Hemos entrado en la santa peregrinación del Adviento; la esperanza de un Mesías alegra nuestro corazón, y un alba riente brilla en el horizonte. Estamos inquietos, como la amada que aguarda el momento de la cita; escuchamos atentamente, revolvemos las Escrituras y examinamos las antiguas profecías. Las palabras de Isaías, hijo de Amos, nos llenan de confianza. Él es el quinto de los evangelistas; él nos habla de la gloria del reino futuro, y nos describe a su rey, y nos pinta nuestra felicidad con la precisión y la claridad de quien nos cuenta una historia. Desde los umbrales del Adviento oímos su voz en este bello responsorio que nos recuerda un pasaje famoso de Los Persas, de Esquilo: «Fijando allá lejos la mirada, he aquí que veo la potencia de Dios que viene y una nube que cubre toda la tierra. Id a su encuentro y decidle: Dios si eres Tú el que aguardamos, el que va a reinar sobre el pueblo de Israel.»
Pero, en realidad, este canto es un dúo. Son dos profetas los que escrutan la lejanía y se dirigen luego a nosotros para decirnos lo que acaban de ver. Son los dos profetas del Adviento, los que tienen las palabras más consoladoras para el alma, que vacila en la esperanza y espera en la turbación. Al vidente lejano se junta el amigo del Esposo, el precursor, el que trae la última noticia, el oráculo que se confunde con la realidad, la voz que suena cuando aparece el Verbo, el que pronuncia la palabra presentida con ansias inenarrables por los antiguos patriarcas: «Ecce Agnus Dei.» La compañía del Bautista no nos abandonará ya hasta que veamos al Cordero de Dios tiritando de frío en un establo.
Hoy el Evangelio nos presenta a San Juan siguiendo desde su encierro de Maqueronte los pasos del Rabbí, a quien un día bautizó en las aguas del Jordán. Sus discípulos llegan sin cesar, contándole las maravillas que se realizan en las ciudades del lago. El pueblo se reúne en torno al nuevo predicador, como antes se reunía en torno suyo, y escucha la buena nueva del amor, como antes escuchó la palabra austera de la penitencia. Pero hay ahora más entusiasmo, más alegre confianza y una adhesión más ciega. Los pescadores, los telonianos, las gentes del campo y de la ciudad, todos están magnetizados por el Nazareno. Su bondad cautiva, su poder subyuga. Tales son las noticias que llevaron al prisionero algunos de sus más leales discípulos. «Hay quien dice—añadieron después—que este hombre es el Mesías; pero la mayoría lo niega. ¿Cómo va a ser el Mesías un hombre que jamás ha empuñado una espada, que tiene el desprecio del oro, que predica la hermandad de todos los hombres, en vez de pensar en conquistas; que vive como un pobre en medio de pobres, de enfermos y de necesitados?» El maestro escuchó estas palabras sin extrañeza, y despachó a sus discípulos con orden de hacer a Jesús esta pregunta: «¿Eres Tú el que va a venir, o hemos de aguardar a otro?»
En otro tiempo, Juan había visto la paloma simbólica descendiendo sobre la cabeza de Jesús, había oído aquella voz en que el Padre hablaba del Hijo de todas sus complacencias, había preparado el camino del Enviado, cuya correa él era indigno de desatar. ¿Por qué ahora parece agitado por la duda como sus discípulos? ¿Es que las tinieblas de la cárcel empezaban a penetrar en su corazón? ¿Es que le hacían desmayar las molestias del cautiverio, o le entristecía, astro en el ocaso, la gloria del sol naciente? «Si es verdad que resucitáis a los muertos—parecía decir—, si una mirada tuya despuebla las ciudades, si un acento de tu voz arrastra a las muchedumbres, si eres realmente el que esperamos, descubre de una vez tu poder, reúne a tus partidarios, ven a estas montañas bravías, aniquila el poder de Herodes y sácame de esta prisión.» Alguien ha podido interpretar así la embajada del Bautista. Es desconocer completamente el carácter del hombre que, aun encadenado, seguía pronunciando el non licet que le encerrara en la fortaleza. ¿Qué le importaban las privaciones de la prisión a un penitente que había pasado su vida en el desierto vestido de pieles, alimentado de miel silvestre y de saltamontes? Era el sentimiento de su misión lo que le movía; era el celo por la gloria del futuro reino; era el deseo ardiente de la revelación del Mesías, que Israel tenía delante, sin acertar a verle. Unos días más, y él dejaría de existir; Herodías adiestraba ya a su hija en el ejercicio de la danza; pronto Salomé vendría con el plato en busca de su cabeza. Pero antes tenía que dar el último testimonio, la última lección a sus compatriotas. La finalidad de la pregunta era bien clara: dar a Jesús una ocasión para definir el carácter de su reino.
