miércoles, 16 de junio de 2021

16 de Junio - Santa Lutgarda

Nació Lutgarda en Tongres (Bélgica), en 1183 o el año siguiente, de una familia de la clase media, a cuyo padre no le interesaba nada la piedad, pues su afán primordial era formar a su hija para que brillara en el mundo. Con el fin de unirla en matrimonio con algún caballero distinguido, pensó prepararle una buena dote, y para ello entregó a un mercader inglés cierta cantidad de dinero para que comerciara con él y fuera aumentando cada año los fondos. Pero sucedió que los negocios le fueron adversos y en vez de aumentar el capital, casi lo pierde todo, ocasionándole no poco disgusto al ver desvanecidas las esperanzas sobre el futuro de su hija. Ella, por su parte, procuraba ataviarse lo mejor posible, cuanto le sugería su vanidad, sin faltar a la honestidad.

La madre, en cambio, pensaba muy distinto sobre el porvenir de Lutgarda. Toda su ilusión era que se mantuviera en gracia permaneciendo fiel a Cristo. Como veía que varios jóvenes la asediaban cuando todavía era una niña, tratando de entablar amistad con ella, y dándose cuenta de que les hacía bastante caso, trató de que ingresara en una especie de internado que tenían las benedictinas de Santa Catalina en Saint Troud, donde creyó que estaría resguardada de los peligros de encariñarse con un noviazgo prematuro. Aceptó a regañadientes, más por dar gusto a su madre que por inclinación natural a vivir encerrada.

Como no estaba sujeta al rigor de la clausura, aprovechaba todas las oportunidades para seguir alternando con jóvenes de otro sexo. Hubo alguno tan atrevido que llegó a propasarse más de la cuenta, si el mismo Cristo no velara por su sierva, en la esperanza de hacer de ella una esposa íntima.

La vida de Lutgarda hasta los dieciocho años no tiene nada de ejemplar. Aparecen en ella los síntomas de una chica de mundo que no tiene afecto al pecado, pero la piedad brillaba por su ausencia. Al llegar la hora de salir del internado fue cuando nuestra joven comenzó a reflexionar seriamente que el camino seguido hasta entonces tratando con jóvenes no llenaba su alma, antes notaba cada vez mayor vacío de felicidad. Entonces se resolvió volver de nuevo a las benedictinas, pero no en plan de internado, como antes, porque había pasado la edad, sino para aspirar a ser verdadera religiosa, solicitando el ingreso.

La madre se alegró al ver que se iban a cumplir sus buenos deseos de tener una hija consagrada a Dios. Las religiosas le abrieron la puerta, pero recordando la frivolidad que la caracterizaba en sus años de internado, se hicieron pocas ilusiones de hallar en ella un elemento benéfico para la comunidad, antes dudaban de su perseverancia.

Sin embargo, la conducta de Lutgarda fue desde el primer día de conversión sincera, llamando la atención de las religiosas el comportamiento ejemplar de aquella antigua educanda de cabeza poco asentada. «Pero su fervor de novicia fue tan extraordinario, que suscitó la envidia de sus compañeras que lo calificaron de fuego de paja, de grande intensidad al declararse, pero de efímera duración».

Poco a poco fue cambiando el ambiente de la comunidad respecto de aquella novicia, sobre todo desde el momento que advirtieron en ella fenómenos que salían fuera de lo corriente. Entre las varias cosas que refieren los biógrafos, cuentan que se hallaba orando fervorosamente y todas pudieron cerciorarse de que una luz radiante se posaba sobre su cabeza. La única que no se enteró del fenómeno fue ella misma, que no tenía otra ambición que servir cada día con mayor fidelidad a Cristo.

Al transcurrir el tiempo determinado por los cánones, se hicieron los preparativos para la profesión religiosa. De entre los sacerdotes presentes al acto, se hallaba uno que al llegar aquellas palabras del ceremonial: Ven esposa de Cristo, recibe la corona que el Señor te tiene preparada desde toda la eternidad, notó con singular estupor que las demás compañeras recibían, según costumbre, una corona de lino, menos Lutgarda, que la recibió de oro purísimo, muy hermosa y mayor que las otras. Admirado de esta novedad, preguntó al sacerdote que tenía al lado qué significaba aquello, juzgando que todos habían notado la diferencia. El interpelado, que no había notado nada anormal, se burló de él considerando que soñaba despierto. No replicó palabra, pero dio gracias a Dios de haber saboreado aquel portento delicioso, indicio manifiesto de algo grande que había de realizarse en aquella alma de selección.

La vida de Lutgarda resplandecía cada día con mayores fulgores, despertando en las religiosas vivos deseos de tenerla por prelada, y a pesar de que todavía no había cumplido los veinticuatro años, la eligieron unánimes a la primera vacante que se produjo en la comunidad. No le agradó nada aquella decisión, a la que sólo accedió después de haberle insistido los superiores que aceptara los planes de Dios. Su gobierno estuvo marcado por el signo de la suavidad, mezclado con una condescendencia maternal que arrastraba a las almas hacia el bien. Sólo para sí se mostró austera y exigente, y tal modo de actuar fue la mejor predicación y el medio más eficaz para obtener efectos saludables en sus hijas.

