miércoles, 4 de enero de 2023

04 de Enero - SANTA ISABEL ANA BAYLEY SETON

FAMILIA EPISCOPALIANA, EN CLIMA REVOLUCIONARIO

Isabel Ana Bayley nació en Nueva York, el 28 de agosto de 1774, en el seno de una familia episcopaliana: el doctor Richard Bayley y su esposa Catherine. Isabel fue bautizada en la Iglesia episcopaliana, de la que fue un miembro muy activo durante los primeros treinta años de su vida.

Cuando Isabel vino al mundo, su país se encontraba su-mido en las luchas revolucionarias que precedieron a la declaración de la independencia. La Guerra de los Siete Años (1756-1763) había modificado notablemente la situación de las colonias, a favor de los británicos, que extendieron sus dominios al Canadá y a Luisiana Oriental que eran de Francia, y a Florida, que estaba bajo la corona de España. La actuación de los colo-nos británicos había sido decisiva para la victoria, y a la guerra siguieron luchas entre colonos y gobierno, que llegó a convertirse en rebelión armada cuando los colonos sitiaron Boston, en 1775. Era el principio de la Guerra de la Independencia (1775-1783), que se firmó el 4 de julio de 1776, pero la guerra continuó hasta la firma del Tratado de París, o de Versalles, en 1783.

A los tres años Isabel quedó huérfana de madre. A pesar de eso —y de que su padre no era muy asiduo a los oficios religiosos episcopalianos, cuyos sermones tanto le aburrían, aun-que los biógrafos destacan sus buenas obras de caridad—, Isabel recibió una buena formación literaria, musical y bíblica, que fue la base de su vida espiritual. El doctor Bayley contrajo nuevo matrimonio, pero Isabel ya tenía cierta independencia: largas ausencias del hogar familiar, cultivo de la vida espiritual, asistencia asidua a los servicios religiosos...

 CASADA Y MADRE DE CINCO HIJOS

A sus 19 años, Isabel era una de las jóvenes más bellas de Nueva York: a la belleza corporal añadía sus excelentes cualidades espirituales y su fina sensibilidad ante el sufrimiento de los demás. Todo eso lo captó como nadie un rico hombre de negocios neoyorquino, William Magge Seton, que pidió su mano y contrajo matrimonio con Isabel el 25 de enero de 1794.

El matrimonio Seton tuvo cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Sin embargo, la atención a los deberes de esposa y de madre de familia numerosa no agotó la actividad de Isabel, atenta a los problemas de su entorno. En sus frecuentes visitas al templo episcopaliano, abría su corazón al pastor John Henry Hobart, en demanda de ayuda y dirección espiritual. En esa coyuntura, Isabel se lanzó a la aventura de fundar, con otras señoras de la sociedad neoyorquina, lo que llamaron Society for the Relief of poor Widows: sociedad para auxiliar a las viudas pobres. En su corazón cristiano cabían, además de su esposo, de sus hijos y de las viudas pobres, los necesitados, los enfermos y los moribundos. No es de extrañar que en la sociedad de Nueva York se la conociera como la Hermana de la Caridad protestante.

Sin embargo, las circunstancias hicieron que centrara todas sus fuerzas en la propia familia, cuando los negocios de su marido iban de mal en peor, hasta la bancarrota, y el propio William, que no encajó el duro golpe del infortunio, fue víctima de una terrible tuberculosis. Viendo su vida en peligro, el matrimonio decidió embarcarse hacia Italia, con la esperanza de que el buen clima mediterráneo curaría la tuberculosis. A finales de 1803 llegaron al puerto de Livorno, justo cuando había llegado la noticia de que la fiebre amarilla hacía estragos en Nueva York. Las autoridades sanitarias obligaron al matrimonio Seton, y a su hija Ann Mary de ocho años que les acompañaba, a guardar la cuarentena en un hospital del puerto. Las esperanzas de salud se frustraron con la muerte de William en Pisa, el 27 de diciembre de 1803.

 LA VIUDA ISABEL DESCUBRE EL CATOLICISMO

Ya antes de la muerte de William, el matrimonio Filicchi, ricos comerciantes católicos de Livorno, se mostraron tan hospitalarios y atentos a los problemas de los Seton en apuros, que Isabel se interesó por su religión católica. Aunque los Filicchi no se movían por afanes proselitistas, intentaron responder a las preguntas de Isabel, ya viuda, con tal delicadeza que la episcopaliana norteamericana nunca se sintió presionada para abrazar el catolicismo.

