lunes, 13 de agosto de 2018

San Máximo el Confesor

A San Máximo el Confesor puede considerársele como el último testigo de la Iglesia aún indivisa, todavía unida, que lucha denodadamente, en Oriente y Occidente, por defender la fe ortodoxa frente a los persistentes errores y herejías. En su vida personal y en su doctrina, Máximo hizo suya la síntesis de toda la «ecumene» propia de la tradición cristiana (Oriente Medio, Bizancio, Cartago, Roma...). Y con su martirio puso el sello a su inalterable equilibrio, justo antes de que se desgajasen y desmoronasen las Iglesias de Oriente y África bajo el implacable empuje del Islam, y antes del cisma que arruinó la romanidad cristiana, griega y latina, y que fue la consecuencia más visible del progresivo repliegue de la ecumenicidad eclesial y del imperio durante el siglo VII.

Efectivamente, este siglo va a suponer un cambio radical en el panorama histórico de la cristiandad universal, y por tanto de Oriente y Occidente, con Bizancio en el centro. A su término, la historia marcará la llegada de un nuevo kairós (oportunidad) y nuevos caminos para la ecumene, y los pueblos, la Iglesia y el imperio romano presentarán un desarrollo y un rostro bien diferentes. San Máximo el Confesor, sin pretenderlo, se halla justamente en el centro mismo de esos cambios, al comienzo del nuevo giro histórico.

PRIMEROS AÑOS

En el proceso que se siguió contra él en Constantinopla el año 654, al preguntarle el juez cuántos años tenía, contestó: »»Setenta y cinco», lo que ha hecho que la mayoría de los autores fijen su nacimiento entre 579 y 580, y en la misma Constantinopla. En su infancia y juventud, pues, conoció los últimos destellos del siglo de Justiniano, pero también asistió a los primeros episodios del que será casi continuo repliegue de las fronteras del imperio: la pérdida parcial de Italia, por la invasión de los lombardos, y el progresivo asentamiento de los avaros y eslavos en los Balcanes, repliegue que se hizo irreversible cuando los sucesivos emperadores, Mauricio, Focas y Heraclio, tuvieron que abandonar esas zonas para poder hacer frente a los persas por el Este y por el Sur, y salvar las de Asia, corazón del imperio.

Durante este tiempo, Máximo creció, se formó y recibió la educación que le correspondía según el rango y posición económica y social de su familia. Ciertamente, de su familia no sabemos nada, pero la trayectoria de su vida religiosa y la sólida formación intelectual que recibió hacen suponer que era una familia cristiana y de posición más bien elevada. De hecho, en la formación superior de Máximo, pudo hallar para él una alternativa que paliara las consecuencias del cierre de la Universidad de Constantinopla por obra del bárbaro Focas. No fue reemplazada hasta años más tarde, ya bajo Heraclio, cuando éste instituyó una escuela o academia cristiana, dirigida por el último representante de la escuela filosófica de Alejandría, Esteban, con lo cual, en adelante, la educación superior de los jóvenes quedaría bajo la dirección del patriarca.

La tradición hagiográfica ha venido repitiendo que Máximo llegó a ser primer secretario del emperador Heraclio, que fue coronado el 5 de octubre de 610. Pero, según el gran especialista del santo, Juan Miguel Garrigues, la única base histórica de esta afirmación parece ser la expresión del emperador Constante cuando, refiriéndose a él, después del primer proceso de 655, dice: ,Traed al monje Máximo, con todo miramiento y todos los honores, atendiendo a su vejez y a su debilidad, pues sirvió a mis antepasados, que le apreciaron» (Acta II 24). La afirmación de esa «protosecretaria» quizás fue, en todo caso, la mejor manera que halló la tradición para decir que Máximo, antes de hacerse monje, frecuentó los ambientes más altos y cercanos a la corte imperial.

Lo cierto es que su correspondencia epistolar, dirigida a los más altos dignatarios del imperio, manifiesta bien a las claras su facilidad para moverse en esos ambientes, tan difíciles por otra parte, lo que no se explica bien si no hubiera formado parte de ellos algún tiempo. Parece fuera de toda duda que su familia era cristiana y que Máximo no recibió solamente una buena educación intelectual, sino que también adquirió en doctrina cristiana suficiente base como para edificar luego sobre ella su magnífica síntesis teológica, con la que hizo frente a los errores doctrinales de su tiempo.

MONJE

Como hemos apuntado, el emperador Heraclio, al hacerse con el trono, recibió de sus inmediatos predecesores un imperio en franca ruina, muy lejos ya del esplendor del siglo antecedente. El peligro más inmediato y más de temer era ahora la presión de los ejércitos persas, que habían llegado hasta Capadocia y Cilicia, ayudados en muchos casos por los monofisitas (que no habían aceptado el Concilio de Calcedonia), resentidos por las medidas que contra ellos había tomado el emperador Focas.

Sin embargo, nada de esto parece haber interferido u obstaculizado la decisión de Máximo de hacerse monje. Ni siquiera le hizo cambiar de propósito la caída de Jerusalén en poder de los persas el 5 de mayo de 614, hecho que consternó a toda la cristiandad. Ignoramos los motivos y las circunstancias de su decisión de abrazar la vida monacal. Quizás quiera ser alguna pista el capítulo 67 de la Cuarta centuria sobre la caridad: «Algunos actos de los que realizamos por Dios los realizamos por mandato; otros, no por mandato, sino, como alguien diría, como ofrenda espontánea. Así, por mandato: amar a Dios y al prójimo, amar a los enemigos, no cometer adulterio, no matar, etc.: si los transgredimos, se nos condena. No por mandato: la virginidad, el celibato, la pobreza, la vida solitaria, etc.; estos actos son como dones, de modo que, si por debilidad, no podemos cumplir bien algún mandamiento, con nuestros dones podamos volver propicio a nuestro buen Señor». En todo caso fue una decisión irrevocable.

