martes, 7 de agosto de 2012

SAN CAYETANO

Por todas partes se levantaba la voz de reforma. El programa acababa de trazarle el Concilio de Letrán (1517) con estas palabras, que caracterizaban las dos clases de reformas posibles: «Son los hombres los que han de ser trocados por la religión, no la religión por los hombres.» Al mismo tiempo estallaba el grito revolucionario de Lutero, el cambio de la religión por los hombres. El cambio de los hombres por la religión no fue un gesto teatral; fue una mudanza insensible, que empezó a derramar poco a poco su influencia bienhechora. Surgía de las mismas entrañas de la Iglesia, y sustancialmente no era sino la manifestación del divino elemento que en ella reside y que la saca incólume de los mayores peligros. Mientras León X, sin preocuparse de las sombras amenazadoras que aparecían por el Norte, se sumergía inconsciente en el tumulto de su vida fastuosa y de sus gustos profanos; mientras el mundo oficial de la curia romana se entregaba al arte, a la política, a la frivolidad o a la corrupción, un grupo de hombres piadosos, hondamente persuadidos de la necesidad de una renovación social, organizaban una hermandad destinada a fomentar la vida cristiana en sí mismos y en cuanto les rodeaba. Así nació el Oratorio del amor divino, cuya alma era aquel anhelo de reforma católica por medio de los ejercicios del culto, de la predicación y oración en común, de la frecuente recepción de los sacramentos y de las obras de caridad con el prójimo.

Pero el Oratorio no era más que el anuncio de una obra más amplia, más eficaz y más fuertemente organizada. En sus asambleas del Janículo, cerca de la iglesia de Santa María en Trastévere, donde la tradición coloca el primer lugar de la predicación de San Pedro, se encontraron los dos hombres destinados a realizar la nueva fundación. Se llamaban Cayetano de Tiene y Juan Pedro Carafa. Los dos pertenecían a ilustres familias condales; pero la de Tiene radicaba en el norte, en Vicenza; la de Carafa, en el sur, en el reino de Nápoles. Por lo demás, raras veces se encontraron en la prosecución de un mismo fin hombres de índole tan diversa como la de estos dos espíritus a quienes la Providencia destinaba para influir de una manera decisiva en el gran movimiento de la reformación católica. Carafa tenía una elocuencia apasionada, un corazón de fuego, un temperamento duro, inflexible y a veces impetuoso hasta la imprudencia. Ante esta encarnación de la fuerza de voluntad, Cayetano aparecía como el hombre silencioso de la oración y la meditación. Un hálito delicado de santa poesía llenaba su alma mística, enamorada de la pobreza de Jesús, como la de San Francisco. Era una naturaleza orientada hacia la vida interior, sumamente blanda, condescendiente, recogida y silenciosa. Se ha dicho de él que deseaba reformar el mundo, pero sin que nadie se enterase de su paso por el mundo; y esa frase caracteriza plenamente su alma. Vivía en un pleno abandono en la Providencia divina. Por humildad había diferido su ordenación sacerdotal hasta los cuarenta años, y sólo después de varias horas de oración y derramando abundantes lágrimas se atrevía a ofrecer el Santo Sacrificio, «en el cual—son sus palabras—él, mezquino gusanillo de la tierra, polvo y ceniza, se presentaba como en las alturas del Cielo ante la Santísima Trinidad para tocar con sus manos la luz del sol y al Criador de todo el Universo», Diariamente procuraba adornar su alma con la más limpia vestidura nupcial, recibiendo el sacramento de la Penitencia y esforzándose por evitar las más mínimas imperfecciones. Ya entre los hervores de la juventud, mientras estudiaba jurisprudencia en Padua, su vida parecía envuelta en las inefables dulzuras de la unción religiosa. Desde 1505 pasa de Vicenza a Roma, a Verona, a Venecia, sirviendo a los enfermos en los hospitales, reorganizando las antiguas cofradías y empleándose en toda suerte de obras de misericordia espiritual y temporal. El espíritu mundano que dominaba en torno suyo le llenaba de mansedumbre. «¡Qué lástima me da esta hermosa ciudad!—escribía desde Venecia en 1523—. Dan ganas de llorar sobre ella. En realidad, no hay aquí nadie que busque a Cristo crucificado. Jesús espera y nadie acude. No faltan, ciertamente, personas honradas y de buena voluntad; pero todas ellas permanecen en sus casas «por miedo a los judíos», y se avergüenzan de la confesión y la comunión.»

