viernes, 11 de octubre de 2019

ESPECIAL - Divina Maternidad de la Santísima Virgen


La solemnidad de Santa María Madre de Dios es la primera fiesta mariana que apareció en la Iglesia occidental. Originariamente la fiesta remplazaba la costumbre pagana de las « strenae » (estrenas), cuyos ritos contrastaban con la santidad de las celebraciones cristianas. El « Natale Sanctae Mariae » comenzó a celebrarse en Roma hacia el siglo VI, probablemente junto con la dedicación de una de las primeras iglesias marianas de Roma, esto es, Santa María Antigua en el Foro Romano. La última reforma del calendario pasó al 1 o. de enero la fiesta de la maternidad divina, que desde 1931 se celebraba el 11 de octubre en recuerdo del Concilio de Efeso (431), que proclamó solemnemente una verdad muy amada por el pueblo, es decir, que María es verdadera Madre de Cristo, que es verdadero Hijo de Dios.

Nestorio se había atrevido a decir: « ¿Entonces Dios tiene una madre? Pues entonces no condenemos la mitología griega, que les atribuye una madre a los dioses »; pero San Cirilo de Alejandría replicó: « Se dirá: ¿la Virgen es madre de la divinidad? A eso respondemos: el Verbo viviente, subsistente, fue engendrado por la misma substancia de Dios Padre, existe desde toda la eternidad... Pero en el tiempo él se hizo carne, por eso se puede decir que nació de mujer ». Jesús, Hijo de Dios, nació de María.

De esta excelsa y exclusiva prerrogativa le vienen a la Virgen todos los títulos de honor que le atribuimos, aunque podemos hacer una distinción entre la santidad personal de María y su maternidad divina, pues Cristo mismo la sugirió: « Una mujer, alzando la voz entre la multitud, gritó: Dichoso el seno que te llevó, y los pechos que te amamantaron'. Pero él le dijo: Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican' » (Lc 11, 27-28).

En realidad, María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo bajo él y con él, por la gracia de Dios omnipotente, al misterio de la Redención.

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