La fecha de su retiro monástico puede fijarse en torno al 615, pues, por declaración propia, sabemos que el monje Anastasio comenzó a ser compañero y discípulo de Máximo el año 617. Por aquel tiempo, Constantinopla estaba rodeada de más de setenta monasterios, entre los cuales había especialmente cuatro que Máximo podía considerar adecuados para su ingreso en la vida monástica: San Juan Dálmata, con sus casi tres siglos de historia; San Trifón, entre Santa Sofía y el Cuerno de Oro; San Juan Bautista del Studion, con más de mil monjes; y sobre todo, el Ireneon, en la costa asiática, de los monjes «Akemetes» [los que no se acuestan], que día y noche se sucedían por grupos en la oración y alabanza divina, de modo que ésta no conociera interrupción en ningún momento. Pero en ninguno de ellos quedó traza alguna de que Máximo estuviera viviendo en ellos por poco tiempo que fuera. Sin duda los encontró demasiado ricos en evocaciones de historia, de santos, de tradiciones, de bienes, etc.

Máximo se decidió por el monasterio de Filípico, en Crisópolis, el barrio asiático de Constantinopla (hoy Scutari), dedicado a la Madre de Dios y de reciente fundación (en 594, por el cuñado del emperador Mauricio, Filípico), un monasterio sin fama ni gloria especial, de cuya orientación teológica y espiritual ignoramos, lamentablemente, casi todo, de lo contrario sabríamos qué ambiente doctrinal y espiritual encontró Máximo al hacer su entrada. Sin embargo, ese ambiente no parece que fuera muy diferente del que hallamos descrito en la Historia Lausíaca y en las Vidas de los Padres, sólo que tamizado por la acción del tiempo, de la experiencia y de la maduración, sin las grandes y a veces extrañas hazañas ascéticas de los primeros tiempos y con nuevas preocupaciones, de carácter menos práctico y más teórico.

En todo caso, es evidente que Máximo se inició en la reflexión teológica, que tan importante sería para su futuro, en un ambiente auténticamente monástico, aunque utilizando los recursos filosóficos y retóricos acopiados a lo largo de su formación intelectual. No cabe duda de que en ese ambiente predominaban todavía los problemas especulativos y prácticos planteados por la doctrina de Orígenes: en las primeras obras de Máximo, son éstos los problemas que aparecen reflejados, más que los propiamente cristológicos, y por supuesto, en la línea de la tradición evagriana. Máximo no sólo estudió estos problemas en el sentido que preocupaba a los monjes, sino que debió de remontar el curso de su historia a través de los mejores y más seguros intérpretes de Orígenes, comenzando por el Pseudo-Dionisio y centrándose sobre todo en los grandes capadocios, particularmente en Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, dentro siempre del marco de la corriente espiritual que arranca de San Macario y le llega a través de Diadoco de Fótice. En sus primeras obras van apareciendo estos temas y se pone de manifiesto que, equilibrando dialécticamente las posturas origenista y dionisiana, consigue abrirse un camino propio y original de reflexión teológica en que destacan sus ideas más personales, comenzando por la primacía de la caridad y siguiendo por la divinización.

FUGITIVO

El año 625 llevó a los bárbaros del Norte, avaros y eslavos, casi hasta las mismas puertas de Constantinopla, tras apoderarse de Dalmacia, el Ilírico y Macedonia. Y el año 626 conoció una temible reacción de los persas a los intentos del emperador Heraclio de reconquistar sus territorios de Oriente. Y todos, persas y bizantinos, ¡bien ajenos a lo que se estaba ya fraguando en Arabia, con el nacimiento del Islam! Pero dominaba lo inmediato: los ejércitos persas, al mando de Sahrbarak, habían llegado hasta Calcedonia. El terror fue general, y la comunidad monástica de Máximo optó por la dispersión. Máximo no regresaría más. ¿Adónde se dirigió?

Por una carta dirigida a Sofronio de Jerusalén y fechada en Pentecostés del año 632, sabemos que por esas calendas se hallaba en Cartago. ¿Por dónde anduvo esos seis años intermedios? Lo ignoramos. Sólo sabemos que estuvo en Creta y que allí se enfrentó, en disputa doctrinal, con algunos obispos monofisitas moderados (línea de Severo de Antioquía). Que sepamos, éste fue su primer encuentro con las controversias cristo-lógicas. Y si tenemos en cuenta su posterior correspondencia con el chipriota Marino, podemos suponer que quizás también estuvo en Chipre, antes de saltar al Norte de África. Según la crítica moderna, aquí llegó entre el 628 y el 630, siempre acompañado de su fiel discípulo, el monje Anastasio.

En carta dirigida a su antiguo superior, Juan de Cízico, Máximo habla ya de Sofronio, el futuro patriarca de Jerusalén, como su abad y padre espiritual, y por otros conductos se sabe con certeza que Sofronio se hallaba en Alejandría el año 633.

