lunes, 3 de julio de 2017

Beato Raimundo Lulio

Su padre, uno de los caballeros que tomaron parte en la conquista de Mallorca, le formó de niño con la rudeza de la mano encallecida por el manejo de la espada. En uno de sus libros leemos este rasgo autobiográfico: «Una mañana, al ir el hijo a la escuela, dióle la madre para almorzar carne asada y luego una golosina para que la comiera en la escuela. Al saberlo el padre, reprendió a su mujer, diciendo que a los niños no se les ha de dar para almuerzo sino solamente pan, a fin de que no se vuelvan golosos y tengan apetito a la hora de comer.» Así la infancia. Luego, la juventud, holgada y bulliciosa: gramática y doctrina cristiana, sin duda; pero más aún el corcel, el arco, la lanza, las baladas de amor, y el charlar con las damas en los jardines encantados de Mallorca.

A los veinticinco años Raimundo ha formado ya su hogar: tiene una esposa noble y rica y dos niños pequeños. Pero este doble lazo no pudo sujetar su corazón inquieto y ardiente como un pájaro de llama. La hermosura de una dama le errastra hacia el pecado. Es poeta, es trovador, y a espaldas de su mujer, en el mudo silencio de la noche, enhebra rimas apasionadas cantando sus ilícitos amores. Hasta que un día, como él nos dice, se le apareció Cristo, señalado con rojas y nuevas vestiduras, y, extendiendo los brazos, le estrechó contra su pecho. Se le apareció en alto para que sus ojos derramados y altivos le pudiesen encontrar, y para darle un beso le fue preciso inclinar la cabeza. Cinco veces se presentó el Señor en esta actitud; tan fuerte y contumaz era aquella pasión terrible; pero la gracia cosechó al fin un triunfo magnífico. La compunción taladró el pecho del joven, y una fuente de llanto corrió desatada por sus ojos. Desde entonces, son sus palabras, el Amado lo fue todo para él: ojo de sus ojos, pensamiento de sus pensamientos y amor de sus amores. Para hacer penitencia, inauguró sus romerías: estuvo en Nuestra Señora de Rocamador y en Nuestra Señora de Montserrat, y quería seguir peregrinando; pero en Barcelona se encontró con San Raimundo de Peñafort, que le aconsejó la vuelta a su isla.

Fruto del nuevo amor, un triple deseo había brotado en su alma: deseo de martirio, deseo de apostolado, deseo de llevar la luz a las mentes entenebrecidas por el error. Al mismo tiempo que Santo Tomás componía la Summa contra gentes, Raimundo Lulio revolvía la idea de un libro apodíctico que abatiese la contumacia de los infieles. Creía en la fuerza incontrastable de la verdad; en la magnánima sinceridad de su alma, no contaba con las pasiones, los intereses y las rebeldías de los hombres, que llenarán de abrojos y tristezas su vida. Además, se encontraba desarmado, sin ciencia, sin preparación para realizar aquel inmenso ideal apologético; y entonces lloró inconsolables lágrimas sobre sus treinta años perdidos en la vanidad, irreparablemente.

No obstante, empezó a trabajar con el candor y la curiosidad de un niño. En el Libro de la contemplación dirá más tarde: «Lenguajes oigo. Señor, que me parecen voces y alaridos de bestias.» Se refería, sin duda, al árabe, la lengua que empezó ahora a estudiar ávidamente. Compró un esclavo sarraceno, le llevó a su casa, se hizo su discípulo. Fue una ruda lucha de nueve años, al fin de la cual Raimundo conocía la lengua del Alcorán mejor que cualquier alfaquí. A punto estuvo de perder la vida en este largo viaje de aprendizaje. En cierta ocasión, el sarraceno blasfemó de Jesús; herido en la fibra más delicada de su alma, Raimundo se arrojó sobre él y le molió a golpes. Espiando la ocasión de vengarse, el esclavo se arrojó sobre él unos dias más tarde, puñal en mano, y fuéle necesario luchar a brazo partido para desarmar al agresor.

