31 de Mayo 2023 – LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

Entonces, dice San Lucas, es decir, después de haber — recibido la visita del ángel, levantóse María, y fue apresuradamente, a través de las montañas, a una aldea de Judá. Fue a saludar y felicitar a Isabel, la mujer de Zacarías, sacerdote y profeta. Largo viaje: varios días de marcha, desde Galilea hasta Judea, más allá de Jerusalén, más allá de Belén, algo más allá de Hebrón. Allí, entre la aspereza de la montaña, en un valle pedregoso y gris, está Juttah, villa sacerdotal, y en Juttah la casa de aquel descendente de Leví, que unos meses antes se había quedado mudo en el templo; la casa de la santa mujer cuyo nombre había pronunciado el celeste mensajero en aquella entrevista memorable: «Y he aquí que Isabel, tu prima, a pesar de su vejez, ha concebido también un hijo, y éste es el sexto mes para aquella a quien las gentes llamaban estéril.» Y María corre; ella, la virgen escondida, la enamorada del silencio la que parece vivir sumergida en un océano de paz infinita, quisiera ahora tenerlas para atravesar sin tocar el suelo aquellos campos de Samaría, aquellos montes de Efraim, aquellos caminos perfumados por los grandes recuerdos bíblicos. ¡Oh, el placer de alegrarse con su prima, de cantar juntamente con ella las misericordias de Yahvé, de ayudarla en el trance de su alumbramiento, de dejar en aquella casa de santos las primicias de aquel tesoro infinito que ya llevaba en su seno!

«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel « ¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?

Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»

María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.

Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: « ¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: « ¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día: Unde hoc mihi?

Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.

Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.

Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.

Lecturas del 31/05/2023

Hermanos: Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno.
Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad.
Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis.
Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran.
Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde.
En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamo: « ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como lo había prometido a nuestros padres - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Palabra del Señor.

31 de Mayo – Beato JACOBO ZHOU WEN-MO

Nació en Suzhou (Jiangnan, China), en el seno de una familia pagana. Se convirtió a la fe católica y, como consecuencia, ingresó en el seminario diocesano de Pekín, siendo uno de los primeros sacerdotes chinos en ser ordenado. El obispo de Pekín, vio en él que tenía las dotes necesarias para encargarse de la evangelización de Corea del sur, y por ello le encomendó esta misión para que fortaleciera en la fe a los católicos que allí se encontraban, solos y sin pastor.

En febrero de 1794 marchó a esta misión, y mientras esperaba que el río Ammok, se descongelara, se ocupó de los católicos residentes en el distrito de Liaodong. En diciembre de este año pudo entrar en Corea, acompañado del beato coreano Sabas Ji Hwang, que había ido a su encuentro. Se estableció, vestido como un paisano, en casa del beato Matías Choe In-gil y estudió el coreano. A causa de las detenciones de los cristianos, el P. Jacobo llevo a cabo su misión en total secreto, pero siempre con gran fervor. Recorría los pueblos y aldeas para administrar los sacramentos, escribió un Catecismo en coreano, organizó el “Myeongdohoe·, un centro para laicos donde se estudiaba las Sagradas Escrituras y la doctrina de la Iglesia. En seis años los católicos coreanos crecieron de 4.000 a 10.000. 

A pesar de las medidas de seguridad, las autoridades coreanas buscaban la manera de arrestarlo, al no encontrarlo, detuvieron a sus compañeros: Pablo Yun Yu-il, Sabas Ji y Matías Choe,  que fueron martirizados en 1795. En 1801, estalló la llamada persecución Shinyu. Los creyentes eran detenidos, torturados de forma cruel, para que revelaran el escondite de nuestro sacerdote. A principio Jacobo creyó conveniente regresar a China, pero pronto cambió de idea: “Debo compartir el destino de mi rebaño y frenar la persecución y su martirio”.

El 11 de marzo de 1801, se presentó ante las autoridades. Fue interrogado y torturado para que revelara los nombres de los creyentes, así como los lugares de encuentro, pero él se mantuvo firme, tranquilo y siempre respondía con sabiduría y prudencia, manifestando que su amor al pueblo coreano le había impulsado a anunciarles la verdad salvífica de Cristo. Fue decapitado en Saenamnteo, junto al río Han.  Tenía 49 años. Se cuenta que en el momento en el que fue decapitado el cielo se nubló y estalló una tormenta con granizo. Cuando las nubes desaparecieron apareció un arco iris inmenso. Fue beatificado por SS Francisco el 16 de agosto de 2014. 