Es un momento crucial en la vida del imperio y de la misma cultura romano-bizantina. El año 630, Heraclio ha logrado derrotar a los persas, reconquistar los territorios perdidos y sobre todo Jerusalén, donde el 21 de marzo erige de nuevo la santa Cruz, devuelta por los persas, acto que pone fin a la primera gran guerra «por la fe» -cruzada— de la era cristiana. También al Norte logró Heraclio la paz, apaciguados los ávaros y asentados en sus nuevos territorios los serbios y croatas, situación que, sin embargo, será hasta nuestros días una hereditaria fuente de conflictos.

Fue también éste el momento en el que la cultura dio un giro irreversible: se cierra la época romana y se abre la genuinamente bizantina. Por otra parte, se intensifica la, digamos, «eclesiasticalización» de la vida pública, lo que aumentó el poder del emperador, y tanto la Iglesia como el imperio y la cultura en general sufrieron un proceso acelerado de «grecialización»: se quiebra la fidelidad de la Administración a la terminología latina de cargos y oficios, y se acepta la griega: el propio emperador deja de ser Imperador, Caesar, Augustus... para ser simplemente Basileus. ¡Gran paso en la marcha hacia la distinción respecto del resto, sobre todo de Occidente, que prepara el camino para la definitiva separación!

Pero existía ya, de hecho, una separación preocupante, personificada en el patriarca Sergio, alma de la resistencia de la ciudad de Constantinopla frente a los persas en los peores momentos. Los monofisitas -los que no habían aceptado la definición del Concilio de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo- eran especialmente numerosos en Armenia, Siria y Egipto y se sentían especialmente vejados por la política religiosa de los emperadores, que a toda costa buscaban su unión con los calcedonianos. Este resentimiento y la perspectiva de plena libertad religiosa, garantizada por la política de los persas, habían hecho que, en el momento de la invasión de los persas, se unieran a los judíos, también resentidos, y juntos formaran en muchos lugares una especie de «quinta columna» que facilitó la victoria persa. Por consiguiente, al ser reconquistadas esas provincias, se replanteó el problema del monofisismo. El patriarca Sergio comprendió que la paz no tenía otro camino que hallar un punto en que pudieran encontrarse y aceptarse los calcedonianos u ortodoxos -para quienes, en Cristo, unidas en la única hipostasis del Verbo, coexisten, sin confusión ni alteración, dos naturalezas: la divina y la humana- y los monofisitas -para quienes, en Cristo, subsiste una sola naturaleza, la divina, en la que ha quedado absorbida o con la que se ha fundido la naturaleza humana-. Por tanto, la motivación de los acontecimientos en que se verá envuelto y comprometido el monje Máximo tienen un marcado acento político, además del religioso.

El patriarca Sergio creyó tener en la mano la fórmula mágica para lograr la unión, tendiendo un puente. De origen sirio y jacobita (de la Iglesia jacobita, anticalcedoniana y confusamente monofisita), Sergio creyó llegado el momento de exponer públicamente su fórmula de unión, que suponía muy bien fundada: en Cristo, la energía (fuerza de acción u operación) procede de su Persona, que es una, y no de las dos naturalezas. Por lo primero, quería contentar a los monofisitas, y por lo segundo, a los calcedonianos, pues no negaba la existencia de las dos naturalezas. Es lo que conocemos con el nombre de monoenergismo. Para Sergio, la unicidad de operación en Cristo es la consecuencia, no de la naturaleza única, sino de la unicidad de persona en Cristo, sólo que esto supone otra consecuencia: si la operación es cosa de la persona, lo mismo ocurrirá con la voluntad, por lo que Cristo tendrá una sola voluntad: monotelismo. Sergio considera que esto es una manera de solucionar el problema cristológico, y trata de propagarla haciéndola llegar a las principales figuras eclesiásticas del momento, aunque hacía ya mucho tiempo que, más o menos ocultamente, venía contactando con unos y otros con este fin.

El año 621, Heraclio nombra patriarca de Alejandría, puesto clave del monofisismo, a Ciro de Fasis, que tomó muy a pecho el encargo imperial de promover la unión. En un principio, el papa Honorio I (625 -638) pareció asentir a esta política eclesiástica impulsada por Sergio y Ciro. Pero los desengaños llegaron pronto y, por supuesto, la oposición. En Siria y en Egipto se impuso la unión por la fuerza, pero rápidamente creció la oposición, tanto de los ortodoxos como de los mismos monofisitas.

TEÓLOGO

En cabeza de la oposición ortodoxa -calcedoniana- destaca como portavoz y decidido adversario del monoenergismo el futuro patriarca de Jerusalén, Sofronio. Había nacido en Damasco hacia el año 550, se hizo monje y estuvo muy ligado a Juan Mosco y su espiritualidad, con relaciones muy estrechas con los monjes del Sinaí y su escuela de espiritualidad, cuya alma era el ya anciano Juan Clímaco. El año 633 está ya de lleno inmerso en la lucha contra el monoenergismo, convertido ya en monotelismo, y particularmente contra su fautor primordial, el patriarca Sergio. El año 634 lo eligieron patriarca de Jerusalén.

Pero el encuentro de Sofronio con Máximo sucedió antes, cuando Sofronio, huyendo también de los persas, se había refugiado en el exarcado de África, seguramente en Cartago, donde ya se habían refugiado otros monjes de Siria y de Palestina, también fugitivos: «El divino Sofronio, efectivamente, moraba en la región de África conmigo y con todos los monjes peregrinos», escribe Máximo en una de sus cartas.

