Atila en los bosques del Danubio y Genserico en los arenales africanos, parecen las dos fieras salvajes que espían el momento propicio para arrojarse sobre el cuerpo de Roma moribunda. Son los dos enemigos más terribles del Imperio agonizante; pero la figura de aquel vándalo, cojo, feo, pequeño y ridículo, es más repugnante y más odiosa. No le falta grandeza de espíritu. Si no era señor de sus cóleras, sabía dominar sus placeres; si sus violencias multiplicaban en torno suyo los peligros, tenía energía y diplomacia para disiparlos. Era superior a aquellos romanos degenerados a quienes combatía y despreciaba. Cuando entra en Cartago, se indigna al ver las catervas de afeminados vestidos de mujeres, y los deporta al interior para que los moros les den algunas lecciones de energía y virilidad. No comprende las casas de prostitución; las cierra todas, y casa por la fuerza a las que habitaban en ellas.
No obstante, todo el talento de este hombre se concentró en una obra de muerte: destruir el Imperio y aniquilar el catolicismo. Las dos cosas se confundían a sus ojos. Unos meses antes de morir, en otoño de 476, tuvo su última alegría, la más grande, tal vez, de todas las alegrías de su vida: el gigantesco Atila se había desvanecido misteriosamente, pero los ojos atigrados del vándalo se iluminaron por última vez al contemplar la caída del Imperio de Occidente. Entre tanto, el catolicismo seguía viviendo, y, sin embargo, él había jurado su exterminio, y a principios del año 477 moría fatigado y triste, porque no había podido cumplir su juramento.
Su desaparición fue el principio de una tregua para los católicos de África, desde la Cirenaica hasta el estrecho de Gibraltar. Hunerico empezó su reinado devolviendo a los católicos el derecho de reunión. Se mostraba dulce y moderado; pero, como buen vándalo, necesitaba matar, atormentar, perseguir. Para aquellos hombres no había música más agradable que el llanto de los oprimidos. Además, era preciso llenar el erario. Toda aquella mansedumbre estaba finamente calculada. Como los católicos estaban empobrecidos por las persecuciones anteriores, había que dejarles tiempo para reponerse. Por de pronto, se arremetería contra los maniqueos. Unos fueron quemados, otros desterrados, otros arrojados al mar. Sin embargo, fue preciso recoger velas, porque se descubrió que muchos individuos del clero arriano pertenecían a la secta. Entre tanto, los católicos seguían en paz. Hasta recabaron, valiéndose de la influencia del emperador de Constantinopla, libertad para elegir un obispo. Hunerico hizo publicar un decreto que decía: «El emperador Zenón nos ha escrito diciendo que desea ver un obispo en la Iglesia de Cartago. Escoged, pues, al que os plazca, pero con la condición de que el emperador deje completa libertad a los obispos arríanos de su Imperio para predicar en la lengua de su agrado y celebrar los misterios cristianos como les parezca. De lo contrario, habéis de saber que el obispo elegido y todo el clero de África serán llevados al país de los moros.»
No faltaron hombres sensatos que vieron en este decreto un nuevo lazo tendido a la Iglesia católica; pero no había más remedio que aceptar aquel favor que podría traer terribles consecuencias. El elegido fue un venerable asceta que se llamaba Eugenio. «Cuando vio que tenía un obispo—dice Víctor de Vite—, y un obispo sentado en su trono, la juventud católica, que nunca había visto una cosa semejante, fue asaltada por una especie de delirio, una alegría frenética, que llenó de cólera a los clérigos arrianos.» El nuevo obispo era un hombre en quien ardía el celo apostólico. Predicaba intrépidamente, defendía la religión con agudeza y audacia, y con el dinero que la caridad de los católicos ponía en sus manos, hacía abundantes limosnas. Además de un santo, era un espíritu sumamente culto, y, sobre todo, un carácter. Al poco tiempo, el pueblo empezó a hacer comparaciones entre el obispo de los católicos y el patriarca de los arríanos, un hombre intrigante y cortesano, más apto para llevar el casco que la mitra. Y no tardó en seguir la persecución. Prohibióse a Eugenio predicar, subir a la cátedra episcopal y recibir en la iglesia personas vestidas a la manera de los vándalos. «La casa de Dios—contestó el obispo—está abierta para todo el mundo, y yo no puedo echar a nadie de ella.» Inmediatamente empezaron los atropellos, las violencias, asesinatos y deportaciones.
