Uno de los puntos que suelen ponderarse en la primitiva historia de la Iglesia es que, no solamente se propagó rápidamente el Evangelio entre el pueblo y entre la gente sencilla, sino también entre los hombres cultos, entre los filósofos paganos, y aun en la alta sociedad romana. El hecho de la propagación del cristianismo entre la gente humilde no puede ponerse en duda. Por esto los controversistas paganos echaban en cara a los cristianos que su religión era sólo de gente simple y poco instruida. Esto es una aberración, pero es un hecho palpable, que todos podían ver, que, desde los apóstoles, fue principalmente la gente humilde la que abrazaba la doctrina de Cristo, que fue Él mismo pobre artesano.
Pero, además, ya desde el primer momento el Evangelio se introdujo igualmente entre las clases altas de la sociedad. Muy pronto encontramos entre los cristianos un buen número perteneciente a la gente de alto nivel social, a la gente ilustrada y aun a la nobleza. El procónsul Sergio Paulo, convertido por San Pablo en Chipre, Dionisio el Areopagita, filósofo convertido en Atenas; Pomponia Graecina, de la que habla Tácito; los Flavios y los Acilios y el senador Apolonio, de quienes hablan Suetonio y Dión Casio; todos los apologetas cristianos, a cuya cabeza debemos colocar a San Justino el Filósofo; todos estos nombres son buena confirmación de la verdad indicada.
Hasta en la corte se había introducido el Evangelio ya en el siglo I. Esta circunstancia conviene tenerla presente, pues demuestra la fuerza interna que poseía el cristianismo, ya que los varones, por el mero hecho de declararse cristianos, debían enfrentarse con un sinnúmero de dificultades, y aun las matronas romanas, si eran cristianas, se cerraban el camino para los más elevados puestos. Así San Pablo, en la Epístola a los filipenses, manda saludos principalmente a los de la casa del César y en la Epístola a los romanos nombra a otros que parece pertenecían a la corte. Por otra parte, sabemos que, en tiempo de Domiciano, Tito Flavio Clemente y su esposa Domitila eran cristianos.
Uno de los ejemplos más insignes de este hecho, tan significativo para el cristianismo, es el de San Pudente, cuya memoria celebra la Iglesia el día de hoy, a quien podemos añadir a su hija Santa Pudenciana, que también se conmemora en este mismo día. Según todos los indicios, este San Pudente, al que se refiere la fiesta litúrgica de hoy, es un noble romano, discípulo del papa San Pío I (140-155), que se distinguió en este tiempo por su entereza cristiana y la defensa de su fe frente a las impugnaciones paganas.
Más noticias poseemos de las dos hijas que tuvo de su esposa Savinella. Llamábanse Pudenciana y Práxedes, y fueron educadas por él en las verdades de la fe cristiana y en el más puro amor a Jesucristo. Son interesantes las noticias, históricamente bien probadas, que de ellas poseemos. Ambas pertenecen a los primeros casos, conocidos en la historia de la Iglesia, de vírgenes cristianas consagradas a Dios. En efecto, sabemos que, movidas del amor a Cristo, heredado de su padre Pudente, le consagraron su virginidad y convirtieron su casa en un santuario, adonde acudían incluso los papas a celebrar los misterios divinos y administrar los sacramentos y ocultarse cuando amenazaba algún peligro. Sabemos igualmente que ambas hermanas recibían y trataban a todos sus hermanos con la mayor caridad, y personalmente les servían, haciendo todos estos oficios con predilección a los más pobres. En esta forma se presentan a la antigüedad cristiana como insignes ejemplos de virginidad y de caridad a sus semejantes y amor sacrificado a los pobres. La muerte de Santa Pudenciana es señalada el año 160, en tiempo del emperador Antonino Pío (138-161). La de Santa Práxedes, algo más tarde.
Por su parte el noble Pudente, después de haber dado insigne ejemplo de virtud cristiana, según los datos que poseemos, murió el año 161, al final del reinado de Antonino Pío. Según algunas fuentes antiguas, sus restos mortales fueron sepultados en el cementerio de Santa Priscila, en la vía Salaria, y su casa, ya antes empleada muchas veces para la celebración de la liturgia cristiana, fue convertida en iglesia. Posteriormente fue designada con el título del Pastor.
De este Pudente, padre de las Santas Pudenciana y Práxedes, que vivieron en torno a los años 150-160, parece debe distinguirse otro Pudente, de fines del siglo I, que tal vez fue padre o abuelo del anterior. Era senador romano, y una antigua tradición romana nos testifica que fue discípulo de San Pedro y que recibió el bautismo de sus manos. Asimismo que lo recibió en su propia casa, donde el santo apóstol pasó algún tiempo ejerciendo allí sus ministerios apostólicos.
Por otro lado, según la misma tradición, conoció igualmente a San Pablo, y así parece referirse a él el Apóstol cuando, al fin de la Epístola II a Timoteo, escribe: "Eubulo, Pudente, Lino y Claudia os saludan". Más aún: muchos suponen que esta Claudia, aquí nombrada, era su esposa.