Estos fugitivos, como tantos otros, doquiera que iban llevaban consigo sus problemas e inquietudes, sus disputas teológicas y sus peculiaridades, sin perder del todo su contacto con los parientes y amigos que permanecieron en sus tierras. Así le llegaron a Sofronio el año 631 noticias de las componendas político-religiosas del nuevo patriarca alejandrino, Ciro de Fasis, con los monofisitas severianos, utilizando como apoyo la supuesta solución del monoenergismo. Para hacerle frente, regresa a Alejandría, pero antes ha comprometido ya para su causa al monje Máximo, del que posiblemente era superior en el monasterio donde vivía, llamado «Eucratades», habitado predominantemente por monjes refugiados. Ningún indicio conocido apunta, sin embargo, a que Máximo fuera presbítero: siempre fue simple monje.

Pero no cabe duda de que un monje tan apasionadamente entregado al estudio de la Sagrada Escritura y de la tradición, tanto dogmática como espiritual, por este tiempo no sólo estaba ya en condiciones de asociarse a Sofronio en la lucha contra los enemigos de la ortodoxia, sino también a superarlo en importancia doctrinal y espiritual y, llegado el momento, a tomar su relevo, pues por estas fechas, con su ciencia y su virtud había logrado ya una fama y un aprecio que no harían más que crecer. Cabe añadir que a este aprecio también pudo contribuir de algún modo el hecho de que Máximo hubiera conservado y siguiera cultivando sus viejas relaciones con gentes de Constantinopla, en concreto con algunas personalidades del palacio imperial.

Según los críticos más autorizados, Máximo había compuesto ya por estas fechas las obras en las que todavía no encara de manera directa los problemas propiamentes cristológicos. Las que responden a una situación de plena inmersión en la lucha contra el monofisismo y sus dos derivados, el monoenergismo y el monotelismo, deben situarse entre el año 630 y la fecha de su arresto en Roma, junio del 653. Junto a las obras, tienen suma importancia las Cartas que conservamos, algunas de las cuales son verdaderos trataditos doctrinales.

Hemos visto que la primera fuerza de choque, contra el monoenergismo, primero, y contra el monotelismo después, está protagonizada por el viejo luchador Sofronio, que el año 634 ve acrecentada su autoridad al ser elegido patriarca de Jerusalén. Con la máxima prudencia, en Alejandría y en Constantinopla, intenta convencer, respectivamente, a Ciro y al veterano Sergio, que también había tratado de ganar para su causa al papa de Roma, Honorio, o lograr al menos su apoyo.

Máximo, por el momento, permanece en retaguardia, constantemente informado por Sofronio de los acontecimientos y situación del frente. Pero no está ocioso, ni mucho menos, como proclaman sus obras y sus cartas. Entre éstas, valga citar la que en 633 escribe a Pirro, higumeno o superior del monasterio de Filípico, en Crisópolis, del que Máximo procedía, personaje del que volveremos a hablar. Esta relación —y sin duda otras, también con personas relevantes de la metrópoli— hará que Sergio trate de ganarse también a Máximo, valiéndose de Pirro, fervoroso monotelita entonces, que le es enteramente fiel.

EN UNA SOCIEDAD TURBULENTA

Pero en poco tiempo los acontecimientos van a precipitarse. En Oriente ruge el fragor de la «marabunta» del rampante Islam que, al mando del califa Omar, avanza implacable y en 634 irrumpe ya en tierras del imperio. En agosto de 636, con la victoria árabe en la batalla de Jarmuk, cae Siria y es inevitable el avance hacia Jerusalén. Sitiada, ésta resiste heroicamente bajo la guía de su patriarca, el anciano Sofronio, que finalmente se ve obligado a negociar la rendición, para evitar el arrasamiento de la ciudad, y abre las puertas al victorioso califa Omar. Comenzaba apenas el año 638. El pobre anciano no pudo sobrevivir mucho a esta desgracia, pues murió poco después.

Pero hay otros acontecimientos que hacen de este año 638 una especie de gozne del cambio histórico. Muere también el patriarca Sergio, y le sucede el mencionado monje de Filípico, Pirro. En Roma, fallece el papa Honorio I y le sucede Severino.

Desaparecido Sofronio, a Máximo se le terminó el tiempo de trabajo apacible en la soledad del monasterio, para componer sus obras teológicas, exegéticas y espirituales, y decididamente tomó el testigo para relevar a su amigo y maestro, y se entregó de lleno y sin reservas a la urgente empresa de confesar y defender la fe católica, que, al menos en algunos jerarcas, parecía estar más bien al servicio de intereses políticos.

Antes de morir, el viejo patriarca Sergio había querido atenuar su doctrina de la única energía, precisamente evitando toda numeración: ni una ni dos, pero afirmando que en Cristo sólo se podía aceptar una sola voluntad. Esta fórmula él la plasmó en una «Exposición de la fe», conocida como Ekthesis, que el emperador promulgó como edicto, que hizo fijar en el nártex o pórtico de Santa Sofía. Pretendía ser un instrumento de unión, pero ninguna parte lo aceptó, y solamente logró introducir más confusión y causar nuevas controversias.