Lecturas del 30/05/2023

Quien observa la ley multiplica las ofrendas, quien guarda los mandamientos ofrece sacrificios de comunión.
Quien devuelve un favor hace una ofrenda de flor de harina, quien da limosna ofrece sacrificio de alabanza. Apartarse del mal es complacer al Señor, un sacrificio de expiación es apartarse de la injusticia.
No te presentes ante el Señor con las manos vacías, pues esto es lo que prescriben los mandamientos.
La ofrenda del justo enriquece el altar, y su perfume sube hasta el Altísimo.
El sacrificio del justo es aceptable, su memorial no se olvidará.
Glorifica al Señor con generosidad y no escatimes las primicias de tus manos.
Cuando hagas tus ofrendas, pon cara alegre y paga los diezmos de buena gana.
Da al Altísimo como él te ha dado a ti, con generosidad, según tus posibilidades.
Porque el Señor sabe recompensar y te devolverá siete veces más.
No trates de sobornar al Señor, porque no lo aceptará; no te apoyes en sacrificio injusto.
Porque el Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas.
En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más - casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones -, y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros».

Palabra del Señor.

30 de Mayo – San FERNANDO III "el Santo"

San Fernando III, rey de Castilla y de León, que fue prudente en el gobierno del reino, protector de las artes y las ciencias, y diligente en propagar la fe. Descansó finalmente en la ciudad de Sevilla.

Nació en Valparaíso, Zamora, y era hijo de Alfonso IX de León y de Berenguela de Castilla y primo de san Luis IX, rey de Francia. El papa Inocencio III declaró nulo el matrimonio de sus padres, pues doña Berenguela era sobrina de don Alfonso, pero luego el hijo fue legitimado por el mismo Pontífice; su padre se casó con la beata Teresa de Portugal. Su madre le educó en la fe cristiana y cuando contaba diez años le salvó la vida: Fernando no podía dormir y comer, Berenguela cogió al niño en sus brazos, se fue al monasterio de Oña, rezó durante una noche entera ante la imagen de María "y el menino empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedía". Se casó con Beatriz de Suabia, hija del rey alemán Felipe, con quien tuvo diez hijos, después de 16 años de matrimonio feliz se quedó viudo, y por razones políticas se volvió a casar con la princesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo tres hijos.

Su madre le cedió sus derechos como rey de Castilla, al morir su tío Enrique I. Tuvo dificultades con su padre, pero al morir éste, también heredó el reino de León. De esta forma consiguió unir los dos reinos. Pero su idea fija fue la total reconquista de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Tenía 25 años cuando pisó por primera vez tierras andaluzas. Liberó de los sarracenos Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia y Sevilla; en frase suya, "no por nuestros merecimientos, sino por los de Cristo, cuyo caballero nos somos; y por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos; y por los merecimientos de Santiago, cuyo alférez nos somos y cuya enseña traemos y que nos ha ayudado siempre a vencer". Llevó siempre consigo una imagen de la Virgen de Oña que entronizó en Sevilla y Andalucía para que fueran "La tierra de María Santísima". La toma de la ciudad de Sevilla le costó 20 meses de asedio.

Creó la universidad de Salamanca, concedió grandes beneficios a los estudiantes, abrió una era de esplendor para Castilla. Inauguró las obras de grandes catedrales como las de Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia y convirtió en iglesia la mezquita de Córdoba. Mandó traducir el "Fuero Juzgo". Impulsó el uso del castellano-leonés en sustitución del latín. Fundó el Tribunal Supremo de Castilla para unificar la justicia. Por primera vez se reunieron las Cortes de Castilla. Tuvo buenos consejeros, como el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. 