Al morir un obispo católico, las tierras y posesiones de su iglesia eran agre gadas al fisco, y no se podía ordenar a nadie para sucederle sin entregar quinientos sueldos al Tesoro. Para desacreditar a los ministros, se acudió a un procedimiento diabólico. Obligóse a las vírgenes consagradas a Dios a una inspección denigrante; después, las colgaron con grandes pesos en los pies, les aplicaron láminas incandescentes a los cuerpos desnudos, y les sometieron a otros géneros de torturas para obligarlas a confesar crímenes imaginarios en que se suponía comprendidos a los clérigos. Muchas de ellas murieron en el suplicio; otras quedaron enfermas y estropeadas para siempre. Al mismo tiempo, un ejército de 4.970 desterrados caminaba en dirección al desierto. Víctor de Vite, el historiador de la Iglesia africana en aquellos días sombríos, nos ha contado los incidentes de la ruta sangrienta. Había obispos y sacerdotes, dóricos y laicos, niños que apenas podían andar y ancianos venerables. Iban con las manos atadas, las caras famélicas, los ojos febriles, extenuados por los horrores de una larga prisión. Los guardias bárbaros les rodeaban con las espadas desenvainadas y los arcos tendidos. Los pueblos se agolpaban a su paso, llorando, llevando cirios en las manos y pidiendo a los mártires que bendijesen a sus hijos. Ellos caminaban alegres, cantando versos de salmos o proclamando audazmente su fe. «Somos cristianos—decían—, somos católicos; confesamos un solo Dios en tres Personas.» El cronista recordaba, muchos años más tarde, la figura heroica de una anciana que seguía a los confesores llevando una alforja a la espalda y de la mano un pequeñuelo, a quien repetía de cuando en cuando: «Corre, pequeño señor mío, ¿no ves la alegría de los siervos de Dios, y cómo se apresuran a recibir la corona?» «¿Adonde vas de esa manera?», decíanla los desterrados. «Voy al destierro, con vosotros—respondía ella—, y llevo conmigo a este nietecito, temiendo que, si se queda solo, el diablo le haga caer de la vida a la muerte.» «Al oír estas palabras, dice el cronista, nos echamos a llorar, y nuestro único deseo era que se cumpliese la voluntad de Dios.» De entre aquella muchedumbre generosa, muchos quedaron tendidos en la arena; otros fueron rematados por los verdugos; los supervivientes, entregados a las cabilas moras, pasaron el resto de su vida en el hambre, la sed y en las miserias de la esclavitud.
Pero Hunerico, que se picaba de legalidad, quiso dar a su barbarie alguna apariencia de razón, y con ese fin organizó una asamblea de obispos católicos y arríanos; en la cual debían examinarse los argumentos de una y otra parte. «Podréis disputar de vuestra fe con nuestros obispos—decía el rey a San Eugenio—, podréis defender por la Escritura vuestra creencia homousiana, y así sabremos quién está en la verdad.» A principios del año 484 había ya en Cartago varios centenares de obispos católicos. Pronto se vio que no había libertad de discusión. Los más sabios de entre los católicos desaparecieron secuestrados por sus adversarios; otros fueron apaleados; otros, azotados. Los restantes acudieron a la conferencia. Su sorpresa fue grande cuando vieron que se les obligaba a estar en pie, mientras el patriarca les miraba despectivamente, sentado en un trono deslumbrante. No obstante, aceptaron la disputa; pero el patriarca protestó que no sabía latín. «¡Cómo!—le dijo Eugenio—. Sabemos muy bien que hablas la lengua latina; pero no ignoramos lo que buscas: has provocado el incendio y aún no estás harto de nuestra sangre.» Era el principio de las arbitrariedades; el fin fue la deportación. No se trataba de creencias, sino de venganzas. Pocos días después salía un decreto por el cual el nomousion quedaba proscrito, las iglesias católicas confiscadas y sus ministros desterrados. San Eugenio y los demás obispos, sus companeros, fueron asaltados y desvalijados en sus posadas, quedando sólo con los vestidos más indispensables. Nadie podía hospedarles en su casa, bajo pena de ser quemado vivo; nadie podía socorrerles, ni proveerles de alimento. Sin embargo, ellos permanecieron en la ciudad, durmiendo a la intemperie, a lo largo de las murallas. Un día, viendo al rey que salía de paseo por aquellos lugares, se acercaron a él para exponerle sus quejas; pero la guardia real cargó contra ellos, y muchos quedaron heridos para toda la vida. Vinieron luego los destierros, las mutilaciones y las matanzas en masa. Entre los perseguidos, figura el mejor teólogo y uno de los más santos obispos de aquel tiempo, Fulgencio de Ruspe, pensador sutil, escritor fácil y eco fiel de las ideas agustinianas en aquellos días de inmensa penuria intelectual. Mientras Fulgencio era deportado a Cerdeña, Eugenio, al frente de una multitud de clérigos de su iglesia, caminaba en dirección a la Mauritania cesariana, donde debía sufrir su condena. Otros, amontonados en los calabozos, podían repetir las palabras de un preso ilustre de aquellos días: «Las cadenas me oprimen, los tormentos me abruman, la indigencia me consume. Vivo entre las cucarachas y los ratones, vestido de harapos, cubierto de amargura. Conocidos y desconocidos, todos se han apartado de mi; mis esclavos han huído, mis clientes me han despreciado, y he sido olvidado de aquellos a quienes antes consagré mi vida.» El que así se lamentaba era el poeta Dracosnio, reo de haber celebrado en sus versos al basileus bizantino, lo cual era para los reyes vándalos un crimen tan grande como profesar la fe de Nicea.