Los monofisitas, por su parte, vieron en la Ekthesis una argucia más para llevarlos a aceptar la decisión de Calcedonia, y ante la inminencia de la invasión de Egipto por los árabes, dieron la espalda al imperio y, como en tiempos de la invasión persa, en su mayoría se apresuraron a facilitar la empresa a los árabes. De hecho, conquistadas Mesopotamia y Armenia entre 639 y 640, los ejércitos musulmanes iniciaron la invasión de Egipto, lo que provocó verdaderas oleadas de refugiados en el exarcado del Norte de África, donde seguía Máximo.

En febrero de 641, moría Heraclio y el imperio quedaba a merced del influjo de su segunda esposa y regente, Martina, que en seguida depuso de su cargo al prefecto de Cartago, Jorge, que se mostraba muy firme y estricto con los monofisitas refugiados, y estaba muy ligado a Máximo, cuya intervención, a través de sus amigos de la corte, de nada le valió. En la decisión de Martina habían pesado mucho las sugerencias del patriarca Pirro. Pero también a éste le llegó su hora: acusado de participar en la revuelta que hizo emperador único a Constante, tuvo que tomar el camino del destierro, que le llevó al exarcado de África, primero a Trípoli y luego a Cartago, sin haber sido procesado ni depuesto canónicamente. En su lugar, sin embargo, entronizaron como patriarca al ecónomo de Santa Sofía, Pablo.

Entretanto, en Roma, tras los breves pontificados de Severino y de Juan IV, habían elegido papa a Teodoro (noviembre de 642), a quien el emperador hace llegar la Ektesis para que la apruebe, a la vez que el sustituto de Pirro, Pablo, le comunicaba su elección como patriarca, sin aludir para nada a las diferencias dogmáticas. La respuesta del papa Teodoro fue tajante: rechazó y condenó la Ekthesis y se negó a reconocer a Pablo mientras no se procesara y condenara a Pirro, según los cánones, como merecían sus ideas heréticas, y exigía que se retirara de los lugares públicos la Ekthesis.

Por su parte, Máximo continuaba incansablemente su propaganda ortodoxa incluso con repercusiones fuera de África, pues sabemos que logró la conversión de Cosme, diácono monofisita de Alejandría.

En cuanto al ex patriarca Pirro, que presentaba cierta veleidad de tornar a la ortodoxia, quizás por mera estrategia, exigía tratamiento de patriarca, pero Máximo, que conocía la actitud del papa Teodoro, aconseja al ilustre general Pedro, que le había consultado, no aceptar a Pirro como patriarca, ni darle su tratamiento, mientras no abjurase de su herejía y se reconciliara con la sede apostólica de Roma.

Quizás esta actitud fue lo que impulsó a Pirro, en julio de 645, a poner las cosas en claro, mediante una disputa pública con Máximo, en Cartago, en presencia del exarca y de numerosos obispos. Pirro no sólo era muy inteligente, sino también muy erudito y con muchos recursos intelectuales. Se enfrentaban, pues, dos hombres de mucha categoría. Cada uno hizo una exposición completa: Máximo, de la doctrina ortodoxa; Pirro, de la monotelita. Según las Actas, comenzó Máximo con una crítica cerrada e implacable de los argumentos aducidos por el monotelita. A cada una de sus afirmaciones, Pirro respondía con una nueva objeción, que Máximo refutaba inmediatamente. En constante retirada, Pirro se aferraba al argumento de que la unidad de persona supone una sola voluntad, y terminó afirmando que, en realidad, se trataba de pura logomaquia o disputa de meras palabras. Con su maestría dialéctica, Máximo le hizo ver que el monotelismo destruía realmente la doctrina calcedoniana de las dos naturalezas de Cristo y, por ello, también la Encarnación. Pirro terminó rindiéndose a la defensa de las dos voluntades en Cristo, de Máximo, pidió que se respetara la memoria de sus predecesores, equivocados por falta de reflexión, y afirmó estar dispuesto a condenar el monotelismo, pero esto después de visitar al papa de Roma y el sepulcro de los apóstoles. Y de inmediato cumplió su promesa.

A raíz de esta disputa, Máximo se reconcilió con el exarca Gregorio, que había sustituido a su amigo Jorge y hasta entonces había manifestado claro apoyo a los monotelitas y al propio Pirro.

UNA VIDA EN CAMINO

Pero, después de la disputa, Máximo no debió de permanecer mucho tiempo más en Cartago, que, tras la caída de la Tripolitania en manos árabes, estaba seriamente amenazada. Máximo animó a los obispos africanos para que se reunieran en concilio, cosa que hicieron el año 646: en sendas cartas, comunicaron al papa, al emperador y al patriarca de Constantinopla su total condena de la Ekthesis además, a este último le pedían que abjurase del error que 'el mismo Pirro había condenado» y ponían de relieve la importancia de la sede de Roma.

Reanudando su antigua vida errante, un día de ese mismo año 646, Máximo se puso de nuevo en camino, convertido en romero, pues esta vez el punto de llegada de su peregrinar fue Roma. Debido, sin duda, especialmente a su contacto con la Iglesia africana, en él había ido tomando consistencia la convicción creciente de que la Iglesia de Roma era decisiva para la confesión ortodoxa de la fe de la Iglesia universal: «La Iglesia de Roma, que desde siempre y hasta ahora ha sido la primogénita de las Iglesias que hay bajo el sol —escribe a su amigo, el monje libio Talasio—. Tiene la preeminencia sobre todas, por haberla recibido tanto de los concilios y de los apóstoles como de su corifeo (Pedro), y por haber recibido como lote el no tener que escribir nada, ni siquiera cartas sinodales, a la hora de proveerse de pontífice, mientras que todas las demás, incluso en este punto, le están sujetas, según el derecho sacerdotal».