Recibió con singular agrado a los pobres, los sentaba a su mesa, les servía y les lavaba los pies. "Más temo, solía decir, la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos juntos de los moros". Temía cometer la más pequeña injusticia y ofender al último de sus súbditos. Se dice que fue terciario franciscano. Cuando preparaba, en Sevilla, una expedición al Norte de África se sintió enfermo y murió, con esta oración: "Señor, te doy gracias; te entrego el reino que me diste, con aquel aprovechamiento que yo en él pude hacer; y te ofrezco mi alma para que la recibas en la compañía de tus siervos". A su hijo Alfonso X el Sabio le aconsejó: “Hijo, trabaja por ser bueno y hacer el bien, que ya tienes con qué”. Murió de hidropesía en Sevilla. Está enterrado en Sevilla y en su tumba hay una inscripción en hebreo, latín, árabe y castellano que dice: “Rey de las tres religiones”. Fue canonizado el 7 de febrero de 1671 por el papa Clemente X.

Lecturas del 29/05/2023

El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: « ¿Dónde estás?». Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». El Señor Dios le replicó: « ¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Adán respondió: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». El Señor Dios dijo a la mujer: « ¿Qué has hecho?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí».
El Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».
A la mujer le dijo: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará».
A Adán le dijo: «Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo.
Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás».
Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca.
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.

Palabra del Señor.

29 de Mayo – Beato JOSÉ GÉRARD

En el lugar llamado Roma, en Basutolandia, en África del Sur, beato José Gerard, presbítero de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, que primero anunció a Cristo en la provincia de Natal, y luego, principal e infatigablemente, entre el pueblo de los basutos.

Carlos Juan José nació en Bouxières-aux-Chênes (Nancy) en el seno de una familia de campesinos. Cuidando los rebaños maduró un espíritu de contemplación y el interés por las misiones. El párroco, don Cayens, que había sido misionero en Argelia, le enseñó algo de latín y le animó a ingresar en el seminario. Ingresó en el seminario menor de la diócesis en 1844 y, en 1851 fue ordenado Misionero Oblato de María Inmaculada, recibiendo la profesión y el diaconado de manos de su fundador san Eugenio de Mazenod, el cual le envió de misionero a Natal (Sudáfrica) en 1853 para no regresar más a su patria. Partió en un buque de guerra y después de hacer una para forzosa en la isla Mauricio, donde se encontró al beato Jaime Desiderio Laval. Recibió el sacerdocio en 1854 en Pietermaritzburg. 

Trabajó entre los zulúes, de quienes aprendió la lengua. Tras varios infructuosos intentos, de convertir a los zulúes, que no mostraron ningún interés por conocer a Cristo, en 1862 pasó a Lesotho para predicar a los negros basutos las fe cristiana dando frutos muy abundantes. En esta misión de Lesotho fundó la primera misión católica, y fue nombrado superior de la comunidad, y aunque los primeros pasos fueron lentos, pero no se desalentó. Aprendió la lengua, tradujo el catecismo a su idioma y compuso canciones con letras adaptadas a su lengua. 

Fundador de misiones y frecuentemente solo o con pocos compañeros, se dedicó el mismo a la construcción de sus dependencias, a la catequesis y al cultivo del huerto para su propia subsistencia. Su secreto era: “hay un secreto para hacerse amar: es amar”. Sus predicaciones eran personales, iba a buscar a las personas con su caballo, se detenía y se preocupaba por cada uno y asistió a las primeras víctimas indígenas de la guerra de los Boers. Fue un hombre de una profunda oración. Murió en Basutolandia (Lesotho). Tardó 10 años en convertir al primer basuto, y cuando murió dejó 15.000 católicos y 4.000 catecúmenos. Hoy la población basuta es mayoritariamente católica y son fruto de su intercesión. Fue beatificado por Juan Pablo II el 15 de septiembre de 1988.