Este desenlace fue considerado por el antiguo trovador como el feliz augurio de su futura vida misional. Para prepararse a ella, buscó un monte, como San Pablo, y en él la soledad y la meditación. Fue el monte Randa, famoso en la gesta de su vida, que se levanta, calvo y desnudo, al sur de la frondosa llanura mallorquína, frente al islote berroqueño de Cabrera. Entre sus cardos espinosos y su enjuta austeridad, penetró el solitario en la vorágine de la gran vida interior, y allí le acaeció tal vez aquella mística caída que dio ocasión al idilio consignado en el libro emocionante Del amigo y del Amado. «Pensativo andaba el amigo por las sendas del Amado y tropezó y cayóse entre espinas. Y estas espinas pareciéronle que eran rosas y flores; y que el espinoso lecho fuese lecho de amores.» Y bajando de las alturas de la nube divina, el fervoroso penitente se engolfaba en el torbellino de sus anhelos apostólicos y seguía pensando en el libro que había de ser el ariete invencible contra el error, y ordenaba sus ideas y sistematizaba su fe y su pensamiento y escribía vertiginosamente, y dos años después descendía del monte llevando bajo el brazo el infolio de su Arte Magna.

Va a empezar la vida de acción. Raimundo Lulio forma su apostolado, trece discípulos que van a ser vasos de evangelización y acaso corderos de martirio, y con ellos funda un colegio que lleva el bello nombre de Miramar. Está en un recodo de la isla, frente a las ondas lúcidas del mar, en un paisaje selvático perfumado con bálsamo de pinares. Allí se sirve a Dios, se estudian los dogmas del Evangelio y se aprenden las lenguas de los infieles, no por ningún afán filológico, sino como armas de predicación y vehículos de la gracia divina. Es un nuevo sistema, una táctica genial que el gran mallorquín brindaba a la sociedad de la Edad Media, ebria de los triunfos y las conquistas de la espada. En tres años todo estaba dispuesto y organizado: edificios y jardines, profesores y discípulos. Raimundo era el alma de todo. En las cercanías se ve aún la cueva donde se cobijaba y la tenue fuente donde, al levantarse a medianoche, iba a refrescar sus labios de ascua y sus entrañas escandecidas por el incendio del amor a Dios y a los hombres.

Desde 1277 el solitario se convierte en caballero andante de la fe, y recorre todo el mundo conocido. Va a Roma, visita las grandes ciudades italianas, en Alemania es la admiración de la corte imperial, aparece en Berbería discutiendo con santones y alfaquíes, salta hasta Inglaterra, se encamina hacia el Oriente, se acerca a las fronteras de Armenia, llega hasta Etiopía, visita los Santos Lugares y llora lágrimas de sangre ante el abandono del Santo Sepulcro. «Muchas veces —exclama— estuve delante del altar del bienaventurado San Pedro; lo vi adornado de oro y tachonado con profusión de luces; vi al señor Papa, asistido de muchos cardenales, celebrando misa pontifical; y oí un coro melodioso que celebraba las glorias de Cristo. Pero hay otro altar que es el ejemplar y prototipo de todos los otros altares; y cuando yo lo vi, delante de él había solas dos lámparas, y una de ellas estaba rota.»

A los dos años de andanzas, el peregrino cae en Montpellier, donde los hermanos predicadores celebran entonces su capítulo general. Entre las blancas falanges de teólogos y profesores se levanta la voz del lego trotamundos recordando el número infinito de los infieles que se perdían porque nadie se acordaba de ellos. Pero ahora Raimundo habla poco y escribe mucho. El confuso tropel de las impresiones cosechadas zumba en sus oídos y salta de su pluma en una novela utópica y fantástica, Blanquerna, encina central en la selva enorme de las producciones lulianas, encina de tronco inmenso, de profuso ramaje, pictórica de vida, vibrante de pájaros y ramas encrespadas. Es otro fruto de su ideal, irremediablemente magnánimo y optimista. Con mirada profética, descubre la sociedad perfecta en que todo retornará a la «buena primera intención», en que los caballeros y los prelados, los religiosos y los mercaderes, los médicos y los magistrados vivirán en cristiana concordia bajo la sabia dirección del multiforme Blanquerna.

Las gentes empezaban a mirar con admiración al hombre singular que, juntamente con la llama de su genio y el fuego de su corazón, le traía noticias inéditas de países a donde no llegaban los europeos. Los Papas escuchan sus geniales proyectos, los sabios oyen con interés su enseñanza llena de aspectos profundamente personales, y el canciller de la Sorbona le ofrece una cátedra en la Universidad. Raimundo empieza explicar su Arte Magna, los estudiantes acuden atraídos por la curiosidad; pero pronto le encuentran demasiado abstruso y sutil, y, además, como el que la expone no sabe latín, desertan poco a poco del aula, dejando al profesor el apodo de «Ramón Barbaflorida». Raimundo experimenta un desencanto inenarrable. Llora sin consuelo sobre la ineficacia de aquella máquina bélica, en que tenía una fe tan grande, que la creía recibida directamente de Dios.

