El Adviento es un tiempo propicio para revisar nuestra vida, soñar con un futuro mejor y abrirnos a un horizonte de esperanza.
Es verdad que nos sentimos rodeados de muchos problemas.
La exhortación de San Pablo nos invita a tomar conciencia de nuestra realidad a nivel familiar, laboral y social.
Corren tiempos difíciles para la familia estructurada, la familia de siempre, que es amenazada por corrientes laicistas e ideologías destructivas que siembran dudas sobre el auténtico amor humano. Llevamos años con una filosofía hedonista que busca evadirnos de la realidad en aras de una felicidad que se escapa de las manos. El botellón, la droga y el sexo fácil y seguro entre los jóvenes, la dejación de funciones educativas en los mayores y parte de la sociedad que vive ajena a los altos ideales y a los valores que han dado soporte a la convivencia, marcan un presente sombrío.
Por otro lado, las creencias son agredidas y orquestados los ataques desde algunos medios de comunicación social afines al Gobierno.
El Papa alertaba hace unos días en Barcelona, con motivo de la consagración de la basílica de la Sagrada Familia, sobre el peligro de persecución religiosa en España. Estaba bien informado.
La reciente clausura al culto de la Basílica del Valle de los Caídos, propiciada por altas jerarquías del Estado, nos muestran bien a las claras hasta dónde puede llevar el odio anticatólico y las actitudes dictatoriales de quienes no respetan la misma Constitución.
Con el pretexto de que las piedras están enfermas, tratan de justificar una futura demolición; y no le faltan partidarios iconoclastas. Sería como volver a los tiempos anteriores a la Guerra Civil.
Debemos espabilarnos, como nos dice San Pablo, “porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Romanos 13, 11).
Puede que estos ataques sirvan para despertar sentimientos religiosos dormidos y seamos capaces de defender nuestros derechos, pacíficamente, en la calle y en los altos estamentos.
La afluencia en masa de cristianos a la Eucaristía celebrada por los monjes en la explanada del Valle de los Caídos como protesta por una decisión tan arbitraria, nos muestra el camino a seguir, con dignidad, “pertrechados con las armas de la luz” (Romanos.13, 12).
Entramos, esta es mi convicción, en un proceso regenerador que traerá consigo una sociedad nueva que purificará nuestra fe y dará consistencia al tejido social actual deteriorado por el materialismo y la comodidad egoísta.
El texto esperanzador de Isaías de la primera lectura nos suena a una utopía inalcanzable. Y, sin embargo, lo que aquí se nos describe es una esperanza única.
La historia de los hombres está cargada de luces y sombras, de esperanzas y tragedias. Pero nuestra fe nos debe llevar a creer que “al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas” (Isaías 2,2).
Al final de los tiempos el bien vencerá al mal, la luz a las tinieblas, la justicia a la injusticia.
De esta manera podemos cantar, como lo han hecho generaciones de judíos y cristianos: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!”. (Sal 121).
A pesar de las incertidumbres, la caída de la sociedad del bienestar y las malas perspectivas económicas, “El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”...”será el árbitro de las naciones” (Isaías .2, 3). Los pueblos “de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas” (Isaías 2,4).
ESTAD PREPARADOS
Navidad se acerca.
Abramos nuestro corazón a Jesús para que entre en él por la puerta grande de alegría.
La Palabra de Dios que escuchamos hoy es una llamada a mantenernos en pie y a evitar instalarnos en este mundo caduco, como si fuera nuestra morada definitiva.
Las dos mujeres moliendo, a las que alude el evangelio, son una muestra palpable de que la misma actividad, por rutinaria que sea, puede vivirse de formas distintas.
Siempre es posible encontrar sentido, ilusión y esperanza en las mismas tareas de cada día, en las acciones más triviales de nuestra existencia.
Podemos dejar que la vida pase por nosotros sin apreciar su riqueza y dejándonos arrastrar por corrientes nihilistas o, al contrario, pasar por la vida valorando la plenitud del don que nos ha sido regalado, y consumiéndola en frutos de buenas obras.
Somos grandes, no por la magnitud de nuestras obras, sino por el amor que proyectamos en todo lo que hacemos.
Si nos “revestimos de Cristo” (Romanos 13,14), del vestido interior de nuestro corazón, su gracia iluminará nuestra vida.
Entonces, con los ojos bien abiertos, será también más fácil percibir las pequeñas luces de esperanza que brillan a nuestro alrededor y que son reflejo de la última esperanza a la que somos llamados.
Ante estas reflexiones, cabe preguntarme hasta qué punto estoy dispuesto a realizar el bello sueño de Isaías. No es necesario ir muy lejos. En mi casa, en el trabajo, en los contactos con mi comunidad de fe, en la calle y en cualquier lugar, si aporto mi positiva actitud, sembraré esperanza, alegría y ganas de vivir. No estoy solo; los demás me necesitan.
Sin mi sonrisa, mi entorno vivirá más triste; sin mi iniciativa para espabilar y entusiasmar a los que conviven conmigo, todo será más anodino y apagado; sin mi entrega amorosa, adormecerán los buenos sentimientos de otras personas.
Si soy capaz de contribuir con mi pequeño granito de arena, unido a otros muchos, el mundo cambiará.
Si Jesús es la fuerza motriz de mi vida, todo es posible, hasta las metas aparentemente más inalcanzables.
El viene en este Adviento tocando con suavidad en nuestras puertas, pidiendo nuestra limosna, demandando nuestro amor. Acojámoslo y digamos con todo el pueblo cristiano en marcha: ¡Ven, Señor, con tu misericordia, ven a salvarnos! (Antífona el aleluya).
¡FELIZ DOMINGO!
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