jueves, 10 de enero de 2019

Pablo de Tebas

A la era de los mártires va a suceder la de los monjes, y tras de las rosas espléndidas de la persecución se nos presentan las flores perfumadas de la soledad. Y si es maravilloso y escalofriante el relato de la muerte de los héroes inmortales de la fe, no va a ser menos gloriosa la historia de los atletas de la penitencia, que hicieron popular el nombre de la Tebaida. Es una historia llena de variedad; la emoción patética se junta con ella con la más alta grandeza moral, y lo sublime se roza con una épica sencillez.

El San Esteban de aquella raza de hombres, ingenuos como niños y fuertes como gigantes, el protoeremita, es San Pablo el Tebano. Fue la persecución quien llevó al desierto a este primer explorador de sus maravillosos tesoros. Decio acababa de lanzar sus decretos de proscripción contra los adoradores de Cristo (250). Unos morían generosamente en los tormentos; otros se consumían en los calabozos; otros renegaban cobardemente de la fe. Alma heroica, Pablo escuchaba los relatos que llegaban de Alejandría o de Roma, orgulloso de su nombre de cristiano; pero su carne se estremecía al pensar en aquellos tormentos. El terror o la prudencia le obligaron a esconderse con una hermana suya en una casa de campo, situada no lejos del Nilo, en aquella parte de la Tebaida inferior donde había nacido. Era entonces un muchacho de dieciséis años, rico, generoso, de suaves maneras y bien preparado en las letras egipcias y helénicas. De pronto averigua que los perseguidores se preocupan de él, y que su acusador es el marido de su misma hermana. Apreciando su fe más que todas las riquezas, huye de nuevo, abandona todas sus posesiones y ya no se le volvió a ver en su casa.

Su intención era, al principio, ocultarse mientras pasaba la Tormenta; pero poco a poco los horrores del desierto le parecieron más amables que las delicadezas de la ciudad, y la compañía de las fieras más grata que el trato con los hombres. Después de caminar varios días por tristes arenales, vio una montaña blanca, que erguía su cabeza desnuda en medio de la soledad y corrió a ella, presintiendo que allí había de encontrar el abrigo que necesitaba. No tardó en descubrir la boca de una gruta, cuya entrada aparecía interceptada por un gran bloque de piedra. Retiróle como pudo, y dio con un vestíbulo formado por las ramas entrelazadas de una palmera, y al pie, una fuente cristalina, cuyas aguas se perdían en la tierra a poca distancia del manantial. Todo el paraje estaba sembrado de ruinas de edificios, de limaduras metálicas, de fragmentos de yunques, buriles y martillos, restos de una ceca furtiva que allí había funcionado en tiempo de Cleopatra. «Buen lugar para esconder malhechores—se dijo el fugitivo—; las autoridades romanas no podrán encontrar a un cristiano en este refugio de fieras.» Y allí se quedó, sin pensar más en las riquezas que había dejado allá lejos, ni en el porvenir brillante que le aguardaba, ni en sus amigos, ni en sus maestros. Cuando sus vestidos se le cayeron hechos pedazos, se hizo una túnica con hojas de palmera. Las hojas del árbol le vestían, su fruto le alimentaba, el agua de la fuente apagaba su sed.

Pasaron diez, veinte, cincuenta años; pasó casi un siglo. Siempre la misma vida: rezar y meditar, meditar y rezar y luchar con el enemigo bajo un cielo caliginoso, en un campo abrasado por los rayos del sol, entre el misterio silencioso de la soledad, taladrado por los rugidos largos y solemnes de los leones. Todo igual en la tierra calcinada; y era preciso alzar mucho la vista para percibir, en la dulzura de los ocasos, los espejismos suntuosos del crepúsculo, creando mundos ideales, paisajes inauditos, montañas de fuego, que coronaban caprichosas cresterías; torres místicas, que escondían sus cabezas en el infinito; suaves lagos, donde palpitaban aguas de nácar o de amatista; vastos ríos, unas veces rojos, otras verdes, otras azules, como aquel Nilo milagroso que fecundaba las tierras de Egipto. Pero el solitario, aquel solitario que durante veinte lustros no habló más que con Dios, el más perfecto solitario que ha existido jamás, despreciaba todo aquel aparato fugitivo, como los bienes de la tierra, para fijar sus ojos en el mundo del otro lado, aquel que siempre se presentaba a su vista con la misma riqueza, con el mismo hechizo, con la misma hermosura inalterable. Aunque hubiera tenido que vivir cien siglos en aquella gruta no se habría cansado de contemplarle.

Pero un amanecer oyó ruido a la puerta de la cueva. Primero, el rodar de un cuerpo que se desplomaba junto a la puerta de la entrada. ¿Será una lucha de fieras?, pensó, y rápidamente cerró la puerta. Después, una voz temblorosa y suplicante. «Seguramente—decía—tú sabes quién soy; Dios te lo ha revelado. No soy digno de verte, pero no me cierres la caverna que está abierta a las bestias feroces. Te he buscado a través de todos los peligros, y dispuesto estoy a aguardar la muerte llamando junto a tu palacio.»

Pablo no se había olvidado de hablar. «Nadie suplica con voz amenazadora. ¿Cómo quieres que te reciba si dices que vienes para morir?» Tampoco se había olvidado de sonreír. Sonreía beatíficamente, mientras abría la puerta y se dejaba caer en los brazos del extraño visitante, pronunciando esta sola palabra:

—¡Antonio!