Establecido en Roma, Máximo toma parte en primera línea de la lucha contra la herejía, aumentada ahora por la llegada de muchos refugiados que huían no sólo del peligro islámico, sino también de la persecución llevada a cabo por los monotelitas en lo que iba quedando del arruinado imperio, apoyados por el patriarca Pablo y el emperador Constante. Sin embargo, el emperador comprende que sería demasiado peligroso romper de lleno con Roma, por lo que pensó que la solución era prohibir toda discusión sobre los puntos dogmáticos en litigio, y así promulgó un edicto con el título de Typos—la Regla—, que trató de imponer a todos. En él prohibía, el emperador a los cristianos, «toda clase de disputas acerca de una voluntad o de una energía, de dos energías o de dos voluntades», mandaba retirar de los lugares públicos el texto de la Ekthesis y amenazaba con gravísimas penas a los que no obedecieran.

Corría ya el año 648. En mayo del siguiente, moría el papa Teodoro, sin haber tenido tiempo de protestar contra el Typos, y en julio le sucedía el diácono Martín, que no perdió un ápice de tiempo en la lucha contra el monotelismo. Efectivamente, resuelto a acabar con él, consciente de la importancia del asunto, al revés que los autores del «irenismo» destilado en el irresponsable Typos, sin consultar al emperador, convocó un concilio en Roma con carácter casi ecuménico, pues reunió a casi quinientos obispos en la basílica de Letrán el 5 de octubre de 649 y tuvo como invitados a buen número de sacerdotes y monjes orientales, elegidos entre los fugitivos, entre ellos Máximo. Esta presencia hizo que, a pesar de que la mayoría de los obispos asistentes procedía del área metropolitana de Roma, sin embargo, desde el punto de vista teológico y del mismo procedimiento seguido, estuviera completamente marcado por el influjo griego. Haciendo recaer la mayor responsabilidad del monotelismo sobre los patriarcas Sergio, Pirro –vuelto de nuevo a las andadas– y Pablo, y esforzándose por dejar a salvo lo más posible al emperador, el concilio condenó y anatematizó el monotelismo, la Ekthesis y el Typos .

Pero hoy sabemos que la importancia y el influjo de Máximo en este concilio no fue sólo el que provenía de sus obras anteriores, exegéticas, teológicas y espirituales, sino también, y muy particularmente, el de su intervención directa. En una carta al abad antimonotelista, Teodoro, el papa Martín, que le envía las Actas del concilio –en las que aparece la firma de Máximo–, le presenta a éste como «monje de la santa Laura», refiriéndose sin duda a la Laura africana de Roma, monasterio de monjes orientales desterrados de sus países. Durante la segunda sesión del concilio, en octubre, se presentó el obispo de Dor, en Palestina, Esteban, al que el papa Teodoro había nombrado vicario apostólico de Jerusalén y que desde su llegada fue uno de los principales y más activos personajes del concilio. Máximo recopiló para él un nutrido florilegio de textos patrísticos, en el que sobre todo llama la atención el elevado número de citas paralelas. Pero lo más notable es que las mismas fórmulas de la confesión de fe del concilio, sobre todo en su «retroversión» griega –hecha desde el latín–, presentan clarísimas huellas del estilo de Máximo. Por lo demás, en su proceso afirmará que él también anatematizó al monotelismo en la iglesia de Letrán.

Fue el emperador Constante quien más claro vio que, junto al papa Martín, el principal campeón de la ortodoxia era el monje Máximo, pues a los dos asoció y juntó en su afán de venganza y represalia.

MÁRTIR DE CRISTO

Efectivamente, sólo con ellos dos trató el emperador Constante de ajustar cuentas inmediatamente después del concilio.

Primero, con el papa Martín, que a los ojos del emperador era un usurpador del pontificado romano: no le había pedido que aprobara su elección como papa; había rechazado, en vez de aceptar, el Typos, tan caro al emperador, y contrariamente a la tradición, había osado convocar, sin contar con él, un concilio que, además, había anatematizado y condenado el Typos y la doctrina que representaba, con lo cual Martín era culpable de haber quebrado el equilibrio político-religioso del imperio cristiano, que tan bien había funcionado desde la época de Constantino el Grande. Resumamos las vicisitudes de su martirio: apresado en junio de 653, a pesar de estar muy enfermo, lo condujeron, en largo y penoso periplo, a Constantinopla, adonde no llegó hasta septiembre, más muerto que vivo, por el viaje, los vejámenes y las torturas de los esbirros, pero con un espíritu tan entero y firme como el de San Ignacio de Antioquía en su camino hacia el martirio. Por lo demás, ni el proceso que se le siguió ni las torturas ni la condena tenían nada que envidiar a los más refinados paralelos de las antiguas persecuciones de los paganos contra los cristianos. Tan terribles e inauditos fueron los tormentos a que sometieron al papa Martín, que incluso asustaron y conmovieron a los dos patriarcas del momento: Pablo, que muere, y Pirro, que es repuesto. La paciencia de Martín, sin embargo, fue inagotable. Cuando no pudo más, tras haberse negado inflexiblemente a toda exigencia o ruego de renuncia o abdicación de sus deberes de obispo de Roma, se limitó a decir a sus verdugos: ,<¿Para qué prolongar este interrogatorio indefinidamente? Me tenéis enteramente en vuestras manos. Sean cuales fueren vuestras intenciones, acabad conmigo de una vez. Está en vuestro poder, con el permiso de Dios». Y en camino ya a su destierro en el Quersoneso, al que se le condenó el 16 de marzo de 654, exclama: «Bien está lo que me ocurre, y me llega en el momento justo ¡Alegraos de mi muerte!». Las torturas y las fatigas del viaje hicieron su labor, y Martín moría en septiembre de 655: último papa mártir.

