ella se negó a admitir. Dice un colega que Victoria «cumplió las disposiciones oficiales de supresión del crucifijo, pero no perdía ocasión de protestar por ellas y de demostrar su disconformidad en privado y públicamente en cuantas ocasiones se presentaban. La protesta pública tenía lugar siempre de forma delicada en reuniones del Ayuntamiento o actos parecidos».
¡PÍDEME PRECIO!
En sus oraciones por Hornachuelos había formulado al Señor esta petición: «¡Pídeme precio!»
No tenía Victoria deseo alguno de adoptar una pose heroica: sí tenía miedo, lo tenía y era inútil esconderlo. Así era en el trato con todos: cercana, humana, transparente. Lo que no es fácilmente abarcable es el camino que la gracia de Cristo fue haciendo con ella, de modo que la debilidad de su naturaleza testimoniase de un modo constante e inquebrantable su total pertenencia a Jesucristo y su adhesión al querer de Dios. Así escribe a una amiga suya:
«Hemos pasado días de grandísimo pánico, pero gracias a Dios estamos sanos y salvos, aunque siempre en espera de..., lo que quieran. En medio de todo esto estoy muy conforme con la voluntad de Dios y muy dispuesta a todo.»
Sus temores no eran injustificados. La hostilidad que experimentaba en torno suyo no era imaginaria. El clima cultural de la época alimentaba un odio a la Iglesia y a la fe cristiana asfixiante. Algunos acontecimientos de nivel nacional y otros de carácter local podían inquietarla con razón. El hecho más duro fue para ella la quema de la Iglesia parroquial, el 19 de marzo de 1934, con peligro de profanación de las Sagradas Formas ante un pueblo atemorizado. ¡La parroquia en la que ella trabajaba con tanto amor! Una verdadera noche oscura, sólo comparable al gozo de la reapertura el día de la Inmaculada del mismo año. Por su colaboración habitual en la parroquia, mayor aún y más fiel en los momentos difíciles, el párroco, don Antonio Molina, la llamaba familiarmente «su coadjutora».
A partir del incendio de la parroquia empezó a respirarse en Hornachuelos un aire hostil para el sacerdote y su familia, para Victoria y su madre, y para cuantos frecuentaban la Iglesia. En las paredes de la humilde casa de Victoria aparecieron «pintadas» con frases amenazantes. Las mujeres no podían ir a la iglesia sin ser objeto de burlas y amenazas a su paso por las calles. Pero el párroco no se cansaba de predicar la paz y el perdón entre los vecinos, ni la maestra de ejercitar las más exquisitas virtudes de ciudadanía y buena convivencia en la escuela. Más difícil resultaba sufrir con paciencia el constatar la acción sistemática sobre los jóvenes del pueblo induciéndolos a la pérdida de la fe y al deterioro de las costumbres.
En el último verano de su vida, el de 1935, Victoria vivió una especie de oasis. Participó en un curso de formación organizado en León por el Beato Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana, dirigido a los miembros de la Institución que, dispersos por la geografía española, servían a los hombres en puestos de trabajo estatales. La cuestión básica del curso se centró en las disposiciones personales y la valentía para confesar a Cristo y sacrificarse por él: «Cumplid con vuestro deber y después no le tengáis miedo a nada ni a nadie... Y si Dios permite que se os persiga y aun que lleguéis al martirio, que es lo más que os puede pasar, él os dará fuerzas», decía el fundador.
«Victoria vivió este curso intensamente, con todo el entusiasmo y la entrega que la caracterizaban, y regresó a Hornachuelos vivamente renovada en su celo por el Reino de Dios (Decreto, o.c., p. 5). Recibió en estas jornadas una confirmación e impulso del Espíritu. Las cartas de esas fechas son exultantes y sus confidencias, no exentas de alusiones a la entrega definitiva.
¡VEO EL CIELO ABIERTO!
Las difíciles circunstancias creadas en España en 1936 desembocaron en una persecución abierta contra la Iglesia. Victoria vive la situación con un realismo lleno de fe. Un día dedicado al retiro espiritual, Victoria advertía así a una amiga suya: «Si sucede alguna cosa, ten la seguridad de que ni tú ni yo lo contaremos».
La interlocutora quedó impresionada no tanto por las palabras, cuanto por su tono seguro y sereno. Había en ellas un fondo de aceptación del cáliz, algo nuevo que brotaba del alma de Victoria, que por entonces se iba familiarizando con la idea del martirio en una oración prolongada y penitente: «Los hechos vendrían a demostrar que el precio era la oblación de su propia vida» (Decreto, o.c., ibíd.).
Dada la situación, muchos vecinos del pueblo habían huido. ¿Por qué se queda Victoria si es período de vacaciones? A quien le preguntaba, ella respondía invariablemente: «Porque mi sitio está en Hornachuelos».
Le importaba mucho más la vida del pueblo, por la que estaba dispuesta a pagar el precio que fuera, que salvarse ella sola. El 19 de julio recibe su última comunión en circunstancias muy accidentadas y hostiles. Tras unos pocos días pasados en casa de algún amigo, decide regresar a la suya y allí, en una casa moralmente sitiada, pasará los últimos días de su vida junto con su madre y las hermanas del párroco, que ya había sido detenido antes. Se agruparon las cuatro en una comunidad orante; ésta fue su principal y casi continua ocupación; también, la invocación a la Virgen mediante el rezo del rosario.
El día 11 de agosto se presentaron dos milicianos a llevársela «para prestar declaración». Ha llegado la hora. Ella, serenamente, como si la hubiera estado esperando, intenta tranquilizar a su madre y se va con ellos. La condujeron a una casa convertida en prisión. Allí quedaba sola, la única mujer detenida, en una habitación con rejas que daban a la plaza. Y allí van a verla sus niñas... Los que la vieron a través de las rejas la recuerdan sentada, serena, en actitud recogida, las manos juntas, «como cuando estaba en misa».
Hacia las dos de la madrugada del 12 de agosto, los detenidos fueron esposados de dos en dos y obligados por los milicianos a salir. Hubieron de recorrer doce kilómetros por caminos de serranía hasta la antigua mina del Rincón. En el camino ella procuró contagiar la paz y la esperanza que el Espíritu le comunicaba. Sus palabras de aliento, recogidas de los comentarios de los mismos milicianos, eran: «¡Ánimo, daos prisa! Nos espera el premio... Veo el cielo abierto». Tras un simulacro de juicio, todos los detenidos fueron condenados a muerte. Victoria los vio caer, uno a uno, en la fosa de la mina.
Quedó al fin sola con sus «jueces». Algunos le propusieron salvarla, sólo con que depusiese su terquedad en confesar su fe... Hubo un momento de expectación por parte de los milicianos. Pero Victoria se puso de rodillas, levantó los brazos y dijo: «Digo lo que siento. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva mi Madre!», aludiendo a la pequeña imagen de María que apretaba entre sus dedos. Así, con el mismo encanto y la misma sencillez que caracterizaron todos sus pasos, dio Victoria su testimonio definitivo de que Jesucristo lo era todo para ella, de verdad lo más querido, porque la verdad de su amor y de su gracia vale más que la vida» (Sal 62, 4).
Su santidad Juan Pablo II así lo vio y procedió a la beatificación de Victoria Díez y Bustos de Molina en Roma, el domingo 10 de octubre de 1993. Hizo coincidir su beatificación con la de don Pedro Poveda Castroverde, fundador de la Institución Teresiana, que la había precedido en el martirio pocos días antes.
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