La persecución duró sólo unos meses. La muerte de Hunerico abrió las cárceles y permitió a los confinados el retorno a sus casas. Eugenio volvió a sentarse de nuevo en su trono episcopal, a predicar y a discutir. Su celo era impetuoso, su palabra ardiente, su dialéctica incontrastable. El mismo rey trasamundo, que tenía humos de teólogo y gozaba discutiendo en latín con los obispos católicos, fue vencido por aquella elocuencia erudita y audaz. Esto era peor que alabar al emperador de Constantinopla, y, naturalmente, Eugenio fue desterrado de nuevo. Esta vez se le entregó a merced de las olas, y las olas le llevaron a las costas del sur de Francia. Allí, en la ciudad de Albi, acabó tranquilamente su vida, vislumbrando en el horizonte días mejores para su patria. Era fácil augurar la ruina de aquella grandeza bárbara, neciamente gastada en una obra de destrucción y de muerte. Eugenio debia leer con fruición estas palabras que un obispo ponía en boca de la metrópoli africana: «No importa que la furia del bandido me haya hecho inaccecible: la vida voluptuosa de su pueblo ha matado su vigor. Quisiera tener su antigua ferocidad escítica, pero el lujo le ha quitado el señorío sobre la victoria.» El pueblo de Genserico se había hecho el más sensual de la tierra: un paseo militar bastará para hacerle desaparecer.
No obstante, todo el talento de este hombre se concentró en una obra de muerte: destruir el Imperio y aniquilar el catolicismo. Las dos cosas se confundían a sus ojos. Unos meses antes de morir, en otoño de 476, tuvo su última alegría, la más grande, tal vez, de todas las alegrías de su vida: el gigantesco Atila se había desvanecido misteriosamente, pero los ojos atigrados del vándalo se iluminaron por última vez al contemplar la caída del Imperio de Occidente. Entre tanto, el catolicismo seguía viviendo, y, sin embargo, él había jurado su exterminio, y a principios del año 477 moría fatigado y triste, porque no había podido cumplir su juramento.
Su desaparición fue el principio de una tregua para los católicos de África, desde la Cirenaica hasta el estrecho de Gibraltar. Hunerico empezó su reinado devolviendo a los católicos el derecho de reunión. Se mostraba dulce y moderado; pero, como buen vándalo, necesitaba matar, atormentar, perseguir. Para aquellos hombres no había música más agradable que el llanto de los oprimidos. Además, era preciso llenar el erario. Toda aquella mansedumbre estaba finamente calculada. Como los católicos estaban empobrecidos por las persecuciones anteriores, había que dejarles tiempo para reponerse. Por de pronto, se arremetería contra los maniqueos. Unos fueron quemados, otros desterrados, otros arrojados al mar. Sin embargo, fue preciso recoger velas, porque se descubrió que muchos individuos del clero arriano pertenecían a la secta. Entre tanto, los católicos seguían en paz. Hasta recabaron, valiéndose de la influencia del emperador de Constantinopla, libertad para elegir un obispo. Hunerico hizo publicar un decreto que decía: «El emperador Zenón nos ha escrito diciendo que desea ver un obispo en la Iglesia de Cartago. Escoged, pues, al que os plazca, pero con la condición de que el emperador deje completa libertad a los obispos arríanos de su Imperio para predicar en la lengua de su agrado y celebrar los misterios cristianos como les parezca. De lo contrario, habéis de saber que el obispo elegido y todo el clero de África serán llevados al país de los moros.»