Y después con Máximo.

Si no en el mismo día, sí en el mismo mes del mismo año que Martín, Máximo fue arrestado y conducido directa y rápidamente a Constantinopla, donde ya se hallaba cuando llegó el papa. Acompañaban a Máximo sus dos más fieles discípulos y amigos: el monje Anastasio, y el otro Anastasio, de sobrenombre del Apocrisiario» (Embajador), a cuya carta, dirigida a Teodoro de Gangres, debemos nosotros los principales y más ciertos pormenores de la pasión y martirio de Máximo.

Retenido en reserva, mientras se ventilaba el proceso del papa con la esperanza de doblegarle, Máximo no vio abrirse su proceso hasta el 654, cuando ya el emperador y sus jueces daban por enteramente fracasados todos sus intentos de reducir a Martín. De entrada, las autoridades judiciales quisieron dar a este proceso el mismo carácter político que al del papa. Acusaron a Máximo nada menos que de «haber entregado a los sarracenos Egipto y Alejandría, la Pentápolis y Trípoli, igual que África», además de haber apoyado al exarca de África, Gregorio, en su rebelión contra el imperio; y también de ser origenista.

Pronto se percataron de que el acusado podía defenderse muy fácilmente de todo ello, y sobre todo se dieron cuenta de que tampoco tenía mucha importancia para sus verdaderos fines. Al emperador, como a los mismos jueces eclesiásticos, les interesaba llevar la acusación por otros cauces. En consecuencia, enviaron a Máximo en su prisión algunos emisarios relevantes, que intentaron obtener de él su adhesión al Typos, a la vez que le señalaban que los embajadores del nuevo papa, Eugenio, estaban dispuestos a entenderse con Pirro, el reelegido patriarca. Como era de esperar, fracasaron en su empeño, como fracasó también el mismo Pirro, que lo intentó personalmente.

También le atacaron por sus largas y firmes relaciones de amistad con Roma, rival de la sede de Constantinopla. Leemos en las Actas: „¿Por qué amas a los romanos y odias a los griegos?» Él responde: «Amo a los romanos, porque su fe es la mía, y amo a los griegos, porque su lengua es la mía». Pero aún es mucho más tajante y claro, a la vez que comprometido, cuando le insinúan que Roma se ha entendido con Bizancio y que él se va a quedar fuera de la unión: «De ninguna manera puedo persuadirme de que los romanos quieran unirse a los bizantinos, a no ser que éstos reconozcan que nuestro Dios y Señor tiene por naturaleza la voluntad y la energía necesarias para nuestra salvación, según cada una de las dos naturalezas de que consta y en las que existe y es lo que es». Pero le replican: ««Y si los romanos se ponen de parte de los bizantinos, tú ¿qué harás?» Y él les respondió: «¡El Espíritu Santo, por boca del apóstol, pronuncia el anatema incluso contra los ángeles, si éstos prescribieren algo contrario a la predicación de los apóstoles!»

Ante la irreductible firmeza y convicción de Máximo, uno de los jueces, el patricio Troilo, para hacerle ver la inutilidad de su actitud, ante los hechos consumados, le dijo: «¡No sabes lo que dices, padre abad. Lo hecho, está hecho!» Muerto el versátil Pirro, le sucedía en el patriarcado constantinopolitano Pedro, monotelita declarado. En el verano de 655, Pedro hizo comparecer ante él y ante el patriarca titular de Antioquía, Macedonio, a Máximo y a sus dos discípulos. Por más esfuerzos que hicieron, no lograron arrancarles su adhesión al Typos. Y en vista del fracaso, el patriarca reunió el «Sínodo permanente», que aconsejó al emperador desterrar a Máximo y sus dos compañeros.

El lugar de destino fue Bizya, al Oeste de Midia, en Tracia, a orillas del mar Negro. Bizya no estaba lejos de Constantinopla, pero la mayor pena de Máximo fue verse separado de sus dos discípulos, pues al uno lo enviaron a Mesembria y al otro a Pérbera: los tres en la mayor desnudez y el mayor desamparo humano.

El emperador y los jueces pensaban doblegar así a Máximo, pero no lograron más que convertirlo a los ojos de todos en el auténtico Confesor de la fe y, muerto el papa Martín, en el verdadero jefe espiritual de los griegos ortodoxos. Por eso, al año siguiente, el patriarca Pedro volvió a la carga, aunque cambiando de táctica. Con el fin de persuadirle, envió, para entrevistarle, al arzobispo de Cesarea de Bitinia, Teodosio, y a dos dignatarios imperiales, los anthypatoi o «proconsulares», Pablo y Teodosio. En la entrevista, éstos aseguraron a Máximo no pedirle más que entrara en comunión con el patriarca de Constantinopla. Como hiciera en otro tiempo con Pirro en Cartago, aquí también Máximo desmontó con facilidad los argumentos de los emisarios e incluso logró convencerlos, pero sin dejar de insistir en que él no podía entrar en comunión con la Iglesia de Constantinopla, si antes el emperador y el patriarca no se ponían de acuerdo con el papa de Roma. Entonces le proponen que acompañe al emperador a Roma, si se lo pide. Máximo acepta y los emisarios, previsores, al marchar le dejan vestidos y dineros para ese viaje.

