lunes, 12 de noviembre de 2012

SAN JOSAFAT

Los rimeros de las mercancías deben parecerse a los muros de una cárcel para un joven idealista y soñador. Y, sin embargo, allí, detrás del mostrador, en la tienda de Jacinto Popowicz, pasa sus días el joven Kuncewicz soñando en heroísmos imposibles. Entra el cliente, le sirve sin gastar muchas palabras, apunta la cuenta y vuelve a su lectura. Lee las hazañas del duque Jaquelón, las vidas de San Ladislao y San Wladimiro, los libros piadosos que caen en sus manos, y los escritos de controversia religiosa. Estos últimos le interesan sobre todo. Cuando era niño, allá en la casa de su padre, el zapatero de Wlodimir, nadie le habló de Roma ni de Constantinopla. Su madre le enseñó a rezar en ruteno y a distinguir los iconos que ocupaban los nichos en la bella iglesia ortodoxa. Sin darse cuenta, había crecido en el cisma. Vilna, en cambio, le ofrece un espectáculo muy diferente: los musulmanes luchan con los cristianos, los protestantes con los católicos, y los partidarios de Bizancio con los que reconocen la supremacía de Roma. La lucha de estos últimos es la más encarnizada. Rutenos unidos y rutenos cismáticos discuten entre tempestades de insultos y a veces entre relámpagos de espadas. El joven Juan Kuncewicz sigue con pasión aquellas discusiones, y poco a poco, movido por un sentimiento de lealtad y de justicia, empieza a inclinarse de parte de Roma. Sus primeras simpatías se convierten pronto en una convicción, que se hace más sólida y más clara con sus continuas lecturas. Lee sin cesar, sentado junto al mostrador, no sin despertar el enojo de su amo. Con frecuencia, Popowicz le coge el libro, le golpea con él y le arroja al suelo; pero el joven dependiente sigue leyendo. Se sacrifica en el negocio, es fiel a su amo, recibe al cliente con bondad, y no se le podía exigir otra cosa. A los veinticuatro años toma una resolución extrema.

—Señor—dice a Popowicz—, os ruego que me dejéis marchar, porque quiero hacerme monje.

El comerciante, que en el fondo le amaba, resistió cuanto pudo; como no tenía hijos, llegó a prometerle que le dejaría toda su hacienda; pero nada pudo conseguir.

En aquella ciudad de Vilna, capital de Lituania, había un viejo monasterio arruinado y desierto, donde no habitaba más que el archimandrita, completamente olvidado de la regla de San Basilio, que allí había florecido en otro tiempo. Tal es el refugio en que se había fijado el dependiente de la tienda de Popowicz. En un mismo día tomó el hábito, pronunció los votos solemnes y recibió el nombre de Josafat. Pronto pudo verse que aquel cambio de vida no era efecto de un antojo juvenil. El nuevo monje parecía haberse propuesto reproducir la existencia de los antiguos anacoretas. La celda destartalada era para él un sepulcro; allí ayunaba, pasaba la noche rezando, hacía miles de postraciones, continuaba satisfaciendo su pasión por la lectura y mortificaba su cuerpo con increíbles penitencias. La fama de estos rigores empezó a extenderse por la ciudad, y hasta entre gentes disolutas se hablaba de su virtud.

—Vamos, ya será algo menos de lo que decís—dijo una joven de mala vida a sus amigos—. ¿Cuánto os apostáis a que yo derribo esa columna de bronce?

La proposición fue recibida con entusiasmo, y una tarde la cortesana se presentó delante de la celda de Josafat, provocándole abiertamente. Asqueado, el joven la rogó que se retirase; pero habiendo insistido ella, tuvo que coger un bastón para hacerla huir a fuerza de golpes.

Un solo pensamiento era la llama de aquella vida: la conversión de sus compatriotas. Aunque unida a Polonia hacía tres siglos, Lituania seguía siendo cismática. Había una jerarquía que, sin abandonar el rito ruteno, aceptaba la obediencia del Pontífice romano; pero el pueblo la miraba con pocas simpatías. Entristecido por esta actitud, Josafat pensaba en consagrar su vida a deshacer aquellas suspicacias, pero el espectáculo que se ofrecía a sus ojos le llenaba de desaliento. Hay en la vida de todos los hombres, aun de los más heroicos, horas de angustia y de oscuridad, en las cuales les parece que todo se hunde en torno de ellos. El Cielo está lleno de tinieblas, y la tierra parece estremecerse debajo de sus pies. Entonces el alma vacila, juguete fácil de las ilusiones, y una brizna es suficiente para arrojarla del camino. También Josafat pasó por esta crisis. Desconfiado de sus generosos proyectos, pensó buscar un desierto para entregarse exclusivamente a trabajar en la salvación de su alma. De esta tentación vino a sacarle la presencia de un hombre que se manifestó dispuesto a compartir su vida en aquel monasterio abandonado. El nuevo compañero, Juan Rutski, se había hecho ya famoso en toda Lituania por la pureza de su fe y por sus conocimientos teológicos y literarios. Después vinieron otros colaboradores. Restauróse la observancia de la regla; Rutski, compenetrado en todo con las ideas de Josafat, fue nombrado archimandrita; el monasterio de la Santísima Trinidad de Vilna se convirtió en un centro de cultura, y todos sus habitantes en apóstoles decididos de la unión con Roma. Josafat, sobre todo, apenas ordenado de sacerdote, se había revelado como un controversista terrible. Tenía una palabra cálida, un espíritu penetrante, un criterio sólido, una concepción neta y fácil. Sabía aprovecharse de aquellas lecturas que hizo entre los fardos de paños, y su memoria era tal, «que cuanto leía—dice un biógrafo suyo—quedaba grabado en su espíritu como sobre el mármol».

