martes, 3 de diciembre de 2024

03 de Diciembre – San Francisco Javier

En todas las épocas, desde que Cristo encargó a los apóstoles que fueran y predicaran a todas las naciones, ha habido hombres santos y heroicos que han viajado hasta lejanas tierras para llevar a nuevos pueblos la fe cristiana. Entre los que laboraron con más celo se encuentra el jesuita Francisco Javier, nombrado por Pío X patrón oficial de las misiones y de todos los trabajos para extender la fe. El primer gran misionero en Oriente de los tiempos modernos. Javier, plantó la fe cristiana en el Oeste y Sur de la India y en las por entonces casi desconocidas islas del Océano Indico, así como en el Japón. Murió hace cuatrocientos años mientras trataba audazmente de llegar hasta los pueblos de China.

Javier nació en 1506. Habían pasado catorce años desde el primer viaje de Cristóbal Colón y España vivía una agitación que daría como resultado grandes realizaciones, conforme avanzaba ese mismo siglo. Su lugar de nacimiento fue el castillo de Javier, cerca de Pamplona, no lejos de la actual frontera francesa. La familia era de alto rango, la madre era heredera de las casas de Azpilqueta y de Javier y el padre, don Juan de Jasso, era consejero del rey de Navarra. Francisco era el más joven de una familia numerosa y su educación fue esmerada. Como tenía predilección por los estudios fue enviado a la Universidad de París y entró en el colegio de Santa Bárbara a los diecisiete años. En 1530 recibió el grado de maestro de artes y después enseñó filosofía aristotélica en la Universidad. Antes de recibir su grado había caído bajo la influencia de un compatriota y estudiante como él, Ignacio de Loyola, antiguo soldado que tenía quince años más que Javier. Rebosando el deseo de salvar almas, Loyola había reunido en torno suyo un pequeño grupo de siete hombres, los que en 1534 iban a formar la sociedad de Jesús dedicada al servicio de Dios.' Francisco era miembro de este grupo.

En unión de sus compañeros fue ordenado sacerdote tres años más tarde, en Venecia, y compartió todos los trabajos y vicisitudes por las que debía atravesar la joven organización. En 1540, Juan III, rey de Portugal, hizo que su embajador ante el Vaticano pidiese al Papa el envío de misioneros jesuitas para que extendieran la fe en sus nuevas posesiones indicas. Loyola nombró en seguida a Javier para que fuera a reunirse con Simón Rodríguez, otro de los siete originales, que por entonces se hallaba en Portugal. Juntos debían emprender aquella obra. Al llegar a Lisboa a fines de junio, Javier fue a ver a Rodríguez, y los dos sacerdotes, mientras esperaban que sus planes madurasen durante el otoño y el invierno, se hospedaron en un hospital en donde ayudaron a cuidar a los enfermos. También catequizaron y enseñaron en el hospital y en la ciudad, y sus domingos y fiestas solían ocuparlos en confesar a personas de la corte. El rey Juan les tuvo tanto aprecio que decidió mantener a Rodríguez en Lisboa y por cierto tiempo dudó de la conveniencia de dejar marchar a Javier. Pero finalmente entregó a Javier cuatro breves del Papa Pablo III en los que se le nombraba nuncio papal y se le recomendaba a los príncipes de Oriente.

En la primavera, Javier con dos ayudantes, el hermano Pablo de Camerino, italiano, y Francisco Mancias, seglar portugués, se unieron a una expedición dirigida a Goa, en la costa oeste de la India. Embarcaron el 7 de abril del año 1541, día en que Javier cumplía treinta y cinco años. En la flota había cinco barcos y los misioneros embarcaron en el del almirante, el cual llevaba también a don Martín de Sousa, recién nombrado gobernador de la India. Javier no había querido llevar sirviente, diciendo que mientras tuviera uso de sus manos y pies podía atenderse a sí mismo. Cuando se le dijo que no era propio de un nuncio papal, vástago además de noble familia, que cocinara su propia comida y lavara su propia ropa sobre cubierta, replicó que no había motivo de escándalo mientras no hiciera nada malo. Todos a bordo, quedaron bajo su cuidado espiritual. Catequizó a los marineros, dijo las misas y predicó sobre cubierta todos los domingos; también tuvo que apaciguar disputas y desórdenes. Cuando el escorbuto cundió por todos los barcos ayudó a cuidar a los enfermos. Tardaron cinco meses en dar vuelta al cabo de Buena Esperanza y llegar a Mozambique, en donde pasaron el invierno y quedaron durante seis meses. Finalmente, el 6 de mayo del año 1542 desembarcaron en Goa, después de un viaje de trece meses, doble del que por entonces se requería.