Fracasado, como él mismo dice, «por manera de saber», arrumba su sistema filosófico, y sale de nuevo a la palestra, a ver si triunfará «por manera de amor». Desembarca de nuevo en África, predica en las plazas de Túnez, sale maltratado y expulsado, reaparece en Oriente, sufre en Chipre un envenenamiento, vuelve a Italia, escribe infatigablemente, amasando y enriqueciendo su nativa lengua catalana; se presenta a los Pontífices, a los príncipes y a los concilios, ofreciendo siempre nuevos planes de conquista, nuevos horizontes de redención espiritual. De sus labios sale sin cesar aquella invitación apasionada que había escrito en uno de sus libros: «Si vosotros, oh amadores, queréis agua, venid a mis ojos desatados en lágrimas; y si queréis fuego, venid a mi corazón y encended en él vuestras linternas.» El triple deseo que había germinado en su alma al principio de su conversión, le lleva, inquieto, por todo el hemisferio. Quiere ganar todas las mentes a la verdad, quiere encaminar todos los pueblos a Cristo, y, como una roja rúbrica final, quiere derramar su sangre por la fe. Pero los hombres son ciegos, rebeldes, interesados. Unos tienen miedo de sus importunaciones, otros le escuchan como quien oye llover, otros se ríen de sus palabras incandescentes, de sus ojos iluminados, de su barba florecida de nieve. En Roma le llamaron «Raimundo el mentecato» gentes incapaces de comprender la insania divina de la Cruz. Él mismo se hace eco de aquella actitud hostil en varios pasajes de aquella su producción hirviente y tumultuosa. « ¡ Ah! ¡ Raimundo Lulio! —le dice en El fantástico uno de los interlocutores—. Yo siempre os había creído un poco soñador, pero ahora veo que sois un loco de atar.» Y Raimundo contesta: «No sé por qué decís eso. Yo estuve ligado con los lazos matrimoniales; tuve dos hijos; gocé de muchas riquezas; fuí mundano, fuí lujurioso. Todo ello lo abandoné para servir a Dios libremente y gestionar el honor de su santo nombre. Aprendí el árabe. Estuve tres veces en tierra de sarracenos. Por la fe católica fuí prendido, encarcelado, azotado. Consagré cuarenta años de mi vida a promover el bien público de la cristiandad. Ahora soy viejo, soy pobre y todavía en mi fatigado pecho fomento el mismo propósito. ¿A esto lo llamáis una locura?»

Se le podía llamar loco; pero imposible no amarle y admirarle. El 14 de agosto de 1314 se embarcaba Raimundo por última vez en el puerto de Palma. Hubo en la ciudad una fuerte conmoción. Le acompañaban el pueblo, los jurados, los caballeros. Todo el mundo comprendía que aquella partida era la última, la irrevocable. El gran mallorquín salía a consumar su postrera misión africana, coronada con las rosas del martirio. Allá en los primeros días de su fervor religioso, había escrito Raimundo estas palabras llenas de presagio: «Bienaventurados, Señor, aquellos que en este mundo se visten con vestiduras de sangre. Esta bienaventuranza es la que espero de Vos todos los días: morir por amor vuestro y por amor de aquellos que os aman.» De todos sus deseos, sólo éste se realizó. Fue en Bugía. Cubierto con el alquicel morisco, el viejo misionero pregona la gloria de la Cruz; la chusma le rodea, le empuja y recibe con injurias sus palabras. Alguien descarga un golpe sobre su cabeza; cae al suelo el mártir; llueven piedras sobre su cuerpo, y pronto no es más que una piltrafa de carne molida. Así se cumplía aquel verso suyo: «Quiero morir en un piélago de amor.» Y tal vez en aquella hora, como en el Libro del amigo y del amado, cantaba la mística alondra: «Veíase el amigo herir y matar por el amor de su Amado. Y decíanle sus fieros sayones: ¿En dónde está Él ahora? Y respondía el amigo: Helo aquí presente en la multiplicación de mis amores y en la fuerza que me da para sufrir mis tormentos.»

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