Predicador excelente; de frase viva, sabia, llena de fuerza victoriosa, devorado por el amor de las almas, arrastraba a las almas buenas, convertía a los pecadores, confundía a los herejes y llevaba a los cismáticos al seno de la verdadera Iglesia. Sus éxitos fueron tales, que los católicos le llamaban el azote del cisma, y en toda Lituania los enemigos de la unión empezaron a designarle con el nombre de «Duszochwat», el «ladrón de las almas». En 1609 se extendió una caricatura que le representaba junto al metropolitano de Kief. El metropolitano aparecía vestido con los ornamentos de su dignidad; Josafat, bajo la figura del diablo: cuernos en la frente, ojos en llamas, fiero semblante y garfios en los dedos. Encima se leía el mote. «Duszochwat.» A estas injurias Josafat respondía con mansedumbre: «Quiera Dios que yo pueda robar todas vuestras almas para llevarlas a Él.» Dios bendecía sus trabajos, y las gentes se sentían transformadas al ver su desinterés apostólico. Predicaba, discutía, visitaba a los jefes de la oposición, y pasaba largas horas en el confesionario, sin aceptar regalos o tributos por este trabajo, como hacían los popes ortodoxos. Su actividad era prodigiosa: «Levantábase a las dos de la mañana, comenzaba el día con una disciplina sangrienta, despertaba luego a sus hermanos para el oficio divino, y después trabajaba sin descanso hasta la noche.»

Gracias a estos esfuerzos, a los cinco años, Vilna estaba transformada, hasta el punto que las iglesias cismáticas se veían siempre desiertas. Entonces la actividad del gran apóstol se extendió por toda la región. En 1614, su amigo Rutski es nombrado metropolitano de Kief, y él queda de archimandrita en el monasterio de la Santísima Trinidad. Funda nuevos monasterios en distintos puntos de Lituania, y pone especial empeño en traer hacia la unión a los monjes cismáticos. A media legua de Kief, sobre una colina bañada por el Dniéper, se levanta todavía la archimandría famosa de las Criptas. Allí, en galerías subterráneas, semejantes a las catacumbas de Roma, habían vivido los más célebres ascetas del mundo eslavo, y el gran monasterio de la ciudad sagrada era el centro de la vida religiosa de Lituania y el seminario donde se formaban los obispos de la Iglesia rutena. Pero era, además, el foco del cisma. Sus cien monjes llevaban el odio a Roma hasta el fanatismo. Josafat visita aquellos lugares, y un día, a pesar de los consejos del metropolitano, tomó solo el camino de las Criptas. A poca distancia del monasterio encontró un cazador rodeado de perros y escuderos. Era un monje de ilustre familia que jamás se había preocupado por parecerse a sus grandes antepasados.

—¿Cómo por aquí?—dijo el cazador al viajero.
—Vengo a venerar estos santos lugares—respondió Josafat.
—Sois monje, a juzgar por vuestro hábito—volvió a decir el de las Criptas.
—Sí, soy monje y archimandrita de la Santísima Trinidad de Vilna.

Estas palabras llenaron de rabia al cazador. Se irrita, injuria, amenaza al traidor, al impostor, el reductor de las almas, y a punto está de mandarle tirar al río. Josafat responde con dulzura que viene de paz y que su único deseo es aprender algo de lo que se sabe en la gran archimandría de las Criptas. El monje no sólo se calmó, sino que guió a Josafat hasta la puerta del monasterio. La noticia se esparce por la comunidad. El «Duszochwat» está aquí; hay que verle, hay que hablarle.» Josafat aparece en el refectorio. Los cien monjes semejan cien energúmenos. Chillan, gesticulan, levantan los puños y los bastones. El monje de Vilna quiere hablar, pero el tumulto ahoga su voz. Sin embargo, contempla serenamente la escena, y cuando una orden del superior logra calmar la tormenta, saluda, lleno de bondad, a los cismáticos, manifestándoles la alegría que siente al encontrarse junto a ellos en aquellos lugares que respiran santidad. A la cólera ha reemplazado el respeto; le invitan a sentarse, le traen las joyas, las antiguas reliquias del monasterio, los viejos libros litúrgicos. Josafat los abre, admira el arte de los calígrafos, lee algunos pasajes, y los comenta, predicando la unión. Los monjes no se dejan convencer, pero escuchan silenciosos. Su huésped les ha dominado de tal manera, que cuando se hace la hora de volver a Kief, forman todos en torno de él un cortejo triunfal y se dicen unos a otros: « ¡Verdaderamente, es un ladrón de almas! ¿Se ha visto jamás un hombre que arrastre con tan dulces palabras?»