Varios años rigió la comunidad de Santa Catalina con el mayor acierto, pero su alma no hallaba paz, seguía mordiéndole una repugnancia total al cargo, que no había cesado un momento desde la elección. Se consideraba indigna de regir almas, añorando mejor la vida oculta sometida a obediencia. Como esto era difícil conseguirlo, trató de dar un paso serio. Antes expuso las ansiedades de su alma a un santo sacerdote, el cual, habiendo sopesado minuciosamente las razones expuestas, aprobó sus propósitos de un cambio de orden.

Renunció al cargo de abadesa y se encaminó a Aywiéres, monasterio del Císter que atrajo sus predilecciones por su mayor austeridad de vida, donde esperaba disfrutar de paz en la vida escondida entre el común de sus hermanas. Éstas la recibieron como ángel bajado del cielo por la aureola de virtuosa de que gozaba en todas partes. Pasó algún tiempo entregada a una vida de sacrificio, confundida con las demás en los puestos más humildes que suelen ser los que ocupan las aspirantes. Pero llegó un momento en que las religiosas pensaron en serio que aquella luz no era posible que estuviera escondida, sino que necesitaba colocarse en algún puesto alto para que pudiera alumbrar a las almas. Por eso pensaron que su puesto era colocarla al frente de la comunidad, o bien gobernando alguna de las fundaciones que se proyectaban.

Cuando llegaron a oídos de Lutgarda tales propósitos, se afligió en extremo. Le pidió a la Virgen Madre que le quitara toda facilidad para aprender el idioma francés -que era el que se hablaba en el monasterio-, gracia que obtuvo al instante, ya que es opinión de que, en los cuarenta años que transcurrió en la orden, jamás logró dominar la lengua, teniendo que usar intérprete para entenderse con sus hermanas. El prodigio no deja de llamar la atención, pues es su voz corriente que gozó del don de lenguas, fuera del caso presente que sucedió lo contrario.

Una vez alejado el peligro de tener que presidir a sus hermanas, no pensó más que darse sin descanso a una vida de oración y a la práctica de una piedad sólida que trascendía sobre las demás religiosas más adelantadas en virtud. Eran los días en que la herejía albigense estaba ocasionando grandes estragos en la Iglesia de Francia, y como una de las virtudes favoritas de la santa era trabajar y sacrificarse por la gloria de Dios, sin cesar elevaba sus brazos a lo alto implorando remedio eficaz para tantos males.

Sus plegarias fueron escuchadas. Cierta noche, en el fervor de su oración, se le apareció la Virgen con rostro un tanto melancólico, cosa ajena del semblante mariano lleno de dulzura. Extrañada la santa logró indagar la causa, oyendo de labios de la Virgen que se debía al proceder indigno de los albigenses, que intentaban crucificar de nuevo a Cristo. Para contrarrestar los estragos de la herejía, le rogaba que practicase un ayuno riguroso con objeto de volver a las almas al buen camino y dejaran de ofender a su divino Hijo.

«No fue necesario más -escribe un biógrafo- para que nuestra santa soltase las riendas a su llanto, y observase con el más exacto rigor el precepto de la Virgen. No ha habido hija en este mundo que así haya sentido la aflicción de su madre, ni esposa que tanto haya llorado la falta de su esposo, como sintió Lutgarda las afrentas de Cristo su Esposo, y la aflicción y tristeza de su Santísima Madre. Por espacio de siete años se mantuvo con sólo pan y cerveza, sin que hubiesen podido obligarla a que tomase otro alimento; y si alguna vez, en fuerza de la obediencia, se veía precisada a condescender con el gusto y mandato de sus superiores, no le era posible masticarlo y pasarlo por fauces.»

No es menor prodigio que en todos esos siete años, a pesar de un ayuno tan riguroso, no decayó en las fuerzas, antes desarrollaba todos sus trabajos como la religiosa más robusta. Dios la recompensó con la conversión de no pocos pecadores.

Lutgarda no nació santa, sino inclinada al mal, pero halló una gracia especial del Señor, correspondió a ella, comenzó a trabajar con denodado empeño y logró escalar las más altas cimas de la perfección. A partir de su conversión a Dios, todo cambió, por lo menos en la voluntad y en el deseo de superarse, porque la naturaleza humana no dejó de mostrar deficiencias en ella.

Como religiosa de vida contemplativa, utilizó los grandes medios santificadores que facilita. Su vida interior era tan intensa, su trato con Dios tan íntimo, que sobrecoge a quien se acerca a ella y contempla el grado al que se rebaja la omnipotencia divina, al someterse a su criatura. Escuchemos las palabras de su biógrafo: «Ni es menos maravillosa aquella llaneza y sinceridad grande con que hablando con Dios le decía: Señor, esto quiero y esto no quiero, y esto me habéis de conceder, aunque no queráis, y otras palabras semejantes, haciendo a veces de la enojada y regalona -digámoslo así- si no se le concedía al punto lo que pedía. Y gustaba su Majestad tanto dista llaneza de su trato, y dista atrevida confianza, que no sabía negarle nada de lo que le pedía, siendo la oración dista purísima virgen un suavísimo y dulcísimo entretenimiento para Dios que de semejantes llanezas y atrevimientos de amor se paga y satisface».

