domingo, 20 de enero de 2013

Homilía


La liturgia de hoy nos adentra en Caná de Galilea donde tiene lugar la primera epifanía de Jesús ante lo que será el germen de la Iglesia, sus discípulos: “Creció la fe de sus discípulos en él” (Juan 2,11).
No es mera casualidad el hecho de que Jesús comience su vida pública acercándose a una pareja y participándoles su alegría.
Y comienza con una fiesta, porque el anuncio de la Buena Nueva sólo puede empezar con un estallido de júbilo.
Jesús llega a un mundo triste y aburrido, y entra en él por la ya casi olvidada puerta de la alegría.

Porque Caná no fue una celebración mística, sino una gran fiesta humana.
Difícilmente se encontrará en el Evangelio una página que haya sido más desfigurada por el arte de todos los tiempos, que nos presenta una comida nupcial, celebrada en un prodigioso salón de columnas de mármol, los suelos de brillantes y coloridas losetas y una magnífica mesa en la que se sientan compuestos y devotos los novios, con Cristo, María y los invitados.
Nada tiene que ver esto con una fiesta nupcial en un humilde pueblo de Palestina de los tiempos de Jesús, aunque la fiesta durara varios días, durante los cuales se sucedían los banquetes, los bailes y la algazara.

No podía faltar el vino, que era considerado como un alimento, no una bebida de placer.
Las familias lo guardaban durante años para este acontecimiento.
Los festejos estaban cargados de sentido, pues a través del amor se prologaban las promesas hechas por Yahvé-Dios a su Pueblo.
Por eso los cantos y los bailes nunca separaban la alegría humana de la religiosa; eran como dos caras de una misma moneda.

En este sentido, la primera lectura del profeta Isaías utiliza la metáfora del amor del hombre y la mujer en el matrimonio para explicar un concepto fundamental para la fe judía: la alianza, el amor fiel de Yahvé a su Pueblo.

“El Señor te prefiere a ti. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. (Is. 62,5)

Este texto nos trae el recuerdo de Oseas, el gran profeta del amor, que nos presenta a Yahvé-Dios dolido por la infidelidad de la esposa de su juventud (Israel), a la que lleva al desierto para hablarle al corazón. (Os. 2,16).

Hace tiempo me comentaba un matrimonio amigo al comunicarme la boda de su hijo que lo que realmente vale es el amor primero consagrado por el sacramento, pues los novios acceden a él con ingenua ilusió , esperanzas y sueños ilimitados. Cuando se casan de mayores es más fácil llevar consigo los espolones y prejuicios de experiencias pasadas.

Sin embargo, según las estadísticas suele ser más estable el segundo matrimonio que el primero, quizás por la inmadurez de buena parte de las parejas actuales.
Sin entrar en valoraciones morales, estoy de acuerdo con mis amigos en que no hay nada como el amor primero si se sabe alimentar y sostener.

Jesús tiene en Caná esta primera y fuerte experiencia de la alianza veterotestamentaria, para traer, en la era mesiánica que empieza, el “vino mejor”, no las tinajas del aburrimiento.
El no es un aguafiestas que viene a enturbiar el vino de la alegría humana.
Por eso participa y vive con intensidad las celebraciones populares y los avatares de la comunicación humana.
Más tarde, en su predicación, el recuerdo de bodas y banquetes reaparecerá como signo del Reino de Dios.
Un rey invitará a la boda de su hijo, y ese rey será Dios.
Unas vírgenes esperarán la llegada del esposo, y el esposo será El.
Y, como festejo del pecado perdonado, no se le ocurrirá otro gozo más grande que el del padre que manda matar el becerro cebado.
Y El mismo se presenta como el esposo que hace fiesta perpetua, y en cuyo honor no han de ayunar los amigos.

Según el relato evangélico, María debió estar allí, desde el primer día de la celebración, como pariente de uno de los desposados – Jesús y los Apóstoles se presentaron probablemente al final- encantada de servirles en el trajín de la casa.
Además se encontraba muy sola, pues hacía días que Jesús había abandonado Nazaret, su pueblo, para dedicarse a la predicación, y había dejado en su madre un ancho vacío de soledad.
Por eso el encuentro de Caná fue tan importante. ¡Qué cambiado estaba!
María le ve por primera vez rodeado de un grupo de discípulos, no de simples amigos o compañeros.
Bastaba verles para saber que El era un verdadero maestro, no era uno más del grupo.
Es también la primera vez que María contempla a su hijo en su función como Mesías, y es plenamente consciente del problema que se les avecina a los novios al faltarles el vino. No duda en acudir a su hijo con absoluta confianza:

“No tienen vino” (Juan 2,3);   “Haced lo que El os diga”(Juan 2,5).

María forma así parte en este germen de la Iglesia como Madre de la misma., integrándose callada, pero eficazmente, en las tareas evangélicas.
La gran misión de María desde entonces es guiar y facilitar la intervención salvadora de Jesús.
Hay un lema: “A Jesús por María”, que los cristianos solemos poner en práctica, porque creemos en su sensibilidad y en su corazón de madre.

La lectura del I Cor. 12,4-11 sobre la diversidad de dones y un mismo espíritu, es aplicable también al matrimonio y a la familia, la “pequeña iglesia doméstica” según el Concilio Vaticano II.
Es un tópico afirmar que el matrimonio está en crisis, a tenor de lo que leemos en las revistas del corazón o lo que propaga la telebasura. Vende más el escándalo que la honestidad, y solemos fijarnos más en lo negativo que en lo positivo.
Pero es cierto que el verdadero amor se desarrolla en el silencio, en la intimidad, sin alardes ni propagandas.

Conozco cientos de parejas extraordinarias, felices en su matrimonio, que no pueden vivir el uno sin el otro. Han sabido cultivar su relación a través del diálogo, la escucha atenta, la confianza mutua, la entrega generosa, el perdón, la reconciliación... Probablemente hayan tenido riñas y peloteras, que han contribuido a conocerse más y reforzar su amor.
Las tenemos paseando juntas por la calle, apoyándose y necesitándose.
Esta bella estampa no aparece en los periódicos, pero es como un imán que atrae y provoca sana envidia.

- ¿Dónde está el misterio?
En aceptarse, el mirarse desde el corazón del otro para compartir su vida y vencer su soledad.

Acuden con frecuencia al despacho parroquial algunas esposas para expresarme su malestar hacia sus maridos:

- Hable con él para que cambie.
- ¿No será usted quien debe cambiar?, respondo.

No debemos obligar a cambiar al cónyuge, porque terminaríamos manipulándole y convirtiéndole a nuestra imagen y semejanza. Hemos de aceptarle tal cual es, con sus cualidades y sus defectos.
El amor auténtico no impone nada; se limita a pulir y vencer los defectos para hacerse merecedor del amor del otro.

En una de las charlas del FDS de Encuentro Matrimonial, titulada “Espiritualidad Matrimonial”, las parejas responsables y el sacerdote comparten sus vivencias, su lucha diaria para fortalecer su amor a través de múltiples y pequeños detalles, que son la quintaesencia de la unión conyugal, un sí diario en calderilla, en pequeñas dosis.
Y es que el amor lo es todo y está en todo.

Fijémonos en la antífona de la comunión de hoy: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
Ojalá podamos decir lo mismo en relación con nuestra familia; sería la mejor señal de andar por el buen camino.




En muchos lugares se propone a las parejas, asistentes a la Eucaristía, que renueven las promesas matrimoniales.

Es una propuesta a valorar en el calor del hogar, porque el amor que no se celebra, muere, y no hay nada más grande en la vida que el amor.

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