En 1618, Josafat es nombrado arzobispo de Polock. A pesar de la nueva dignidad, su vida sigue siendo la misma. Al trabajo de la controversia se añade ahora el de la reforma de los popes y el de la vigilancia pastoral. El cisma triunfa en su vasta diócesis. El mismo día de su toma de posesión, un viejo se le acercó para decirle: «Monseñor, si es buena vuestra intención, seáis bien venido; si no, mejor fuera que no vinieseis.» Durante los tres primeros años de su apostolado, el éxito le sigue por todas partes. Toda la Rutenia Blanca parece ganada a la unión por sus continuas predicaciones, por su virtud, por su bondad. Diariamente se llenaba la iglesia de Santa Sofía de Polock de gentes ansiosas de escuchar su palabra. Cuando el arzobispo, después de una hora, anunciaba el fin del sermón, sus oyentes decían entre sollozos: «Hablad, hablad, padre santo; que aunque habléis todo el día, no nos cansaremos.» Cuando encontraba alguno más reacio a su doctrina, le invitaba a comer o se hacía invitar por él, y entre los manjares conseguía las conversiones. Nada resistía a su celo y a la gracia de su trato. Era uno de esos hombres que encuentran la alegría en todo y la llevan dondequiera que van. Su sola presencia tenía una influencia irresistible. «Todo el mundo—decía un contemporáneo—corre a Josafat, y él recibe a todo el mundo como un padre.» Católicos, cismáticos, herejes, todos reverenciaban en él algo divino.

Tantos éxitos le atrajeron de parte de los cismáticos un odio mortal. Organizóse una conjuración diabólica, cuyos hilos manejaban el patriarca de Constantinopla y el metropolitano de los cismáticos rutenos. Desde 1620 sus emisarios recorren la diócesis de Polock levantando al pueblo contra su pastor. Poco a poco, Josafat se va dando cuenta de que ha perdido su primera popularidad. En la vida de los hombres que trabajan en la obra de Dios, hay casi siempre una hora entregada al poder de las tinieblas. Esta hora había llegado para Josafat. Se le persigue, se le injuria, se echan contra él los perros, se acecha contra su vida. Muchas veces se salva por milagro. Una vez le quieren arrojar al río, pero el barquero no llega a decidirse; otra, el asesino se postra a sus pies con el puñal en la mano. Los conciliábulos cismáticos habían decretado su muerte, y él lo sabía. El centro de la conjuración estaba en Vitebsk, ciudad de su diócesis. Lo sabe también, y a ella se dirige a principios de noviembre de 1623. Sus amigos, presa de tristes presentimientos, quieren escoltarle, pero él no lo permite. En Vitebsk predica diariamente; recibe a todos en su palacio, amigos y enemigos; invita a su mesa a los que sabe que han jurado asesinarle, y desde allí manda preparar su sepulcro en Polock. Una mañana, todas las campanas empiezan a girar como locas, y la muchedumbre rodea la casa episcopal vociferando y pidiendo la muerte del prelado. Josafat, que está en la iglesia, sale a la calle; y sin que nadie le haga el menor daño, atraviesa por entre el populacho enfurecido y se dirige a orar en su capilla. Pero los cabecillas alborotan las turbas, el palacio es asaltado, un hachazo derriba al obispo, y tras del hacha caen sobre él los bastones y los puñales. En aquel charco de sangre se anegaba el cisma ruteno, y Josafat, muerto, terminaba la obra de su vida.

La ciudad parricida fue la primera en experimentar la virtud de aquel martirio. La vista del cadáver impresionaba los corazones. El rostro aparecía bañado de una alegría celestial. Su color, antes moreno, era ahora de nieve; sus labios rojos parecían entreabrirse para pronunciar una palabra de amor; los ojos mismos parecían cerrados por un dulce sueño. Bello como un ángel, con un aire de dulzura mayor que el que tuvo en vida, Josafat se apoderaba nuevamente de los corazones. «¡Milagro!», gritaban los judíos; mientras los cismáticos se convertían y los asesinos confesaban su crimen. «Es un decreto de la Providencia—dice Bossuet—que para anunciar a Jesucristo no bastan las palabras. Se necesita algo más violento para convencer al mundo endurecido. Hay que hablar con las heridas. Hay que conmover por medio de la sangre.»

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