Suelen los artistas representar a los santos con un distintivo peculiar con objeto de poder identificarlos. A nuestra santa la representan arrodillada a los pies de un Cristo crucificado, el cual desclava un brazo de la cruz y estrecha a la santa contra su corazón. Tal distintivo tiene su fundamento histórico en el esfuerzo que hizo cierta madrugada en que, sintiéndose indispuesta por achaques, se había propuesto no acudir a los maitines, ante el temor de empeorar. Pero habiendo oído una voz muy clara que le ponía delante las grandes necesidades de la Iglesia y los muchos pecados que se cometían en el mundo, le faltó tiempo para arrojarse del lecho y correr a su sitial del coro olvidándose de los achaques.

Tal esfuerzo le mereció un singular favor: «Al entrar por las puertas del coro se le apareció Cristo crucificado vertiendo sangre por las cinco llagas, el cual, desclavando un brazo, la estrechó dulcemente contra su corazón, haciendo que sus labios se acercaran a la llaga preciosa de su costado. Los frutos reportados no pudieron ser más saludables. De momento desaparecieron de ella todos los achaques y su alma se fortaleció para seguir luchando contra sus enemigos. Desde aquel día, el costado de Cristo sería el mejor refugio al que se recogería en sus ratos de oración y cuando la naturaleza se le hacía más pesada por su flaqueza».

No puede haber amor intenso a Cristo sin que vaya entrelazado con el de su Madre Santísima. Como buena hija de San Bernardo, trató desde el primer día de asimilar en su alma la devoción mariana, llegando a vivir en intensidad ese amor que desembocaba en Cristo. Al llegar al claustro, bien pronto experimentó las delicadezas marianas con ocasión de unas angustias que invadieron su alma. Llevaba poco tiempo en el noviciado y algunas creían que su conversión era falsa. Ella se entristeció ante semejantes murmuraciones.

En tal situación se le apareció la Virgen, que acudió a confortarla y a disipar aquellas nubes mañaneras. Fue la primera sonrisa de la Madre del cielo, cuya visión fue tan íntima, que desde entonces ya jamás se preocupó del qué dirán, sino todo su afán lo pondría en ser fiel a su estado de consagración. La visión —añade su biógrafo— no pudo ser ilusoria por los efectos: «Quedó el alma de Lutgarda hecha un cielo de gloria, sereno y despejado, desterradas las tinieblas de los temores que la enturbiaban y deshecho el hielo de aquellos vanos recelos que la tenían presa». De entonces arranca aquella vida de perfección que no conocerá retroceso, sino siempre se manifiesta en ella una continua superación en el crecimiento de todas las virtudes. Aquel primer impulso de ascensión hacia Dios estaba convencido de que se lo comunicó la Virgen Santísima, la medianera de todas las gracias.

Deseando verse libre del cargo de abadesa en Santa Catalina, se encomendó a la Santísima Virgen, depositando a sus pies esta oración: «Madre y señora mía: ya sabéis el desconsuelo que lleva mi alma al dejar solas a estas mis hermanas e hijas vuestras. Yo no tengo a quién volver los ojos sino a vos, ni otro arrimo y amparo sino la piedad de vuestras entrañas con que acudís a todos los desamparados. Os suplico humildemente, Madre mía, que toméis debajo de vuestro amparo este convento y a todas estas vuestras hijas las miréis con ojos de misericordia con que soléis mirar a los que amáis».

Dicen los biógrafos que se le hacía cada día más penoso vivir en la tierra, lejos de la presencia del Amado que llevaba prendido en la ternura de su pecho enamorado. Suspiraba de continuo como el apóstol por verse desatado de las cadenas del destierro para estar con Cristo, lejos de tantas miserias como estaba presenciando en el mundo.

Cinco años antes de su muerte profetizó el momento de la misma, que no pudo fallar. Las duras penitencias a las que vivía sometida de continuo para obtener la conversión de los herejes albigenses y de los pecadores, unidas a los achaques propios de la naturaleza, minaron por completo su salud, de suyo endeble, que comenzó a flaquear de manera alarmante en la primavera de 1246. En esta situación, la enfermera le dice a la santa: « ¡Qué pena, su padre espiritual no lo sabe, si hubiera medio de avisarle!» A lo que le replicó: «No se preocupe, hermana, que el Señor me dará el consuelo de tenerle a mi lado». Así sucedió, porque sin saber nada el abad que la atendía, ofreciéndosele un viaje a Aywiéres, sintió una fuerza interna que le atraía hacia aquel monasterio en el que se presentó de improviso, encontrándose con el estado grave de la santa, a quien estuvo ayudando.

Poco tiempo después moría santamente el 16 de junio de 1246. Fue inhumada en un sepulcro honroso en la capilla mayor del monasterio, colocándose sobre ella un epitafio en versos latinos que resumía lo más saliente de su vida. Es abogada especial de las mujeres gestantes.

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