viernes, 14 de mayo de 2021

Santa María Dominica Mazzarello

En la órbita de San Juan Bosco un astro de primera magnitud había de ser Santa María Mazzarello. También los sueños proféticos del gran fundador habían de anunciarle las Hijas de María Auxiliadora. Él nos lo ha contado:

 "Un buen día atravesaba la plaza Vittorio en Turín. De repente me vi cercado por un pequeño ejército de chiquillas que cantaban, gritaban, chillaban. Apenas me vieron volaron en torno mío y clamaron: "¡Viva Don Bosco!... Tómenos también a su cargo. ¿No ve que estamos abandonadas?" "Otro tendrá que ocuparse de vosotras: yo estoy abrumado con tantos niños... Pero mientras ellas insistían, una Señora noble y con rostro como el sol resplandeciente se me apareció y me dijo:

 —Cuídamelas. Son hijas mías."

 Por entonces llegaba a Turín un fervoroso sacerdote, que tenía en un pueblecillo de los Alpes su asociación de Hijas de la Inmaculada: se llamaba don Pestarino y quería quedarse con Don Bosco en Turín.

 Pero el santo patriarca le dijo que volviera a su Mornese, a cuidar de sus congregantes; mientras tanto le consideraría como uno de los suyos.

 Le dio una medalla y una tarjetita para las dos principales, con estas palabras: "Orad, haced todo el bien que podáis a las jovencitas: haced lo posible por impedir el pecado, aunque sea venial."

 María y Petronila eran las dos obsequiadas y aconsejadas por Don Bosco, desconocidas entonces por él; por eso recibieron sorprendidas y maravilladas el regalo espiritual. Las dos, y sobre todo María, habían de ser las principales colaboradoras de San Juan Bosco en la fundación de las Hijas de María Auxiliadora, que también llamamos salesianas.

 María Mazzarello había nacido el 9 de mayo de 1837, en un pequeño barrio de Mornese, pueblecito alpino del Alto Monferrato.

 Muy semejante fue su infancia aldeana a la de Don Bosco en Becchi, aunque menos maravillosa en lances, visiones y prodigios.

 María, en su aldeíta de Mornese, primero, y luego en la vecina granja de la Valponasca, trabajó desde pequeñita en las viñas y sembrados, con diligencia y robusta laboriosidad. Todo era necesario en aquella familia, tan profundamente cristiana y ejemplar, bendecida por Dios con tres hijos y tres niñas; de todos, la mayor fue María y luego Feliciana, que también había de formar en el primer grupo de las salesianas.

 Siempre fue María muy piadosa: madrugaba y corría, a veces con nieve y antes de amanecer, a la iglesia (aún se conserva el pozo junto al que esperaba algunas veces a que le abrieran la iglesia), y otras desde la ventanita de su dormitorio miraba con devoción la torre de la parroquia lejana y le enviaba cánticos y jaculatorias.

 En el Catecismo era "Main" (Marieta) la primera: "No me dejaré ganar por ninguna, ni por los muchachos."

 Por eso el capellán, don Pestarino, la atendía con predilección; le permitió y aconsejó la comunión frecuente y aún diaria, cosa excepcional en aquellos días, aún con resabios del frío jansenismo.

 —¿Por qué no te haces monja? —le preguntaban los capuchinos que pasaban pidiendo limosna por la Valponasca, al verla tan piadosa y devota.

 —Yo monja en el claustro, no. Pero quiero ser toda de Jesús.

 Y era un ángel de pureza: el ángel de Mornese la llamaron.

 Angelina Maccagno, joven de unos veinte años, instruida, emprendedora, trazó, aconsejada por don Pestarino, el reglamento de una Pía Unión con las mejores jovencitas de Mornese: entre las cinco primeras estaba María Mazzarello; era el jardín de la Inmaculada; ellas las voluntarias de la Virgen.

 A sus diecisiete años, el 9 de diciembre de 1855, hizo la Mazzarello con sus compañeras, en la capilla privada de don Pestarino, su primera consagración a la Virgen. Eran el ejemplo del pueblo, el honor de la parroquia.

 El tifus fue una epidemia devastadora en Mornese. María, heroicamente, fue a cuidar a unos parientes apestados y contrajo la grave enfermedad, de la que un día de la Virgen del Rosario curó inesperadamente, Pero quedó debilísima, inútil para las duras labores del campo.

 Un día le dijo a su amiga Petronila:

 —Me voy a hacer sastra: cuando lo sea, reuniré a las niñas y las enseñaré el oficio y la piedad; me parece soñar viendo el castillo, y en él muchas niñas que hemos de formar. ¿Me acompañarás?