—¡Pablo!—respondió el recién venido, y los dos viejos se dieron un largo abrazo.

Eran dos viejos, efectivamente: Antonio, el padre ilustre de los monjes egipcios, tenía entonces noventa años; Pablo, el primer ermitaño, más de ciento. Dios era el que milagrosamente disponía aquel encuentro memorable que la inspiración ha inmortalizado en los lienzos y en los poemas. Aquel día los dos rezaron juntos, dieron gracias a Dios, y nuevamente cambiaron el ósculo de paz. Después se sentaron al pie de la palmera y charlaron amistosamente. «Aquí tienes al hombre que has buscado con tanto afán: un verdadero carcamal, una casa llena de goteras; una vejez que se desmorona y una cabellera blanca e inculta.» No hay nada más bello y más humano que este pudor que siente al verse de nuevo ante los hombres el que casi un siglo antes, bello, joven, sonriente, había abandonado la compañía de los hombres. «Pero la caridad todo lo disimula», añade, y sintiendo la necesidad de ponerse de nuevo en contacto con sus semejantes, pregunta: «Dime, ¿cómo va el mundo? ¿Quién reina en él? ¿Se hacen nuevos edificios? ¿Hay todavía hombres ciegos que adoran a los demonios?»

Rápidamente fue Antonio relatando al anacoreta las cosas que habían pasado en la tierra desde hacía un siglo, los horrores de la última persecución, la conversión de Constantino, la derrota de la idolatría, la aparición del egipcio Arrio, la gloria de Nicea, la lucha contra los herejes, en la cual derrochaba prodigios de ciencia y de valor Atanasio, el patriarca de Alejandría, «este grande hombre—decía Antonio—, que es el defensor de la divinidad del Verbo y la lámpara de la Iglesia, y cuyo manto guardo yo como un tesoro celestial». Así hablaba el monje, cuando un cuervo, revoloteando sobre su cabeza, vino a posarse cerca de él, trayendo un pan en el pico. «Mira, hermano—dijo Pablo, sonriente—. Hace sesenta años que Dios me envía de ésta manera medio pan; pero hoy, por estar tú, se ha doblado la ración.» Los dos viejos renovaron la acción de gracias y comieron sentados junto a la fuente. Pero al llegar el momento de partir el pan, suscitóse entre ellos una acalorada disputa. Decía Pablo que el deber de la hospitalidad le obligaba a ceder a Antonio aquel honor; Antonio, en cambio, insistía en los derechos de la vejez. Al fin, convinieron en que cada uno tomase una parte de pan y, tirando en sentido contrario, guardase la parte que se quedase en sus manos.

Durante la refección, Pablo dijo a su comensal: «Has de saber, hermano, que mi última hora se acerca. Habiendo deseado siempre estar unido con Cristo, sólo me queda recibir la corona de la justicia. Ruégete, por tanto, hermano mío, que vayas a buscar el manto del grande Atanasio, y vuelvas para enterrarme con él, pues quiero morir en su fe.» Lloró Antonio al oír estas palabras, pero no se atrevió a replicar; y así, bajando los ojos y las manos, se volvió hacia sus discípulos: «¡Ay de mí, miserable pecador!—decía al verse de nuevo en medio de ellos—. ¡Ay de mí, que llevo sin merecerlo el nombre de solitario! He visto a Elias, he visto a Juan en el desierto; o, hablando en puridad de verdad, he visto a Pablo en un paraíso.» Y dejando intrigados a sus discípulos con estas lamentaciones, desapareció otra vez, perdiéndose en la llanura. A los tres días llegó a la caverna de las maravillas; pero ya no encontró a su amigo, sino sólo el cadáver, de rodillas, con la cabeza levantada y los ojos clavados en el cielo. Agobiado por el dolor cayó al suelo, y con la cabeza hundida entre la arena, decía: «¡Ay, Pablo, hermano mío!; ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué no he merecido siquiera despedirte? ¿Por qué te pierdo tan pronto habiéndote conocido tan tarde?» Después, repuesto del dolor, el buen viejo lavó el cuerpo de su amigo, le cubrió con el manto del patriarca, y, rezando himnos, le sepultó al pie de la palmera. Al volver a su monasterio, entornaba una y otra vez la cabeza, como si no acertase a separarse de aquel lugar. Sólo le consolaba en su tristeza la túnica de hojas de palmera, recuerdo precioso del muerto, que en adelante se pondrá él todos los años en los días solemnes de Pascua y Pentecostés.

San Jerónimo, narrador de este relato, le termina con estas bellas reflexiones: «Yo pregunto a los que tienen fortunas fabulosas, yo les pregunto: ¿Qué es lo que ha faltado a este viejo despojado de todo? Vosotros bebéis en copas de piedras preciosas; él saciaba su sed con el cuenco de la mano. Vosotros buscáis telas tejidas de oro; él iba vestido como el menor de vuestros esclavos. Pero el cielo se ha abierto para este pobre, y toda vuestra magnificencia no podrá impedir que vosotros seáis arrojados a los infiernos. Aunque desnudo, él conservó la blanca vestidura de su bautismo; vosotros, en cambio, la habéis perdido con vuestras vestiduras fastuosas. Por mi parte, prefiero la túnica de Pablo a la púrpura de los reyes.»

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