Los embajadores encontraron a Jesús cerca de Naim. Acababa de resucitar al hijo de la viuda. Las turbas estaban más entusiasmadas que nunca. Hablábase de aclamarle rey, de ir en su compañía hasta Jerusalén y sentarle sobre el trono de David. Todos los enfermos de la comarca le rodeaban con ojos suplicantes, y los discípulos de Juan tuvieron que abrirse paso a través de una muralla de ciegos, cojos, tullidos, apestados y endemoniados. Una vez más, debieron decirse: «El cortejo no es muy regio. ¿Qué podemos esperar de este hombre?» Un Mesías rodeado de harapos y miserias les repugnaba. No obstante, debían cumplir su misión, y, acercándose a Jesús, le dijeron: «Desde el calabozo, Juan el Bautista te saluda y te pregunta: ¿Eres Tú el que va a venir?» Jesús no respondió nada; continuó recorriendo las filas de aquellos miserables; sus labios sonrieron a los rostros abrasados por la fiebre; sus manos se posaron sobre las cabezas purulentas; sus ojos inundaron de luz a los corazones que estaban oprimidos por la tristeza, y su aliento cayó sobre las heridas como bálsamo de virtud maravillosa. Y los ciegos veían, y oían los sordos, y saltaban por el campo los que habían venido sobre el lomo de los jumentos, y todos gritaban frenéticos con la salud recobrada. «Ahora—dijo el taumaturgo, dirigiéndose a los enviados—contad a Juan lo que habéis visto y oído.»
La contestación era explícita: «¿De dónde sacáis vosotros que el Mesías vendrá blandiendo la espada, conquistando ciudades, demoliendo tronos? Examinados los viejos oráculos: «En aquel tiempo—dice Isaías—los ojos de los ciegos serán iluminados, y abiertos los oídos de los sordos.» «Saltarán los cojos como el ciervo—añade Ezequiel— y será desatada la lengua de los mudos.» «Será enviado—vuelve a decir el profeta de Anatoth—para evangelizar a los pobres y dar vida a los muertos.» Pues bien: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. Estas son las señales del Reino que esperamos. Por ellas, oh Jesús, sabemos que Tú eres el que ha de venir. Estábamos en las sombras, y nos has inundado de luz; gemíamos temblorosos en el abismo de nuestra miseria, y has infundido en nosotros una vida divina; teníamos sumergidas nuestras almas en la desesperanza, y nos has hecho gustar las delicias de la comunicación con el Cielo; vaciamos abandonados en nuestra pobreza, y has venido a consolarnos con los tesoros
de la buena nueva. ¡Bendita sea tu venida poderosa y silenciosa! Ni su humildad, ni su condescendencia, ni la locura de su amor podrán jamás escandalizarnos.
Pero, en realidad, este canto es un dúo. Son dos profetas los que escrutan la lejanía y se dirigen luego a nosotros para decirnos lo que acaban de ver. Son los dos profetas del Adviento, los que tienen las palabras más consoladoras para el alma, que vacila en la esperanza y espera en la turbación. Al vidente lejano se junta el amigo del Esposo, el precursor, el que trae la última noticia, el oráculo que se confunde con la realidad, la voz que suena cuando aparece el Verbo, el que pronuncia la palabra presentida con ansias inenarrables por los antiguos patriarcas: «Ecce Agnus Dei.» La compañía del Bautista no nos abandonará ya hasta que veamos al Cordero de Dios tiritando de frío en un establo.
Hoy el Evangelio nos presenta a San Juan siguiendo desde su encierro de Maqueronte los pasos del Rabbí, a quien un día bautizó en las aguas del Jordán. Sus discípulos llegan sin cesar, contándole las maravillas que se realizan en las ciudades del lago. El pueblo se reúne en torno al nuevo predicador, como antes se reunía en torno suyo, y escucha la buena nueva del amor, como antes escuchó la palabra austera de la penitencia. Pero hay ahora más entusiasmo, más alegre confianza y una adhesión más ciega. Los pescadores, los telonianos, las gentes del campo y de la ciudad, todos están magnetizados por el Nazareno. Su bondad cautiva, su poder subyuga. Tales son las noticias que llevaron al prisionero algunos de sus más leales discípulos. «Hay quien dice—añadieron después—que este hombre es el Mesías; pero la mayoría lo niega. ¿Cómo va a ser el Mesías un hombre que jamás ha empuñado una espada, que tiene el desprecio del oro, que predica la hermandad de todos los hombres, en vez de pensar en conquistas; que vive como un pobre en medio de pobres, de enfermos y de necesitados?» El maestro escuchó estas palabras sin extrañeza, y despachó a sus discípulos con orden de hacer a Jesús esta pregunta: «¿Eres Tú el que va a venir, o hemos de aguardar a otro?»