Aquel mismo año, Tiene y Carafa se encontraban nuevamente en Roma organizando sus planes de reforma: Carafa, con su autoridad de obispo de Chieti; Tiene, con todo el prestigio de su santidad. Secundados por algunos amigos a quienes habían conocido en la Hermandad del Amor Divino, resolvieron trabajar en la renovación del espíritu sacerdotal, creando una asociación de clérigos regulares, que habían de resplandecer por su conducta irreprochable a los ojos de todo el pueblo. No serían frailes, ni tendrían abades o priores al frente, ni llevarían otro hábito que el de los sacerdotes del país. «No queremos hacer una religión nueva—escribía Carafa—, porque no podemos hacerlo, y aunque pudiésemos no lo haríamos, pues no queremos ser otra cosa sino clérigos que viven según los sagrados cánones, en común, bajo los tres votos.» Los miembros del nuevo instituto debían practicar la pobreza evangélica en su forma primitiva, no poseer ninguna propiedad inmueble, no tener rentas, ni siquiera andar pidiendo limosnas, sino esperar, con tranquila confianza en la providencia de Dios, la limosna de los fieles, renovando de esta manera en el clero y en el pueblo el fervor de los primitivos cristianos. Esta aspiración a la pobreza absoluta produjo universal asombro. En una sociedad donde había tantos que llegaban al sacerdocio sólo por asegurarse una pingüe renta, el rasgo de aquellos hombres, salidos de las más ilustres familias, tenía todas las apariencias de un desafío. Los clérigos relajados le consideraron como una locura. Fueron muchas las burlas y las contradicciones. «¿Cómo es posible que una Orden pueda subsistir de esa manera?», preguntaban a Cayetano los monseñores; y él respondía siempre con el axioma de Cristo: «No queráis tener solicitud angustiosa por vuestra vida, de lo que habéis de comer; ni por vuestro cuerpo, de lo que habéis de vestir.» Con tal energía insistió, que Clemente VII acabó por concederle la aprobación solicitada, declarando que no había hallado fe semejante en Israel. En 1524, Carafa y Cayetano abrían la primera casa en Roma, después de renunciar a sus haberes y sus prebendas. «Veo a Cristo pobre y a mí mismo rico—escribía el santo fundador unos días antes—; a Cristo despreciado, y a mí honrado. Deseo, pues, aproximarme a Él un paso más, y, para eso, dejar las cosas temporales que todavía poseo.»

Carafa fue nombrado primer superior, y, del nombre de su obispado de Chieti, los nuevos religiosos empezaron a ser llamados chietinos, o teatinos. Vestían sotana negra, medias blancas y birrete clerical; vivían en la oración y el recogimiento y se entregaban infatigablemente al estudio de la Sagrada Escritura, al ministerio y a la predicación. De la predicación de entonces acababa de decir Pedro Bembo:

«Para que ir a escuchar sermones? No se oye más que al Doctor Sutil disputando con el Doctor Angélico, hasta que aparece Aristóteles para resolver la cuestión.» Nada de esto se veía en la oratoria de los teatinos; ni ornatos profanos, ni citas científicas. Era una enseñanza esencialmente moral, dirigida a transformar las costumbres, a encender la devoción en la Santísima Virgen y a estimular la frecuencia de los sacramentos. La gente aseglarada los escarnecía y ridiculizaba, pero el pueblo se sentía impresionado al ver su vida mortificada y su abnegación sin ejemplo en el cuidado de los enfermos y los peregrinos; y poco a poco su conducta iba produciendo efectos maravillosos en medio de la sociedad romana. «Cristo—escribía uno de los compañeros del fundador—es ahora más temido y venerado en Roma que antes. Los soberbios se humillan, los buenos alaban a Dios, los malos están sin esperanza. Figuraos que los primeros prelados y señores de Roma, que al principio nos despreciaban orgullosamente, vienen ahora todos los días a nosotros con tanta humildad, que nos dejan avergonzados; muestran la mayor prontitud de ánimo para la penitencia, la oración y las obras de piedad, y hacen cuanto los Padres les dicen. Más aún: diariamente hace pedir el Papa las oraciones de estos miserables.» Durante el saqueo de Roma por las tropas de Borbón, los teatinos recorrían las calles implorando la compasión de los vencedores y consolando en su desgracia a las víctimas. Un alemán que había estado en Vicenza al servicio de los Tiene, suponiendo que Cayetano conservaba sus antiguas riquezas, entró en su celda con otros camaradas dispuesto a robar. No habiendo encontrado nada, los asaltantes le despojaron de sus vestidos, le ultrajaron y le molieron a golpes. Poco después el fundador y sus discípulos salían de Roma sin más bagaje que su breviario.

Este suceso fue providencial para la propagación de la nueva Orden. Los Teatinos se establecen en Venecia, en Florencia, en Milán, en Nápoles. Mientras Carafa ascendía la escala de las dignidades que le llevarán al mando supremo, haciendo de él, en su extrema vejez, el terrible y belicoso pontífice Paulo IV, la obra se consolida bajo la vigilancia suave del compañero de la primera hora. Incansable en predicar, en dirigir a las almas por medio del confesionario, en consolar a los que sufren y en asistir a los condenados a muerte, Cayetano pasa de Venecia a Milán y de Milán a Nápoles, sembrando sin tregua la semilla de la perfección cristiana, desenmascarando la perfidia de los herejes y encendiendo llamaradas de amor divino. No se cansa de repetir a los clérigos que el sacerdocio no es un estado de quietud y ociosidad, sino de combate y sufrimiento. Aconseja a los fieles tomar con frecuencia la Sagrada Eucaristía, pero no para transformar a Cristo en nosotros, sino para transformarnos nosotros en Cristo. «Los placeres del mundo — decía — no son más que espejismos del demonio. Lejos de alimentar el alma, la inflan y exacerban. Sólo de Dios puede venir el deleite que sacia el corazón.» A un conde que se irritaba por los descuidos de su servidumbre, le decía: «Decidme, ¿obedecéis a Dios con tanta prontitud como sois obedecido por los hombres?» Y bellamente, escribiendo a una sobrina suya, comparaba al que se olvida del Cielo con el viajero que, llegando a la posada, pasa la noche en la orgía y, vencido por el vino, pierde el camino de la patria. Su misma presencia era una predicación. Aunque extenuadas por la penitencia, sus mejillas se ofrecían siempre frescas y rubicundas, como caldeadas por el vaho de un mundo divino; sus ojos respiraban benignidad y movían a confianza; su ademán, sin perder nunca la nativa elegancia, estaba lleno de gracia y mansedumbre. Sólo su vida era áspera y dura, como su lecho de paja y su vestido de buriel.

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