Continuando rápidamente los viajes de descubrimiento y exploración que hicieron Magallanes y De Gama, los portugueses estaban establecidos en Goa desde hacía treinta años. La población cristiana tenía iglesias, clero y un obispo, pero muchos portugueses estaban dominados por la ambición, avaricia y disolución. Ignoraban los Mandamientos y Sacramentos de la Iglesia y con su conducta se enfrentaban a los paganos. Había algunos predicadores, pero no había sacerdotes más allá de los muros de Goa. Don Martín, el nuevo gobernador, era hombre bueno y procuró ayudar a Javier tanto como pudo. Para resolver aquella situación Javier decidió que lo primero que debía hacer era enseñar a los propios portugueses los principios de la fe y empleó gran parte de su tiempo en enseñanza de los niños. Sus mañanas solía emplearlas atendiendo y confortando a los infortunados en hospitales y prisiones. Luego caminaba por las calles haciendo sonar una campanilla para citar a los niños y sirvientes al Catecismo. Cuando los reunía los llevaba a la iglesia y les enseñaba a rezar el Credo y las reglas de la conducta cristiana. Un domingo dijo misa a los leprosos, predicó a los portugueses, luego a los indios y acabó el día visitando los hogares de la gente.

La dulzura de sus palabras y su conducta, así como su gran preocupación por las almas, ganaron a Javier el respeto de la gente. Uno de los problemas que más le turbaban era el del concubinato practicado abiertamente por los europeos de todas clases con las mujeres nativas. Javier quiso arreglar aquella situación con métodos que no sólo eran morales, sino sensibles, humanos v llenos de tacto. Para ayudar a la gente humilde hizo que las doctrinas católicas fueran rimadas y cantadas con melodías populares que se cantaban por todas partes, en los campos, factorías, calles y hogares.

Javier se enteró de que a lo largo de la Costa de las Perlas, que se extiende desde el Cabo Comorin, en la punta sur de la India, hasta la isla de Manaar, más allá de Ceilán, existía una casta baja de personas, llamadas parabas, muchas de las cuales habían sido bautizadas diez años antes, solamente por complacer a los portugueses, quienes las habían ayudado contra sus enemigos musulmanes, pero que, debido a la falta de enseñanza, mantenían todavía sus antiguas supersticiones. Acompañado por varios clérigos nativos del seminario de Goa embarcó para el Cabo Comorin en el mes de octubre de 1542. Leo primero que hizo fue aprender el idioma de los parabas; instruyó a aquéllos que ya estaban bautizados y luego predicó a los demás, siendo tan grande la multitud de personas que bautizó que, a veces, se hallaba demasiado cansado para mover los brazos. Con la alta casta de los brahmanes sus esfuerzos no tuvieron éxito y al cabo de un año únicamente había hecho un converso entre ellos. Pero el pueblo humilde aceptaba a Javier y el mensaje que traía. Francisco Javier se identificó con esa gente; su comida era la misma que comían los más pobres: arroz y agua; dormía sobre el suelo en una esterilla. En sus cartas nos habla del goce intenso que derivaba de esa labor.

Después de pasar quince meses con los parabas regresó a Goa para reclutar ayuda. Al año siguiente volvió en medio de ellos, ayudado por Mancias, dos sacerdotes nativos y un catequista. En sus cartas vemos cómo su tarea se hacía cada vez más difícil debido a la conducta poco ética de los colonizadores mercaderes portugueses, los cuales no solamente explotaban a los pobres, sino que también se dedicaban a propiciar los antagonismos entre los jefes hindúes. Nos habla de cierto colonizador que robó un esclavo del rajá de la cercana Travancore. «Es t: acto de injusticia me ha apartado del rajá, que hubiera estado bien dispuesto... ¿Les gustaría a los portugueses Que, cuando uno de los nativos llegara a pelearse con uno de ellos, aquél secuestrara al portugués a viva fuerza, lo encadenara y lo llevara fuera de su país? Ciertamente no. Los hindúes deben tener esos mismos sentimientos...»