No faltaron hombres sensatos que vieron en este decreto un nuevo lazo tendido a la Iglesia católica; pero no había más remedio que aceptar aquel favor que podría traer terribles consecuencias. El elegido fue un venerable asceta que se llamaba Eugenio. «Cuando vio que tenía un obispo—dice Víctor de Vite—, y un obispo sentado en su trono, la juventud católica, que nunca había visto una cosa semejante, fue asaltada por una especie de delirio, una alegría frenética, que llenó de cólera a los clérigos arrianos.» El nuevo obispo era un hombre en quien ardía el celo apostólico. Predicaba intrépidamente, defendía la religión con agudeza y audacia, y con el dinero que la caridad de los católicos ponía en sus manos, hacía abundantes limosnas. Además de un santo, era un espíritu sumamente culto, y, sobre todo, un carácter. Al poco tiempo, el pueblo empezó a hacer comparaciones entre el obispo de los católicos y el patriarca de los arríanos, un hombre intrigante y cortesano, más apto para llevar el casco que la mitra. Y no tardó en seguir la persecución. Prohibióse a Eugenio predicar, subir a la cátedra episcopal y recibir en la iglesia personas vestidas a la manera de los vándalos. «La casa de Dios—contestó el obispo—está abierta para todo el mundo, y yo no puedo echar a nadie de ella.» Inmediatamente empezaron los atropellos, las violencias, asesinatos y deportaciones.
Al morir un obispo católico, las tierras y posesiones de su iglesia eran agre gadas al fisco, y no se podía ordenar a nadie para sucederle sin entregar quinientos sueldos al Tesoro. Para desacreditar a los ministros, se acudió a un procedimiento diabólico. Obligóse a las vírgenes consagradas a Dios a una inspección denigrante; después, las colgaron con grandes pesos en los pies, les aplicaron láminas incandescentes a los cuerpos desnudos, y les sometieron a otros géneros de torturas para obligarlas a confesar crímenes imaginarios en que se suponía comprendidos a los clérigos. Muchas de ellas murieron en el suplicio; otras quedaron enfermas y estropeadas para siempre. Al mismo tiempo, un ejército de 4.970 desterrados caminaba en dirección al desierto. Víctor de Vite, el historiador de la Iglesia africana en aquellos días sombríos, nos ha contado los incidentes de la ruta sangrienta. Había obispos y sacerdotes, dóricos y laicos, niños que apenas podían andar y ancianos venerables. Iban con las manos atadas, las caras famélicas, los ojos febriles, extenuados por los horrores de una larga prisión. Los guardias bárbaros les rodeaban con las espadas desenvainadas y los arcos tendidos. Los pueblos se agolpaban a su paso, llorando, llevando cirios en las manos y pidiendo a los mártires que bendijesen a sus hijos. Ellos caminaban alegres, cantando versos de salmos o proclamando audazmente su fe. «Somos cristianos—decían—, somos católicos; confesamos un solo Dios en tres Personas.» El cronista recordaba, muchos años más tarde, la figura heroica de una anciana que seguía a los confesores llevando una alforja a la espalda y de la mano un pequeñuelo, a quien repetía de cuando en cuando: «Corre, pequeño señor mío, ¿no ves la alegría de los siervos de Dios, y cómo se apresuran a recibir la corona?» «¿Adonde vas de esa manera?», decíanla los desterrados. «Voy al destierro, con vosotros—respondía ella—, y llevo conmigo a este nietecito, temiendo que, si se queda solo, el diablo le haga caer de la vida a la muerte.» «Al oír estas palabras, dice el cronista, nos echamos a llorar, y nuestro único deseo era que se cumpliese la voluntad de Dios.» De entre aquella muchedumbre generosa, muchos quedaron tendidos en la arena; otros fueron rematados por los verdugos; los supervivientes, entregados a las cabilas moras, pasaron el resto de su vida en el hambre, la sed y en las miserias de la esclavitud.