Otras noticias, conforme a esta antigua tradición, nos presentan al senador Pudente del siglo I como ejemplo de caridad cristiana. A la muerte de su esposa debió renunciar a todos sus bienes en favor de los pobres, e incluso a su propia casa, con el objeto de que, habiendo morado en ella y ejercido su ministerio el Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, fuera transformada en iglesia. Hecho esto, dedicóse el personalmente a la vida de servicio de Dios, a quien se consagró por entero después de haberle entregado todo lo que poseía. En uno de los martirológios se añade que "guardó inmaculada hasta su muerte aquella inocencia que recibió en el bautismo administrado por los apóstoles".
Pero, además, ya desde el primer momento el Evangelio se introdujo igualmente entre las clases altas de la sociedad. Muy pronto encontramos entre los cristianos un buen número perteneciente a la gente de alto nivel social, a la gente ilustrada y aun a la nobleza. El procónsul Sergio Paulo, convertido por San Pablo en Chipre, Dionisio el Areopagita, filósofo convertido en Atenas; Pomponia Graecina, de la que habla Tácito; los Flavios y los Acilios y el senador Apolonio, de quienes hablan Suetonio y Dión Casio; todos los apologetas cristianos, a cuya cabeza debemos colocar a San Justino el Filósofo; todos estos nombres son buena confirmación de la verdad indicada.
Hasta en la corte se había introducido el Evangelio ya en el siglo I. Esta circunstancia conviene tenerla presente, pues demuestra la fuerza interna que poseía el cristianismo, ya que los varones, por el mero hecho de declararse cristianos, debían enfrentarse con un sinnúmero de dificultades, y aun las matronas romanas, si eran cristianas, se cerraban el camino para los más elevados puestos. Así San Pablo, en la Epístola a los filipenses, manda saludos principalmente a los de la casa del César y en la Epístola a los romanos nombra a otros que parece pertenecían a la corte. Por otra parte, sabemos que, en tiempo de Domiciano, Tito Flavio Clemente y su esposa Domitila eran cristianos.
Uno de los ejemplos más insignes de este hecho, tan significativo para el cristianismo, es el de San Pudente, cuya memoria celebra la Iglesia el día de hoy, a quien podemos añadir a su hija Santa Pudenciana, que también se conmemora en este mismo día. Según todos los indicios, este San Pudente, al que se refiere la fiesta litúrgica de hoy, es un noble romano, discípulo del papa San Pío I (140-155), que se distinguió en este tiempo por su entereza cristiana y la defensa de su fe frente a las impugnaciones paganas.
Más noticias poseemos de las dos hijas que tuvo de su esposa Savinella. Llamábanse Pudenciana y Práxedes, y fueron educadas por él en las verdades de la fe cristiana y en el más puro amor a Jesucristo. Son interesantes las noticias, históricamente bien probadas, que de ellas poseemos. Ambas pertenecen a los primeros casos, conocidos en la historia de la Iglesia, de vírgenes cristianas consagradas a Dios. En efecto, sabemos que, movidas del amor a Cristo, heredado de su padre Pudente, le consagraron su virginidad y convirtieron su casa en un santuario, adonde acudían incluso los papas a celebrar los misterios divinos y administrar los sacramentos y ocultarse cuando amenazaba algún peligro. Sabemos igualmente que ambas hermanas recibían y trataban a todos sus hermanos con la mayor caridad, y personalmente les servían, haciendo todos estos oficios con predilección a los más pobres. En esta forma se presentan a la antigüedad cristiana como insignes ejemplos de virginidad y de caridad a sus semejantes y amor sacrificado a los pobres. La muerte de Santa Pudenciana es señalada el año 160, en tiempo del emperador Antonino Pío (138-161). La de Santa Práxedes, algo más tarde.
Por su parte el noble Pudente, después de haber dado insigne ejemplo de virtud cristiana, según los datos que poseemos, murió el año 161, al final del reinado de Antonino Pío. Según algunas fuentes antiguas, sus restos mortales fueron sepultados en el cementerio de Santa Priscila, en la vía Salaria, y su casa, ya antes empleada muchas veces para la celebración de la liturgia cristiana, fue convertida en iglesia. Posteriormente fue designada con el título del Pastor.
De este Pudente, padre de las Santas Pudenciana y Práxedes, que vivieron en torno a los años 150-160, parece debe distinguirse otro Pudente, de fines del siglo I, que tal vez fue padre o abuelo del anterior. Era senador romano, y una antigua tradición romana nos testifica que fue discípulo de San Pedro y que recibió el bautismo de sus manos. Asimismo que lo recibió en su propia casa, donde el santo apóstol pasó algún tiempo ejerciendo allí sus ministerios apostólicos.
Por otro lado, según la misma tradición, conoció igualmente a San Pablo, y así parece referirse a él el Apóstol cuando, al fin de la Epístola II a Timoteo, escribe: "Eubulo, Pudente, Lino y Claudia os saludan". Más aún: muchos suponen que esta Claudia, aquí nombrada, era su esposa.
Otras noticias, conforme a esta antigua tradición, nos presentan al senador Pudente del siglo I como ejemplo de caridad cristiana. A la muerte de su esposa debió renunciar a todos sus bienes en favor de los pobres, e incluso a su propia casa, con el objeto de que, habiendo morado en ella y ejercido su ministerio el Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, fuera transformada en iglesia. Hecho esto, dedicóse el personalmente a la vida de servicio de Dios, a quien se consagró por entero después de haberle entregado todo lo que poseía. En uno de los martirológios se añade que "guardó inmaculada hasta su muerte aquella inocencia que recibió en el bautismo administrado por los apóstoles".
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