Javier extendió sus actividades hacia Travancore, en donde fundó cuarenta v cinco iglesias y era saludado como «El Gran Padre». Pueblo tras pueblo lo recibía; él bautizaba a los habitantes y destruía sus templos e ídolos. Como en otras partes, hizo listas de los niños y los empleó como ayudantes de los catequistas, para que enseñaran a los otros lo que acababan de aprender. Las autoridades brahmanes y musulmanes se opusieron a Javier violentamente; una y otra vez su cabaña ardió mientras él estaba dentro, v en cierta ocasión logró salvar su vida escondiéndose entre las ramas de un gran árbol. Sus dificultades aumentaron cuando los cristianos de Comorin y de Tuticorin fueron puestos en fuga por tribus paganas, las cuales robaron asesinaron y esclavizaron a muchos de ellos. Javier acudió en su ayuda y se dice que en una ocasión hizo huir al enemigo enfrentándose con un crucifijo en la mano. Pero de nuevo tuvo que perder terreno ante los hechos de los portugueses, de cuyo comandante local se sospechaba que tenía tratos secretos con los paganos.

Mientras estaba en Travancore y en dos ocasiones Javier ganó fama de devolver la vida a los muertos. Esos milagros fueron probablemente una de las razones por las que se le invitó a visitar la isla de Manaar, entre Ceilán y el continente. No le fue posible dejar Travancore, pero envió a un misionero en su lugar, lo que hizo que muchas personas fueran bautizadas allí. El gobernante de Jafanatapam, en el norte de Ceilán, que había oído hablar de esos sucesos y que temía que ellos fueran causa de la conquista portuguesa de Manaar, envió un ejército que asesinó a seiscientos conversos, los cuales, cuando fueron interrogados antes de la ejecución, confesaron a Cristo valerosamente. Don Martín de Sousa dio órdenes para que marchara en seguida una expedición para vengar aquella matanza y deponer al que la perpetró en favor de un hermano mayor destronado. Javier quiso reunirse con aquella expedición, pero los oficiales fueron desviados de su objetivo y, en lugar del viaje proyectado, Javier visitó la capilla de Santo Tomás en Mylapore2, cerca de Madras.

Durante estos viajes se relatan las conversiones de notables pecadores europeos, logrados por Javier. Desde Cochin en Travancore, a principios del año 1545 mandó una larga carta al rey Juan con un pormenor de su misión. En ella habla audazmente del daño que esos aventureros hacían a la causa y del peligro de que los paganos que habían entrado en la Iglesia pudieran apartarse de ella, «escandalizados y aterrorizados por las muchas ofensas injuriosas y daños que sufren, especialmente de los propios súbditos de Vuestra Alteza... Pues existe el peligro de que cuando Nuestro Señor llame a Vuestra Alteza ante Su juicio, Vuestra Alteza pueda oír palabras de enfado de Él: ¿Por qué no castigaste a aquéllos que eran tus súbditos y poseían tu autoridad, y eran enemigos míos en la India?» En otra carta se muestra aún más explícito acerca de la perversidad de los colonizadores europeos: «La gente pocas veces duda en creer que no puede ser malo lo que puede hacerse tan fácilmente... No dejo de maravillarme ante el número de nuevas inflexiones que, en este lenguaje nuevo de la avaricia, han sido añadidas a las formas usuales en la conjugación de ese verbo fatídico: robar.» Pero hablar claro no significaba llegar muy lejos. La dedicación de Javier a su tarea era completa; finalizaba una de sus cartas al rey con las palabras siguientes: «Como espero morir en estas regiones hindúes y no creo volver a ver a Vuestra Alteza en esta vida, os suplico, señor mío, que me ayudéis con vuestras oraciones para que podamos volver a encontrarnos en el otro mundo en donde, seguramente, tendremos más descanso que en éste.»

En la primavera de 1545, Javier marchó al Este de Malaca, en la península de Malaya, en donde pasó cuatro meses. Era aquella una ciudad grande y próspera que Alburquerque capturara para los portugueses en 1511. Javier fue recibido con reverencia y cordialidad y el pueblo aceptó en su mayoría sus esfuerzos por corregir su libertinaje y su codicia. Durante los siguientes dieciocho meses viajó por el entonces casi desconocido mundo del Pacífico, visitando islas de las que él habla como «las Molucas», probablemente las que hoy conocemos con el nombre de Islas de las Especias. En algunas halló mercaderes y colonos portugueses. Sufrió muchos quebrantos físicos, a pesar de lo cual escribió a Loyola: «Los peligros a los que estoy expuesto y las tareas que emprendo por Dios son fuente inagotable de alegría espiritual, pues estas islas son el lugar de todo el mundo en donde un hombre puede perder la vista por exceso de llorar; pero son lágrimas de alegría. No recuerdo haber probado antes parecida delicia interna; y estos consuelos ahuyentan de mí el sentido de los quebrantos físicos, así como la turbación ante el enemigo o ante los amigos de poco fiar.» A su regreso, Javier envió a esas islas a tres jesuitas recién llegados de Europa.