En ese especial catecumenado, Isabel, además del testimonio católico de sus amigos Filicchi, quedó gratamente impresionada al descubrir tres elementos capitales de la Iglesia católica: la presencia real y viva de Jesucristo en la Eucaristía, la devoción a la Virgen María como Madre de Dios y de la Iglesia, y el fundamento evangélico-apostólico de la Iglesia católica y del primado del papa, en la sucesión ininterrumpida desde Pedro hasta Pío VII, que por aquellos años era el obispo de Roma. Y tomó la decisión: sin perder los ricos elementos bíblicos de la tradición episcopaliana, Isabel abrazaría el catolicismo.

El 14 de mayo de 1805, Isabel fue admitida en la Iglesia católica, junto con sus hijos. La emotiva ceremonia se celebró en la iglesia de San Pedro de Nueva York. Una nueva vida se abría para la viuda de Seton: criticada e incomprendida por sus familiares y amigos, incluido el pastor Hobart, iniciaba una andadura en la Iglesia católica, que tanto le ayudaría a abrazar y asumir cristianamente las cruces que tenía y las que le llegarían.

 FUNDADORA, AL LADO DEL POBRE

El vacío que le hizo su familia dejó a Isabel en una precaria situación económica. Ella quería sacar adelante a su familia, pero no encontraba ni el cómo ni el dónde. Hasta que el padre Dubourg –que llegaría a obispo de Nueva Orleáns– le mostró el camino: dirigir una escuela para chicas en Baltimore.

Aunque Isabel no pretendía llevar una vida al estilo de las religiosas, la conversión al catolicismo había marcado para siempre su estilo de vida y su trabajo apostólico. Y aceptó la dirección de la escuela, desde luego por la necesidad de sacar adelante a sus hijos, pero sin perder de vista el campo de apostolado que se le abría al lado de las alumnas. De ahí que algunas, ante el testimonio de entrega y de caridad de Isabel, a favor de las alumnas y en el servicio a los pobres, decidieron permanecer a su lado: fue el principio de la futura congregación de las Hermanas de la Caridad de San José.

El 25 de marzo, día en que las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, muy admiradas por el padre Dubourg, renuevan sus votos, en este caso en 1804, pronunció Isabel privadamente los tres votos religiosos. Cinco años más tarde, la escuela fe-menina de Baltimore se trasladaba a Emmitsburg. Y Emmitsburg fue la cuna de la nueva congregación.

Isabel contaba con el apoyo del arzobispo de Baltimore, John Carroll, admirador de la trayectoria espiritual y apostólica de Isabel y de sus compañeras, que evocaban los inicios de las Hijas de la Caridad en París, en torno a San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. Por eso, a la hora de elegir una regla de vida, acudieron a las constituciones vicencianas, y las adaptaron a las especiales circunstancias y necesidades del momento y del lugar. El 17 de enero de 1810, cuando apenas hacía medio año que se habían trasladado a Emmitsburg, monseñor Carroll aprobaba oficialmente la nueva congregación, entonces de derecho diocesano, que se llamaría Hermanas de la Caridad de San José. Y el 19 de julio de 1813, Isabel, con otras dieciocho novicias, hacía su profesión públicamente.

Cuando todo hacía suponer que para Isabel era el principio de su recta final, salvados los problemas de toda nueva fundación, comenzaron a surgir dificultades y sufrimientos para la madre Isabel y la mamá Isabel: uno de sus hijos se descarrió por caminos ajenos a la vida cristiana, dos de sus hijas murieron en poco lapso de tiempo, varias religiosas del primer grupo también enfermaron y murieron, y no faltaron calumnias y dificultades económicas. El Señor probó a su sierva Isabel con toda clase de sufrimientos y de pruebas, que ella soportó con ente-reza cristiana y con absoluta conformidad con la voluntad de Dios. En medio de tantos sufrimientos que marcaron los últimos años de su vida, Isabel no perdió la paz del corazón, el optimismo fundado en la confianza en Dios, y la esperanza de quien se sabe en manos del Padre que tanto ama a sus hijos, quiere para ellos lo mejor y, porque puede, lo concede. Para cuantos vivían cerca de Isabel, aquella serenidad y optimismo que transmitía en medio de las pruebas era un constante referente a la fe viva que movía toda su vida.

Finalmente, también la enfermedad llamó a su puerta. E Isabel, que tanto sabía de enfermedades de otros, tuberculosis incluida, aceptó con la misma paz y serenidad aquel regalo de Dios, que entonces equivalía a muerte cercana: la tuberculosis. El 4 de enero de 1821 entregaba su alma a Dios en Emmitsburg, rodeada de sus hijas, a quienes animaba a vivir y morir como »hijas de la Iglesia». Dejaba la congregación en marcha y desde el cielo alentaría su difusión a favor de los pobres y enfermos: de las 50 religiosas que había en 1821 pasaron a 8.000 en 1975, cuando fue canonizada por Pablo VI.

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