28 de Mayo 2023 – PASCUA DE PENTECOSTÉS - El primer día de la Iglesia

Pocas, muy pocas palabras podemos balbucir del misterio inefable. Un Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre se conoce y engendra una Palabra sublime, luminosa, infinita, un Hijo en el cual pone cuanto tiene, excepto la propiedad personal e incomunicable de la paternidad. En Él ve su imagen, su imagen viva, adecuada, perfecta, y sonríe y le entrega su amor; y esta donación amorosa y sin reserva, esta donación de todo cuanto puede tener un Dios, esta mirada gozosa del Padre sobre el Hijo, seguida de la inefable complacencia del Hijo en el Padre, es la tercera persona, es el Espíritu Santo. Y aquí es donde se realiza plenamente la definición que Platón daba del amor: «Un círculo en revolución perpetua.» Así, durante toda la eternidad, en un éxtasis perenne, en un movimiento vital, necesario y misterioso. Y allí no hay prioridad ni posterioridad, no hay superioridad ni inferioridad. Subsistentes en una misma naturaleza de infinitas perfecciones, las tres personas son igualmente sabias, igualmente poderosas, igualmente bondadosas, igualmente eternas. Sin embargo, el Padre no procede de nadie; es principio sin principio de toda la vida íntima de Dios, origen primero de todas las comunicaciones en la Trinidad. Verbo del Padre, el Hijo presupone al Padre. Don mutuo del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo presupone al Padre y al Hijo. Por eso leemos en el Evangelio «que la vida eterna consiste en conocer que el Padre es verdadero Dios y que Jesucristo es su enviado». Respondiendo a ese orden de procedencia, a esa distinción real de propiedades en una naturaleza idéntica, el Padre envía al Hijo, y el Padre con el Hijo envían al Espíritu Santo.

Pues bien: la tierra había sido redimida, el Redentor había resucitado de entre los muertos. Cristo, enviado del Padre, había vuelto al Padre, y el pequeño grupo de los que en Él habían creído aguardaba la realización de aquella palabra suya: «Cuando Yo me fuere, os enviaré al Paráclito.» Eran ciento veinte personas: la Virgen, los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres. El Colegio Apostólico estaba ya completo; Pedro había realizado su primer acto de gobierno; los electores habían arrojado las suertes en un pañuelo, y Matías vino a sentarse en el lugar que la deserción de Judas dejó vacante. Ya eran doce, doce como los antiguos patriarcas, como las tribus del pueblo escogido, como las puertas de la Jerusalén celeste; número místico, el que convenía para realizar la obra que presentían inmensa y permanente. Todo era presentimiento en la pequeña colina del Sión, en la sala espaciosa del Cenáculo, que guardaba todavía en su recinto las últimas palabras de Jesús. Algo grande se avecinaba, algo que la sagrada cohorte aguardaba, al mismo tiempo, temerosa y jubilante. Los ojos se cruzaban interrogadores, y los ánimos estaban suspensos de una vaga ansiedad, de una expectación misteriosa y maravillosa. Todos recordaban las palabras del Maestro: «Os enviaré al Consolador... Seréis revestidos de la fuerza de lo alto.» Pero ¿qué querían decir estas palabras? ¿Qué aventura tan terrible iba a ser la suya, para que Dios mismo viniese a traerles las armas con que en el principio habían sido vencidos los ángeles rebeldes? Durante mucho tiempo ellos habían pensado en una gloria terrestre. Entonces su Mesías era un rey fastuoso e invencible, y en torno de Él el resplandor de las estrofas magníficas, del oro de Ofir; de los metales de Tarsis, de las perlas de Arabia, de los paramentos enjoyados, de tronos de camellos, de picas floridas como tirsos, de mitras y turbantes de tisú como plumas de aves sagradas. Unos días antes hablaban todavía del restablecimiento del reino de Israel. Las últimas palabras del Resucitado habían abierto nuevos horizontes delante de sus ojos: los últimos confines de la tierra, los tribunales de los reyes y los príncipes, las ágoras y los foros de las grandes ciudades, y el imperio de adoctrinar y bautizar a todas las gentes. ¿Por ventura estaban llamados a la conquista del mundo?

Rumiando estas cosas, evocando los recuerdos emocionantes de las últimas semanas, todos muy unidos, en la unanimidad de la oración, de la esperanza y del amor, aguardaban los discípulos el cumplimiento de la promesa. De fuera llegan gritos de fiesta, ecos de canciones y sonidos de clarines. Es el día de Pentecostés, la Pascua de las primicias, una de las tres grandes solemnidades de la liturgia hebrea. Han pasado cincuenta días después de la inmolación del Cordero: muchos miles de peregrinos han subido a Jerusalén para presentar en el Templo los primeros panes de la nueva cosecha, y al mismo tiempo para conmemorar la entrega de las tablas de la Ley en las cimas centelleantes del Sinaí. Toda esa multitud hierve ahora en las calles, envuelta en la luz jubilosa de la mañana: habitantes de las orillas del Jordán, ancho y limoso; estudiantes de Jamnia, escuela venerable de rabinos; pescadores y agricultores de Galilea, criadora de todo viduño, de árboles y plantas, de peces y de aves; prosélitos de las islas y del continente, israelitas helenizados de Egipto y de Asia, mercaderes del otro lado del Eufrates, prosélitos de Roma, traficantes de todos los puertos mediterráneos, desde Tarragona hasta Éfeso, desde Marsella hasta Alejandría; cargadores, banqueros, prestamistas, accionistas de las grandes compañías del Imperio, vendedores de esclavos, chalanes, médicos, recaudadores y acaparadores, hebreos algunos sólo de religión, representantes otros de las viejas colonias derramadas a través del mundo por la espada de los conquistadores, o prendidos por el afán dinámico del lucro en los puntos estratégicos de todos los países, como sanguijuelas ávidas de la pulpa más jugosa, de las corrientes más vivas del negocio.