Resultó evidente, sin embargo que dichos emisarios habían ido demasiado lejos en sus concesiones, pues el emperador no estuvo de acuerdo, aunque, sin cejar en el acoso, siguió la táctica de mano blanda. Por ello, en el verano del mismo 656, envió a Bizya, de su parte, al cónsul Pablo, con la misión de informar a Máximo que le perdonaba, que le trasladaría al monasterio de San Teodoro, cerca de Regio, donde podría vivir tranquilo el resto de su vida, y que incluso podría enviar un mensaje a Roma a través de los patricios Troilo y Epifanio. De hecho, le trasladan a Regio a comienzos de septiembre, y ya nada más llegar, los emisarios le prometen la más cálida y triunfal acogida en Constantinopla, con sólo que se decida a entrar en comunión con el emperador.

Como era de esperar, Máximo vio la trampa y una vez más se negó rotundamente. Y una vez más los halagos se convirtieron en vejámenes y vilipendio: el propio emisario le maltrató tan cruelmente que tuvo que intervenir el obispo, para protegerle. Y el 14 de septiembre lo deportaron a Selimbria, y de allí lo trasladaron al fuerte de Pérbera, donde se encontraba su amigo el monje Anastasio.

En junio del siguiente año 657, moría el papa Eugenio, y el sucesor, Vitaliano, daba un nuevo sesgo a las relaciones entre Roma y Bizancio. En un curioso juego «diplomático>» de mutuas concesiones y de mutuas ocultaciones, el papa y el patriarca logran una «diplomática» reconciliación entre las dos sedes: Vitaliano cree que Pedro acepta la ortodoxia y Pedro cree que Vitaliano acepta el monotelismo.

Consciente, pues, de la victoria de su diplomacia, el patriarca Pedro manda que Máximo y sus dos discípulos sean conducidos de nuevo a Constantinopla. En abril de 658, tiene una entrevista con Máximo, que da cuenta de ella en una carta. Exasperado por la firmeza de la actitud de Máximo, el patriarca le pregunta: <,¿Pero a qué Iglesia perteneces tú: Constantinopla, Roma, Antioquía, Alejandría o Jerusalén? Porque, mira que todas ellas, con sus diócesis, están unidas. Por tanto, si tú eres de la Iglesia católica, únete también, ¡no sea que, si introduces alguna innovación ajena a la vida, tengas que padecer lo que no has previsto!» La respuesta de Máximo fue tajante: «El Dios del universo, cuando proclamó dichoso a Pedro por haberlo confesado según convenía [Mt 16, 18], mostró claramente que la Iglesia católica es la que le confiesa recta y saludablemente». Y cuando el patriarca le amenazó con que, si no obedecía, el mismo papa mandaría anatematizarlo, le dio esta respuesta definitiva: «¡Lo que Dios determinó antes de todos los siglos, tenga en mí cabal cumplimiento y le rinda la gloria que él conoce desde antes de todos los siglos!» ¡Nada podía definirle mejor!

Con semejante fracaso, el patriarca convoca un sínodo, íntegramente monotelita, que somete a Máximo y a sus dos discípulos a un nuevo proceso ante un tribunal compuesto de obispos y senadores. La sentencia fue el destierro definitivo de los tres, después de ser entregados como criminales a merced del prefecto de la ciudad, el cual, después de someterlos al suplicio infamante de los azotes y a los más crueles tormentos, aun se superó a sí mismo: hizo que a los tres les arrancaran la lengua y les cortaran el brazo derecho. Y en estas condiciones emprendieron el camino del destierro, siempre a pie.

Esta vez los enviaron bien lejos: al fuerte de Esquemarion, entre las montañas del Cáucaso, en un lugar llamado Lazica, cerca de la actual Murik, de Georgia, zona todavía semisalvaje. Allá llegaron el 8 de junio de 662, agotados por las penalidades del largo viaje. Separados nuevamente, al cabo de un mes, el 24 de julio, moría el fiel monje Anastasio. Y a las pocas semanas, el 13 de agosto, moría también Máximo. Anastasio el Apocrisiario les sobrevivirá todavía unos cuatro años (hasta el 11 de octubre del 666).

Así terminó el largo peregrinaje de Máximo. La posteridad le dio el sobrenombre de «El Confesor», porque había puesto su doctrina y había sacrificado su vida, hasta el martirio, al servicio y en defensa de la verdadera fe cristológica. La omnipotencia del emperador acabó con su vida terrena, pero su fe, sus ideas y sus ideales han revivido constantemente en las luchas por la verdadera fe a lo largo de los siglos siguientes, y han prevalecido, desde el testimonio, sobre el error.

La fiesta de San Máximo y de sus dos compañeros se celebra el 13 de agosto, aunque en los sinaxarios bizantinos también se les conmemora el 21 de enero y el 19 y 26 de agosto.

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