En otro tiempo, Juan había visto la paloma simbólica descendiendo sobre la cabeza de Jesús, había oído aquella voz en que el Padre hablaba del Hijo de todas sus complacencias, había preparado el camino del Enviado, cuya correa él era indigno de desatar. ¿Por qué ahora parece agitado por la duda como sus discípulos? ¿Es que las tinieblas de la cárcel empezaban a penetrar en su corazón? ¿Es que le hacían desmayar las molestias del cautiverio, o le entristecía, astro en el ocaso, la gloria del sol naciente? «Si es verdad que resucitáis a los muertos—parecía decir—, si una mirada tuya despuebla las ciudades, si un acento de tu voz arrastra a las muchedumbres, si eres realmente el que esperamos, descubre de una vez tu poder, reúne a tus partidarios, ven a estas montañas bravías, aniquila el poder de Herodes y sácame de esta prisión.» Alguien ha podido interpretar así la embajada del Bautista. Es desconocer completamente el carácter del hombre que, aun encadenado, seguía pronunciando el non licet que le encerrara en la fortaleza. ¿Qué le importaban las privaciones de la prisión a un penitente que había pasado su vida en el desierto vestido de pieles, alimentado de miel silvestre y de saltamontes? Era el sentimiento de su misión lo que le movía; era el celo por la gloria del futuro reino; era el deseo ardiente de la revelación del Mesías, que Israel tenía delante, sin acertar a verle. Unos días más, y él dejaría de existir; Herodías adiestraba ya a su hija en el ejercicio de la danza; pronto Salomé vendría con el plato en busca de su cabeza. Pero antes tenía que dar el último testimonio, la última lección a sus compatriotas. La finalidad de la pregunta era bien clara: dar a Jesús una ocasión para definir el carácter de su reino.
Los embajadores encontraron a Jesús cerca de Naim. Acababa de resucitar al hijo de la viuda. Las turbas estaban más entusiasmadas que nunca. Hablábase de aclamarle rey, de ir en su compañía hasta Jerusalén y sentarle sobre el trono de David. Todos los enfermos de la comarca le rodeaban con ojos suplicantes, y los discípulos de Juan tuvieron que abrirse paso a través de una muralla de ciegos, cojos, tullidos, apestados y endemoniados. Una vez más, debieron decirse: «El cortejo no es muy regio. ¿Qué podemos esperar de este hombre?» Un Mesías rodeado de harapos y miserias les repugnaba. No obstante, debían cumplir su misión, y, acercándose a Jesús, le dijeron: «Desde el calabozo, Juan el Bautista te saluda y te pregunta: ¿Eres Tú el que va a venir?» Jesús no respondió nada; continuó recorriendo las filas de aquellos miserables; sus labios sonrieron a los rostros abrasados por la fiebre; sus manos se posaron sobre las cabezas purulentas; sus ojos inundaron de luz a los corazones que estaban oprimidos por la tristeza, y su aliento cayó sobre las heridas como bálsamo de virtud maravillosa. Y los ciegos veían, y oían los sordos, y saltaban por el campo los que habían venido sobre el lomo de los jumentos, y todos gritaban frenéticos con la salud recobrada. «Ahora—dijo el taumaturgo, dirigiéndose a los enviados—contad a Juan lo que habéis visto y oído.»
La contestación era explícita: «¿De dónde sacáis vosotros que el Mesías vendrá blandiendo la espada, conquistando ciudades, demoliendo tronos? Examinados los viejos oráculos: «En aquel tiempo—dice Isaías—los ojos de los ciegos serán iluminados, y abiertos los oídos de los sordos.» «Saltarán los cojos como el ciervo—añade Ezequiel— y será desatada la lengua de los mudos.» «Será enviado—vuelve a decir el profeta de Anatoth—para evangelizar a los pobres y dar vida a los muertos.» Pues bien: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. Estas son las señales del Reino que esperamos. Por ellas, oh Jesús, sabemos que Tú eres el que ha de venir. Estábamos en las sombras, y nos has inundado de luz; gemíamos temblorosos en el abismo de nuestra miseria, y has infundido en nosotros una vida divina; teníamos sumergidas nuestras almas en la desesperanza, y nos has hecho gustar las delicias de la comunicación con el Cielo; vaciamos abandonados en nuestra pobreza, y has venido a consolarnos con los tesoros
de la buena nueva. ¡Bendita sea tu venida poderosa y silenciosa! Ni su humildad, ni su condescendencia, ni la locura de su amor podrán jamás escandalizarnos.
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