Ahora suben alborozados hacia el Templo con el cestillo de sus ofrendas, o llevando del ramal los mulos y los dromedarios cargados de ropas y de víveres. Es la hora de tercia, las nueve de la mañana. Los galileos del Cenáculo se aprestan a salir para juntarse a la muchedumbre devota. Jerusalén la santa sigue viviendo en su ánimo, el Templo los fascina todavía; y, obedientes a la ley de Moisés, quieren cumplir los ritos de la fiesta. Pero una nueva ley va a aparecer en el mundo. La carne había sido ya purificada por el agua; el agua había sentido el aleteo palpitante de la paloma mística; al fin, iba a surgir la creación nueva y rutilante de fuego, tantas veces prometida.

El Espíritu que en los días primeros flotaba sobre las aguas, el que puso en el silencio del caos los temblores de la luz, el que encendió en el Cielo las hogueras de los astros, se acerca ahora con violencia de huracán, viene a la tierra triunfador y avasallador desde las profundidades de los Cielos. Es una fuerza incontrastable, que viene a crear entre los hombres la raza nueva de los hijos con la voluntad irresistible de la lucha, con la infalible seguridad del triunfo. De repente, un estruendo de tempestad, una conmoción, un soplo como de viento huracanado y abrasado, el fragor terrible de la voz de Dios «que estremece el desierto y quebranta los cedros del Líbano». Y mientras el Cenáculo se tambalea, la invasión del Amor envuelve a todos sus habitantes. El Espíritu Santo inunda su alma, ilumina su inteligencia y vuela sobre sus cabezas en figura de llamas rojas y oscilantes que parecen lenguas de fuego. Era la señal de la purificación que se derramaba sobre el mundo, la prenda de una elocuencia más poderosa que la de los sabios del mundo antiguo, la revelación de un entusiasmo vehemente y avasallador y el flamear de una luz que estallaba gozosa ante el nacimiento y las bodas de la Iglesia de Dios, fecundada con tan soberana plenitud, que ningún poder de la tierra será capaz de detenerla ni sofocarla. Tiembla de júbilo el alma de los Apóstoles, una exaltación mística brilla en sus ojos, y de sus labios brotan, como un himno convulso de emoción, palabras misteriosas que no aprendieron nunca, palabras hechas de luz y enseñadas por un maestro invisible, gritos de alabanza y de amor; exclamaciones vibrantes y palpitantes en que se funden todas las lenguas de la tierra. Era el anuncio de una unidad superior; el signo de la inmensa familia que Dios iba a recoger de todos los cuadrantes del horizonte, la afirmación de la jurisdicción inviolable que desde su primer día tenía la Iglesia para anunciar la verdad a todas las razas y a todos los pueblos.