 No fue tan fácil realizarlo. Dificultades de la familia, ironías de los pueblerinos (¿pesaba la azada, eh?), falta de locales, con emigraciones como las de Don Bosco por los arrabales de Turín. Una temporada en casa Pampuro, su taller primero, luego en casa Maccagno por cinco liras al mes, más tarde las primeras internas en la residencia, con las dos mammas y maestras: Petronila y María. El taller va teniendo su oratorio festivo dominical. Entonces reciben el billetito del desconocido Don Bosco, pero lo besan como una reliquia.

 El 7 de octubre de 1864 viene de excursión a Mornese Don Bosco con un buen grupo de sus chicos, invitado por don Pestarino. Fue el primer encuentro personal de María Mazzarello con el fundador. Una emoción insólita la agitaba, un pronóstico de vida nueva y caminos extraordinarios.

 Desde entonces la vocación y la institución se van perfilando, El taller y el oratorio crecen. María es elegida presidenta de la Casa de la Inmaculada, con un grupo de siete congregantes consagradas a la obra; y en la altura, al pie del castillo, van a tener más amplias edificaciones para el colegio nuevo; Don Bosco vino a bendecirlo el 13 de diciembre de 1867.

 Congregó Don Bosco su Capítulo General en mayo de 1871; les expuso el proyecto de fundar un Instituto de religiosas, y precisamente aprovechando la fundación del colegio de Mornese. Con su aprobación corrió a exponer su proyecto a Su Santidad Pío IX, que lo aprobó cálidamente y lo bendijo. Con esto se fue a Mornese y propuso su plan a don Pestarino. Hubo grandes dificultades, el pueblo se creyó privado de un colegio para chicos, a María la reclamaba su familia...

 Pasó la tempestad y el 15 de agosto de 1867 el obispo de Acqui, con Don Bosco, recibían los votos primeros de once Hijas de María Auxiliadora, que pronto eligieron por superiora indiscutible a sor María Mazzarello.

 Don Bosco les compuso las Reglas y Constituciones, y desde la muerte de don Pestarino, en 1874, la dirección de Don Bosco orientó de la más bella manera salesiana la naciente congregación y le envió como directores generales al que había de ser gran misionero y cardenal Cagliero, a don Rúa, luego sucesor de Don Bosco; a monseñor Costamagna, todo el Estado Mayor de aquellos idílicos y prodigiosos comienzos de la familia salesiana.

 —Ahora soy del todo feliz —había dicho sor Mazzarello a su madre el día de su profesión religiosa.

 Con prudencia celestial y santidad rebosante sor María regía la naciente congregación y veía su crecimiento, primero en Europa, luego a las misiones de los jíbaros, luego por todo el mundo.

 La Congregación se consolida. Aconsejan a la superiora general, sor María, que vaya a pedir a Roma las bendiciones de Su Santidad y se excusa:

 —¿Cómo, señor director, me presentaré, que no haga perder nuestro buen crédito? Esperará el Papa ver una superiora instruida y capacitada, y se encontrará con una pobre aldeanita ignorante.

 La pobre aldeanita, sin embargo, era un prodigio de prudencia, de buen espíritu, de muchas virtudes y crecida santidad, ejemplar perfecto de la mejor hija de María Auxiliadora.

 En 1877 la Casa Generalicia se trasladaba a Nizza Monferrato, casa mejor comunicada y mayor para el gran crecimiento de la Institución, y allí, con su ejemplo y divinas ilustraciones, ejerce su maravilloso apostolado y forma un plantel de religiosas fervientes y superioras excepcionales que habían de levantar tan excelsa la eficacia y la fama de la Congregación.

 Pero su fin se acercaba. En 1880 dijo a sor Josefina, que se marchaba a América:

 —Yo moriré pronto: el Señor me ha escuchado cuando me ofrecí como víctima.

 Sor Josefina se fue a quejar a Don Bosco:

 —La madre me ha confiado el secreto de su holocausto. Ruegue al Señor que aplace el sacrificio. ¡Es tan necesaria!

 —La víctima es agradable a Dios: ha sido aceptada —respondió el Santo.

 Y tras una breve agonía, venciendo al diablo, que la inquietaba, con su canción fervorosa: Yo quiero amar a María, dijo a las hijas que lloraban:

 —A rivederci in paradiso.

 Y santamente expiró. Era el 14 de mayo de 1881, apenas cumplidos sus cuarenta y cuatro fecundos años.

 Bellísimo ejemplo de sencillez y santidad, de celo apostólico y de virginal pureza. Muy pronto los milagros habían de atestiguar sus heroicas virtudes. El 20 de noviembre de 1939 la llevaba como Beata a los altares Su Santidad Pío XI, y el 24 de junio de 1951 fue solemnemente canonizada por Su Santidad Pío XII, Sus reliquias fueron trasladadas a un bellísimo altar que en, su honor se erigió en la grandiosa basílica de María Auxiliadora, en Turín.

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