Antes de marchar de allí, oyó hablar por primera vez de la existencia del archipiélago japonés. La noticia de que aún había nuevos mundos que conquistar le emocionó. Después de visitar la costa de Perlas y Ceilán nuevamente, llegó a Goa en el mes de marzo. Allí, en unión de un nativo japonés converso a quien llamaba Ira, trazó los planes para ir al Japón. Pero antes de esto debía colocar en las diferentes colonias portuguesas a cinco nuevos jesuitas, recién llegados. En Goa estableció una casa escuela, mientras continuaba sus preparativos para visitar el Japón. Al cabo de un año, Javier se puso en marcha acompañado por el Padre Torres, Juan Fernández, Ira, conocido luego como Pablo, y dos servidores nativos que habían sido bautizados. Después de una corta estancia en Malaca abordaron un barco y se dirigieron hacia el Norte, desembarcando en Kagoshima, en la isla japonesa de Kyushu, el día de la Asunción del año 1549.

Kagoshima era la ciudad natal de Pablo y fue él quien obtuvo del príncipe de la provincia de Satsuma el permiso para que Javier predicara. Mientras Pablo traducía y hacía circular el Credo, el Catecismo y algunas oraciones sencillas, Javier se dispuso a aprender el idioma japonés. En cuanto pudo hablarlo fluidamente comenzó a predicar. Pero, poco después, el príncipe se enojó con los mercaderes portugueses debido a que habían abandonado el puerto de Kagoshima para llevar su comercio a Hirado, que era un puerto mejor, al norte de la moderna Nagasaki. Retiró el permiso que había dado a Javier y amenazó con castigar a todo japonés que se convirtiera al cristianismo. Los pocos conversos siguieron fieles y declararon que estaban dispuestos a sufrir el destierro o la muerte antes que negar a Cristo. Después de permanecer un año en Kagoshima, Javier decidió marchar a Hirado, llevando sobre sus hombros todo lo necesario para la celebración de la misa.

Por el camino se detuvo para predicar en la fortaleza de Ekandono, en donde el mayordomo del príncipe y la propia esposa de éste eran secretos creyentes de la nueva doctrina. Al marcharse Javier dejó a los conversos al cuidado del mayordomo, y doce años más tarde otro misionero había de hallar este grupo aislado todavía lleno de fervor y practicando fielmente su religión. En Hirado los misioneros bautizaron más conversos en veinte días de lo que bautizaran en Kagoshima durante todo un año. Esos conversos quedaron al cuidado del Padre Torres, y Javier, con el resto del grupo, marchó a Kyoto, la capital imperial en la isla principal de Hondo. Llegaron por el hermoso mar interior hasta el puerto de Yamaguchi, y Javier predicó allí en público y delante del príncipe local. El número de personas que se interesaron en su mensaje fue reducido.

Después de permanecer un mes en Yamaguchi, en donde tuvo que sufrir muchas ofensas, Javier decidió completar su viaje en unión de sus compañeros. Era a fines del año y tuvieron que sufrir el tiempo inclemente y los malos caminos. En febrero llegaron a Kyoto y allí Javier se enteró de que no podía lograr una audiencia del emperador sin antes pagar una suma considerable. Además la ciudad estaba en un estado de desorden civil, y después de quince días decidieron regresar a Yamaguchi.

Sabiendo ahora que la pobreza evangélica no tenía el mismo atractivo en el Japón que en Europa o en la India, decidió cambiar sus métodos de acercamiento. Magníficamente vestido, con sus compañeros actuando como servidores, se presentó ante el gobernante de Nagato, Oshindono, y como representante del gran reino de Portugal le ofreció cartas y presentes, un instrumento de música, un reloj y otros objetos atractivos que las autoridades de la India le habían dado para el emperador. Oshindono, halagado por las atenciones recibidas del enviado de tan gran poder, dio a Javier el permiso de enseñar en su provincia y le otorgó un antiguo templo budista abandonado para que le sirviera de residencia. Bajo tales auspicios, Javier predicó y logró bautizar a muchas personas.