La turba, entre tanto, se detiene frente a la casa del prodigio. El primer grupo de curiosos se convierte en una multitud innumerable, y el inmenso hormiguero humano se agita, como el oleaje del mar, en las faldas del monte Sión. Hay partos, medos, elamitas y moradores de Mesopotamia; hay israelitas de Siria, de Capadocia, del Ponto, del Asia, de Frigia y de Pamfilia: hay peregrinos venidos de toda la parte occidental del Imperio, helenizantes de Egipto y de Libia, romanizantes de Italia y de España, árabes y cretenses, devotos de las islas del mar Egeo y prosélitos de las opulentas ciudades jónicas. Y ellos, judíos altivos, sutiles y despreciadores de la simplicidad galilea, oyen con pasmo que aquellos galileos de aspecto vulgar, con pinta de jornaleros y campesinos, hablaban en sus propias lenguas, en todas las lenguas conocidas. « ¿Qué novedad es ésta?», se preguntaban unos a otros, sin poder disimular su admiración. Pero como nunca faltan escépticos y malvados dispuestos a ridiculizar lo que no entienden, no tardó en aparecer el sarcasmo con mezcla de calumnia y blasfemia. «No seáis bobos — decían algunos pasando por entre la multitud—; esta gente está llena de mosto.» El Espíritu empieza a tener enemigos desde su aparición en la tierra, y los tendrá mientras haya hombres. Pero no en vano había descendido con aquel ímpetu triunfal. Poco antes se había dicho: «Juan bautizó en agua, vosotros seréis bautizados en el fuego.» Se acababa de realizar el bautismo prometido, y, con el bautismo, una radical transformación. Allí está el jefe de los ciento veinte que forman el pequeño escuadrón de Cristo. A él le toca repeler el insulto, vengar las palabras pronunciadas contra el espíritu de verdad. Pedro se adelanta en la terraza, dominando aquel oleaje imponente de cabezas, e impone silencio con la mano. Todas las miradas se fijan en él, en su gesto rudo, en su carne tostada, hecha de escoria, en su aspecto de pescador vulgar. ¿Qué ha pasado en este hombre? Poco antes dudaba todavía, soñaba en imperios terrenales, retrocedía cobardemente delante de una criada. Ahora su ademán se impone, su mirada es firme, su voz cae vibrante sobre la muchedumbre. Hay en él fuerza y majestad, lógica y sabiduría. Habla maravillosamente, rechaza la suposición de los burladores, cita al salmista y a los profetas y desarrolla con claridad y con nervio una doctrina que a él mismo debió de parecerle nueva: la trascendencia de la muerte de Cristo, el valor apologético de su resurrección, la gloria del día del Señor, los efectos de la redención en el mundo y las maravillas obradas por el bautismo en las almas. No, no es el vino lo que le hace hablar, es una ciencia celeste, una inspiración de lo alto, el soplo del Espíritu de Dios. Sabe lo que el Espíritu le enseña, sabe que nace un mundo nuevo, y tiene la conciencia diáfana de la alta misión que en ese mundo le compete. Él, tan vivo, tan impetuoso siempre él, que acaba de verse sumergido en un éxtasis sublime, se expresa con serenidad perfecta, con método y con precisión; sabe que en sus manos lleva el timón de un inmenso navío; oye la voz del Rabbí, que le ordena: «Mar adentro», y se lanza con vivacidad y sin vacilación, pero al mismo tiempo con todo el aplomo de un capitán experimentado. Y la red se va llenando; aquella elocuencia divinamente inflamada en valientes apostrofes y transportes ardientes conmovía a la turba; el globo de fuego que antes había empenachado la cabeza del Apóstol, salía ahora de su boca con impaciencias conquistadoras y dejaba en los corazones lumbres de amor y claridades de verdad. Y cuando Pedro terminó su discurso, el aire se llenó de voces de admiración, la multitud irrumpió en la casa, y miles de personas repetían su nombre, levantando hacia él sus manos, sus miradas y sus corazones sedientos de luz y enmohecidos en el pecado. Cerca de tres mil hombres, dicen los Actos, se agregaron aquel día a la Iglesia.