Pero Hunerico, que se picaba de legalidad, quiso dar a su barbarie alguna apariencia de razón, y con ese fin organizó una asamblea de obispos católicos y arríanos; en la cual debían examinarse los argumentos de una y otra parte. «Podréis disputar de vuestra fe con nuestros obispos—decía el rey a San Eugenio—, podréis defender por la Escritura vuestra creencia homousiana, y así sabremos quién está en la verdad.» A principios del año 484 había ya en Cartago varios centenares de obispos católicos. Pronto se vio que no había libertad de discusión. Los más sabios de entre los católicos desaparecieron secuestrados por sus adversarios; otros fueron apaleados; otros, azotados. Los restantes acudieron a la conferencia. Su sorpresa fue grande cuando vieron que se les obligaba a estar en pie, mientras el patriarca les miraba despectivamente, sentado en un trono deslumbrante. No obstante, aceptaron la disputa; pero el patriarca protestó que no sabía latín. «¡Cómo!—le dijo Eugenio—. Sabemos muy bien que hablas la lengua latina; pero no ignoramos lo que buscas: has provocado el incendio y aún no estás harto de nuestra sangre.» Era el principio de las arbitrariedades; el fin fue la deportación. No se trataba de creencias, sino de venganzas. Pocos días después salía un decreto por el cual el nomousion quedaba proscrito, las iglesias católicas confiscadas y sus ministros desterrados. San Eugenio y los demás obispos, sus companeros, fueron asaltados y desvalijados en sus posadas, quedando sólo con los vestidos más indispensables. Nadie podía hospedarles en su casa, bajo pena de ser quemado vivo; nadie podía socorrerles, ni proveerles de alimento. Sin embargo, ellos permanecieron en la ciudad, durmiendo a la intemperie, a lo largo de las murallas. Un día, viendo al rey que salía de paseo por aquellos lugares, se acercaron a él para exponerle sus quejas; pero la guardia real cargó contra ellos, y muchos quedaron heridos para toda la vida. Vinieron luego los destierros, las mutilaciones y las matanzas en masa. Entre los perseguidos, figura el mejor teólogo y uno de los más santos obispos de aquel tiempo, Fulgencio de Ruspe, pensador sutil, escritor fácil y eco fiel de las ideas agustinianas en aquellos días de inmensa penuria intelectual. Mientras Fulgencio era deportado a Cerdeña, Eugenio, al frente de una multitud de clérigos de su iglesia, caminaba en dirección a la Mauritania cesariana, donde debía sufrir su condena. Otros, amontonados en los calabozos, podían repetir las palabras de un preso ilustre de aquellos días: «Las cadenas me oprimen, los tormentos me abruman, la indigencia me consume. Vivo entre las cucarachas y los ratones, vestido de harapos, cubierto de amargura. Conocidos y desconocidos, todos se han apartado de mi; mis esclavos han huído, mis clientes me han despreciado, y he sido olvidado de aquellos a quienes antes consagré mi vida.» El que así se lamentaba era el poeta Dracosnio, reo de haber celebrado en sus versos al basileus bizantino, lo cual era para los reyes vándalos un crimen tan grande como profesar la fe de Nicea.
La persecución duró sólo unos meses. La muerte de Hunerico abrió las cárceles y permitió a los confinados el retorno a sus casas. Eugenio volvió a sentarse de nuevo en su trono episcopal, a predicar y a discutir. Su celo era impetuoso, su palabra ardiente, su dialéctica incontrastable. El mismo rey trasamundo, que tenía humos de teólogo y gozaba discutiendo en latín con los obispos católicos, fue vencido por aquella elocuencia erudita y audaz. Esto era peor que alabar al emperador de Constantinopla, y, naturalmente, Eugenio fue desterrado de nuevo. Esta vez se le entregó a merced de las olas, y las olas le llevaron a las costas del sur de Francia. Allí, en la ciudad de Albi, acabó tranquilamente su vida, vislumbrando en el horizonte días mejores para su patria. Era fácil augurar la ruina de aquella grandeza bárbara, neciamente gastada en una obra de destrucción y de muerte. Eugenio debia leer con fruición estas palabras que un obispo ponía en boca de la metrópoli africana: «No importa que la furia del bandido me haya hecho inaccecible: la vida voluptuosa de su pueblo ha matado su vigor. Quisiera tener su antigua ferocidad escítica, pero el lujo le ha quitado el señorío sobre la victoria.» El pueblo de Genserico se había hecho el más sensual de la tierra: un paseo militar bastará para hacerle desaparecer.
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