Al poco tiempo Javier se enteró de que un barco portugués había llegado a puerto en la provincia de Bungo en Kyushu y supo que el príncipe de aquel lugar deseaba verlo, por lo que volvió a dirigirse hacia el Sur. Entre los pasajeros de aquel barco se hallaba el viajero Fernao Mendes Pinto, el cual nos ha dejado un divertido relato de la forma en que los marineros recibieron las visitas del muy estimado Javier y de Civán, joven y amable noble japonés que le acompañaba. El jesuita, vestido con magnífica casulla, sobrepelliz y estola, estaba rodeado por treinta caballeros y otros tantos servidores, todos vestidos con sus mejores ropas. Cinco de ellos llevaban sobre almohadones algunos objetos valiosos, incluyendo un retrato de Nuestra Señora y un par de zapatillas de terciopelo, los cuales no eran regalos para el príncipe, sino solemnes ofrendas a Javier, para impresionar a los presentes.

Así se abrió camino para predicar en Bungo. Tuvo largas discusiones con los sacerdotes budistas y llegó a hacer algunos conversos entre ellos. Una discusión, arreglada por el príncipe, duró cinco días, según nos cuenta Mendes Pinto. Algunos de los puntos que se discutían eran pueriles y otros tan sublimes que, según decía Mendes, «confieso que mi mente no es capaz de comprenderlos». Tanto él como Javier mencionan la viveza mental de los japoneses y su disposición para ser convencidos mediante el razonamiento, estando de acuerdo en que «su intelecto es tan agudo y sensible como cualquiera en el mundo». La anunciada persecución de los cristianos no tuvo lugar, y a fines de 1551 Javier embarcó en el navío portugués, de regreso a la India, dejando a los conversos japoneses a cargo del Padre Torres y del Hermano Fernández. Había estado en el Japón unos dos años y bautizó a setecientos sesenta japoneses.

En Malaca se detuvo el tiempo suficiente para estudiar la posibilidad de entrar en China, en donde la ley prohibía la entrada a todo extranjero bajo pena de muerte o prisión. El gobernador de Malaca era de opinión de que una embajada informal podía desembarcar en un puerto chino en nombre del rey de Portugal, declarando el interés del comercio mutuo, y pensaba que en ella podían ir algunos misioneros. Mientras tanto, en el mes de febrero de 1552, Javier estaba nuevamente en Goa recibiendo las noticias de otras misiones: el Hermano Gaspar Baertz había hecho conversos en la ciudad e isla de Ormuz, en la entrada del Golfo Pérsico. Sobre la costa de las Perlas, el cristianismo florecía a pesar de que los conversos nativos seguían siendo explotados cruelmente por los portugueses. También se hacían progresos en Cochin, Mylapore y en las Molucas. El rajá de Tanore, cuyos dominios estaban sobre la costa de Malabar entre Goa y Travancore, había recibido el bautismo, así como también lo había hecho uno de los gobernantes de Ceilán.

Por otra parte, el Padre Antonio Gómez, rector del colegio de Goa, había introducido tales innovaciones en la disciplina interna de la Sociedad, que Javier se vio obligado a destituirlo, enviándolo a una distante misión. Nombró al Padre Baertz rector y viceprovincial, distribuyó a los recién llegados reclutas entre todas las misiones y obtuvo del virrey una comisión para que su amigo Jaime Pereira fuera a la China como enviado portugués. Una vez arreglados todos los asuntos en Goa, escribió cartas largas y detalladas al rey de Portugal, a Loyola y a Simón Rodríguez. Luego, después de haber enviado sus instrucciones finales a los esparcidos misioneros, dijo adiós a sus hermanos y, acompañado de un sacerdote y de cuatro ayudantes seglares, embarcó nuevamente para el Oriente. Era en el mes de abril del año 1552.