Tal fue la influencia del Espíritu en aquellos hombres que unos días antes «permanecían ocultos, con las puertas bien cerradas, por el miedo de los judíos». Su visita puso en ellos una pulsación nueva, una vibración de fuerza y de vida, que arrolla todos los obstáculos y ahuyenta todas las pusilanimidades. Era el cumplimiento de la palabra de Cristo: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que sobrevendrá en vosotros, para ser mis testigos hasta los últimos confines de la tierra.» Consumación de la vida íntima en Dios, remate supremo del ciclo misterioso de las operaciones divinas, a Él competía también esta infusión torrencial de la gracia, que era el coronamiento, la consumación de la obra de Cristo en la tierra. Es el dedo de la diestra de Dios, el soberano artista, que viene a dar el último toque a la estatua. Con su presencia, el alma de los Apóstoles se llena de verdad. Ya no hablan de suyo, como había anunciado el Maestro, sino que es Dios quien habla por su boca; ya no tienen que pensar en lo que han de responder a los judíos cuando se les lleve ante los tribunales; el Espíritu Santo es quien les inspirará la respuesta. Y nada más admirable que su primera respuesta, ante las amenazas del Sanedrín: «No podemos; es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.» Aquellos corazones vibran ahora en un santo frenesí y arden en un amor invencible. Amor personal, subsistente, de la vida en Dios, el Espíritu Santo es también como el soplo, la aspiración larga y amorosa que nos comunica la vida. El hálito vital que, según el relato del Génesis, esparció Dios sobre la materia formada del limo de la tierra, era el símbolo de este Espíritu que en el día de Pentecostés sopló con furia de tempestad ante las ventanas del Cenáculo, una fuerza incoercible descendía con Él sobre los hombres privilegiados que le recibieron. Ya no les importarán las cárceles, ni los suplicios, ni la muerte. Después de los primeros azotes, dice San Lucas, aquellos hombres estaban ebrios de gozo, porque se les halló dignos de sufrir a causa de nombre de Cristo. El amor mataba al miedo; la gloria se reía de la muerte. De sus cuerpos manaba la sangre del martirio; de sus ojos saltaban las lágrimas del contento. «Realmente—pensaban—hemos recibido el Consolador que nos prometió el Maestro.»

Pero no debemos olvidar una cosa: que la reunión del Cenáculo era la primera célula de la Iglesia, era la Iglesia misma, que hacía su primera aparición en el mundo. Los primeros creyentes figuraban allí a los cristianos de todos los siglos. Todos estábamos representados en la santa asamblea, todos recibíamos las lenguas de fuego y la fuerza del amor y la dulzura del consuelo; y el Espíritu vino, según había sido anunciado, para permanecer con nosotros eternamente. Después de veinte siglos, su claridad sigue cubriendo el mundo como una catarata. Continúa presente en la tierra, que vino a iluminar y purificar; recorre los siglos y los continentes derramando luz y calor, apareciendo unas veces como una brisa suave, imponiéndose otras con la violencia del tornado, poniendo su sello en los hombres de la Providencia, formando las almas de los santos, animando y vivificando a la Iglesia, sosteniéndola en los días de la prueba y de la persecución, iluminando a sus gobernantes, conservando su unidad, su fuerza y su hermosura. Huésped invisible del gran amor, flota sobre nosotros, se infiltra en nuestras inteligencias, penetra hasta el fondo de nuestras entrañas, y vive dentro de nosotros para ser nuestro descanso en el trabajo y nuestra sombra en el estío, para recoger nuestras súplicas, para calmar nuestras inquietudes, para secar nuestras lágrimas, para poner en torno nuestro séptuple muralla de fuego, los siete dones deslumbrantes de su munificencia.

¡Oh placer! ¡Con nosotros la eterna claridad, el fuego de los ojos de Dios, la encantadora lumbre del sol divino, la suprema beldad que alumbraba el Cielo antes de aparecer la aurora!

Ven, creador Espíritu; la gracia perfecciona la vida natural, rompe la criatura sus cadenas, la ley vieja se desmorona y el Hijo de Dios sube gozoso hacia la altura.

Ven, muerte, de la muerte, victoria de la vida, llama que no nos quema, agua que no nos sacia; el corazón doliente aguarda tu venida, y los labios febriles, la fuente de tu gracia.

Ven, saludable Espíritu del temor, ansiedad del que ama, principio de la sabiduría, aguijón del que duerme, grito de la verdad, angustia de no hacer lo que uno querría.

Ven, piedad, que eres útil para todas las cosas, y tú, celeste instinto, ciencia del bien y el mal, y tú que pones nimbos de inmarcesibles rosas en la sien de los mártires, ¡oh fuerza celestial!

Y tú, interior sentido de las cosas mejores, donde consejo, lumbre del místico aposento; y tú, sol claro, iris de los siete colores, don de sabiduría y don de entendimiento.

Venid, hálitos santos del santo inspirador; como Ana a Joaquín en la puerta dorada, le aguarda la Esposa, que, aunque no tiene nada, de su pecho y su boca os ofrece el amor.

Lecturas del 28/05/2023

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de un viento que soplaba fuertemente, que llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.
Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: « ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo.
Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo
Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Palabra del Señor.