En las iglesias y en las plazas y en los caminos se escuchaba la palabra profética: «La raíz de Jesé va a levantarse para juzgar a las gentes; ella será la esperanza de los pueblos, su sepulcro se cubrirá de gloria.» «¡Jerusalén, Jerusalén!», era el grito universal de la cristiandad; y en todos los corazones bullía una misma esperanza: el rescate de los Santos Lugares.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
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