En Malaca hallaron que una plaga contagiosa hacía estragos, y Javier y sus compañeros ayudaron a cuidar a los enfermos en los hospitales. Cuando la plaga amainó, Javier entabló las conversaciones acerca de la embajada a la China con el nuevo gobernador, don Álvaro de Ataide, 3 que había sucedido a su hermano don Pedro de Silva, amigo de Javier y el cual tenía instrucciones del virrey de la India para realizar el proyecto. Pero don Álvaro tenía ciertas rencillas personales contra Pereira y se negó a darle permiso para embarcar. Después de un mes de inútiles intentos de persuasión, Javier exhibió los breves del Papa Pablo, que contenían su nombramiento corno nuncio papal. Hasta entonces había mantenido en secreto esos documentos, excepto para el obispo de Goa. Don Álvaro los ignoró; lo máximo que concedió fue que el propio Javier marchara a la China en el barco de Pereira, pero sin su dueño, proposición a la que accedió Pereira. Tocante a la labor misionera que Javier llevara a cabo en Malaca, es seguro que el trabajo de regeneración fue allí más duro que en otros sitios y tuvo los peores resultados. Al marchar de allí entonces se quitó los zapatos y sacudió el polvo sobre una roca. «¿Nos dejáis para siempre? ?le preguntó entonces el vicario episcopal? Espero que Nuestro Señor os devolverá a nosotros en paz.» «Será como Dios quiera», replicó Javier tristemente mientras saltaba al barco. Como el proyecto de la embajada fracasó, Javier envió a tres de los jesuitas que estaban con él hasta el Japón y se quedó con un solo hermano y un joven chino. Con ellos esperaba hallar el modo de desembarcar en China secretamente. Antes de salir de Malaca escribió para expresar su agradecimiento a Pereira, sugiriéndole que escribiera al rey de Portugal un pormenor del intento y de las probabilidades del futuro comercio con la China. Escribió también al Padre Baertz rogándole fuera a ver al obispo de Goa para que publicaran en Malaca la excomunión en que don Álvaro y sus instigadores habían incurrido obstaculizando a un enviado papal. Al finalizar el mes de agosto del año 1552 llegó al puerto de Shangchuen, en una isla cercana a la desembocadura del río Sukiang, no lejos de Cantón. Desde allí escribió otras cartas. Había hallado un intérprete, pues el chino que con él trajera de Goa no sabía nada del idioma que se hablaba en la corte. Entonces, con muchas dificultades, pagó a un mercader chino para que lo desembarcara durante la noche en algún lugar de Cantón y prestó juramento de no revelar jamás el nombre de ese hombre. En la isla había algunos mercaderes portugueses, los cuales querían apoderarse de él temiendo que los chinos tomaran venganza de ellos, por su osadía. En tan crítico momento Javier se sintió enfermo de fiebres. Los barcos portugueses que estaban en el puerto se marcharon, exceptuando uno, dejando a Javier en extrema necesidad. El mercader chino no vino a buscarlo y el intérprete desapareció. El 20 de noviembre la fiebre se apoderó de él nuevamente y tuvo el presentimiento de su muerte. Se refugió en el barco portugués, pero el balanceo le puso peor y rogó que volvieran a llevarlo a tierra.

Los marinos tenían miedo de mostrarse amables con Javier, por no ofender a don Álvaro. Le dejaron sobre la arena, expuesto al viento cortante hasta que alguien le llevó adentro de una cabaña nativa. Durante dos semanas yació allí, solo y orando incesantemente entre los períodos de delirio. Sus fuerzas decayeron rápidamente y el 3 de diciembre de 1552, con la vista fija en el crucifijo, murmuró : In the Domine, speravi. Non confundar in aeternam. (En Ti, oh Señor, confío. No me confundas para siempre), y murió. Aunque contaba tan sólo cuarenta y seis años, la severidad de sus esfuerzos durante los diez años de su misión le había envejecido de tal manera que sus cabellos eran casi blancos. Al día siguiente su cuerpo fue enterrado en una estrecha tumba. Únicamente estuvieron presentes en el entierro el joven chino, Antonio y Francisco de Aghiar y el piloto del barco, además de dos mestizos.

En el mes de febrero siguiente, el cuerpo fue llevado a Malaca y luego a Goa, en donde aún reposa en una magnífica capilla en la iglesia del Buen Jesús. A las pocas semanas de la muerte de Javier, Loyola le escribió reclamándole en Europa con el propósito de hacer de él su sucesor, en reconocimiento a su heroica obra en el Oriente.

En 1622, Javier fue canonizado junto con el fundador de la Compañía de Jesús. Del apóstol de las Indias, sir Walter Scott escribió : «Uno no puede negarle el valor y paciencia de un mártir, junto con el sentido común, la resolución, mente alerta y habilidad del mejor negociador que jamás fuera en una embajada temporal.» Este gran místico y asceta, para quien la vida espiritual siempre fue una realidad. Tuvo las cualidades vitales intelectuales y la personalidad que le permitieron hablar al corazón de los hombres y organizar sus esfuerzos para extender la palabra de Dios.

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