sábado, 31 de marzo de 2012

Mañana es...




Domingo de Ramos en la Pasión del Señor: éste es el título que, después del Concilio Vaticano II, se atribuye al domingo último de cuaresma. Así ha quedado, sintetizando los dos aspectos más importantes conmemorados en la liturgia romana actual de este día.

Era difícil para los primeros cristianos concebir el domingo, aunque fuera el precedente a la fiesta de la Pascua, como formando parte de la semana del gran ayuno. Su carácter propio, pascual, no permitía que se le contara entre los días penitenciales. La liturgia romana se halla a ese respecto en una línea de equilibrio. Por una parte, ya desde el siglo V, centra la atención sobre los misterios de la Pasión del Redentor (la lectura evangélica es el relato de la misma según San Mateo), abriendo así la semana en que se conmemorarán los hechos históricos más fundamentales del cristianismo. Por otra parte, no obstante, la visión global de la Pasión presentada en ese domingo incluye también la perspectiva de la Pascua. Particularmente la oración colecta y la segunda lectura de la Misa (Flp 2,5-11) se refieren a todo el misterio pascual.

Mientras la liturgia romana conservó durante varios siglos el carácter severo del «domingo de Pasión», como llamaban a ese día los antiguos Padres, otros ritos elaboraron una liturgia cuyo núcleo era el acontecimiento de la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén, seguramente por influjo de la liturgia local de la Ciudad Santa, tan deseosa, como hemos podido observar, de seguir cronológicamente los pasos de Jesucristo durante los días de su Pasión. La peregrina Eteria describe detalladamente la procesión vespertina, que reproducía el acontecimiento: «Cuando se acerca la hora, se lee el pasaje del Evangelio en que los niños, con ramos y palmas, corrieron delante del Señor diciendo: "Bendito sea el que viene en nombre del Señor". Y en seguida el Obispo se levanta con todo el pueblo, y entonces, de lo alto del Monte de los Olivos, se viene yendo todo el mundo a pie. Todo el pueblo marcha delante del Obispo al canto de los himnos y de las antífonas, respondiendo siempre: "Bendito sea el que viene en nombre del Señor". Todos los niños pequeños llevan ramos, unos de palmeras, otros de olivos; y así se da escolta al Obispo de la manera como el Señor fue escoltado aquel día. Se camina muy lentamente para no fatigar a la multitud, y es ya de noche cuando se llega a la Anástasis. Llegados allí, aún siendo tarde, se hace el Lucernario; a continuación todavía una oración a la cruz, y se despide al pueblo».

Esta tradición jerosolimitana pasó a las iglesias de oriente, y aunque en algunas cayó en desuso la procesión de las palmas, el hecho conmemorado sigue siendo el tema principal de la liturgia de ese domingo. Más tarde, en el siglo VII, las iglesias hispánicas, y probablemente también las francas, adoptan la costumbre de Jerusalén. Durante los siglos IX y X, se difunde por todo el imperio carolingio el rito de la procesión de las palmas, que se presentará como una gran manifestación religiosa y popular. También la liturgia romana adopta la costumbre. En el Medioevo la procesión fue revistiéndose de cantos, bendiciones y expresiones plásticas.

La reforma introducida por el Concilio Vaticano II simplificó los ritos de la procesión, aproximándolos más a los primitivos usos de la Iglesia en Jerusalén, y poniendo más de relieve su significado. No trata tanto de manifestar el simbolismo de las palmas, como de rendir un homenaje público y solemne al Hijo de David, al Mesías-Rey, imitando a quienes lo aclamaron Redentor de la humanidad. Por eso se ha reducido la bendición de las palmas a una sola plegaria, escogida entre las muchas existentes anteriormente, y se ha dado mayor amplitud a la procesión. Con la proclamación del mensaje evangélico que narra el acontecimiento de la entrada de Jesucristo a Jerusalén, por la que se inicia la procesión, y con las antífonas y salmos seleccionados para ser cantados durante el recorrido, se hace presente el hecho histórico, prefigurado por las visiones proféticas sobre las «entradas» o manifestaciones de Dios en su Santuario y en el mundo.

La entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén marca, en cierto sentido, el fin de lo que Jerusalén era para el Antiguo Testamento, y señala el principio de la plena realización de la nueva Jerusalén. Desde este momento Jesucristo insistirá sobre la destrucción de la Jerusalén terrenal, hablará de su juicio, de lo que ha de ser la Jerusalén futura. De Jerusalén nacerá la Iglesia, ciudad espiritual que se extenderá por todo el mundo, cual signo universal de la redención definitiva. No sin razón, San Lucas presenta la vida de Jesucristo como una peregrinación hacia Jerusalén, y Jesucristo mismo calificará su entrada última a la Ciudad Santa de «su hora» (Jn 12,27; 17,1). Así la Semana Santa se inaugura con una «entrada» de la Iglesia, peregrina, acompañando a Jesucristo que va a padecer; y la Semana Santa finaliza con otra «entrada», con el «paso» de la Muerte a la Vida, celebrado en la Vigilia Pascual. Ambas "entradas" son un testimonio de la participación de la Iglesia en los misterios que ellas significan.

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