Cuando se habla de los mártires ingleses, se entiende aquellos héroes, sacerdotes y seglares, hombres y mujeres, que dieron sus vidas durante la Reforma en Inglaterra, en un esfuerzo supremo para conservar la fe, la misa y los sacramentos en aquella isla.
Para entender mejor lo que les llevó a la muerte por su religión será menester hacer un pequeño resumen de la historia de aquella Reforma tal como se desarrolló en Inglaterra. Es decir, es necesario comprender el origen, naturaleza y tendencias de la causa en que perdieron la vida. Si no, nunca podremos comprender por qué se les acusó de traición, por qué fueron tan vanas las acusaciones lanzadas contra ellos y por qué fueron aceptadas dichas acusaciones tantas veces juntamente con pruebas ridículas contra su causa delante de los tribunales.
El protestantismo no logró tener éxito en Inglaterra hasta el reinado de Eduardo VI. Todo lo contrario, al rey Enrique VIII le fue concedido por el Papa el título de defensor de la fe por sus escritos contra aquella herejía. Sin embargo, la semilla de la separación entre Inglaterra y la Iglesia católica había sido sembrada hacía años, puesto que el poder de la Corona y el del monarca se habían aumentado mucho desde las guerras de las Rosas, de tal manera que la Iglesia en Inglaterra llegó a ser un instrumento más en las manos del rey. Por tanto, cuando Enrique VIII decidió casarse con Ana Bolena, divorciándose de su legítima esposa, Catalina de Aragón, pocas fueron las voces levantadas en contra, sí dejamos aparte la de Tomás Moro y Juan Fisher. Así llegó el cisma; pero todavía no había entrado la herejía.
El protestantismo empezó su trabajo nefasto en el reinado del joven Eduardo VI, introduciéndose primero entre los ministros del rey y, más tarde, apoderándose, sin mucha oposición, de las grandes ciudades, tanto como de los condados del este del país. Cuando llegó al trono la reina María, hija legítima de Enrique VIII y Catalina de Aragón, defensora de la verdadera religión y ferviente católica, el protestantismo tenía mucha fuerza en todo el país. Por esta razón el renacimiento del catolicismo durante su reinado duró muy poco, escasamente cuatro años desde su proclamación oficial hecha por el Parlamento.
Después de la muerte de María heredó el trono Isabel I, en el año 1558, y ésta, olvidando enseguida su solemne promesa de mantener en el reino la fe católica, se rodeó de consejeros y ministros protestantes, de los cuales Guillermo Cecil puede considerarse el jefe y prototipo. Entonces empezó la verdadera lucha entre la herejía y las fuerzas de la Contrarreforma, tanto que la mayoría de los mártires fueron ejecutados durante estos años, siendo relativamente pocos los que murieron durante el período de Carlos I, Jaime I y el protector CronweIl. Sin embargo, la persecución no empezó de una manera abierta y violenta, debido a que Isabel I y sus ministros habían condenado de una manera tan rotunda las ejecuciones de protestantes durante el reinado de María que sería demasiado ingenuo lanzarse en seguida, a su vez, a asesinar a los católicos.
Así, por lo menos, pensó Cecil, el primer ministro de Isabel. Primero sería necesario consolidar la posición del protestantismo y preparar el terreno. Esto lo hizo con dos leyes, el decreto de Supremacía y el acta de Uniformidad, en el año 1559. Con estos decretos se planteó un grave problema que hasta entonces no había surgido, y por tanto, frente a él los mismos católicos se encontraron desconcertados.
Antes se había discutido mucho la relación entre el poder de la Iglesia y el del Estado, siendo mantenido firme el derecho de la Iglesia de nombrar a los obispos y de concederles sus poderes jurisdiccionales, mientras el Estado había conseguido en Inglaterra el derecho de exigir contribuciones del clero y de juzgarles. Ahora se planteó un problema muy distinto, puesto que el rey se declaró monarca, no solamente en cuanto a las cosas civiles del país, sino también de las espirituales y religiosas dentro de su reino. Algunos de sus súbditos —la mayoría— resolvieron el problema aceptando con sumisión los decretos reales, viendo en ellos solamente los deseos del rey de enriquecerse mediante una confiscación de los bienes de la Iglesia en el país, especialmente de los grandes monasterios. Otros, y al principio fueron muy pocos, dieron sus vidas antes de ceder al monarca lo que consideraban una prerrogativa del Romano Pontífice. Es decir, éstos vieron en el problema su aspecto teológico, mientras los otros no vieron más que el aspecto político-social. Pero vamos a continuar con nuestra historia.
El levantamiento en el norte de Inglaterra en el año 1569, por motivos puramente religiosos, hizo a Cecil cambiar su política, y desde entonces la persecución de los católicos fue más dura, tanto que, en el año 1570, el papa San Pío V excomulgó a la reina Isabel. En seguida Cecil tomó su revancha. Identificando el protestantismo con el espíritu nacional, empezó a calificar de traidores a todos los que propagaron las noticias de la sentencia papal, a todos los sacerdotes que continuaron en la verdadera fe, juntamente con los que les ayudaran con dinero y les hospedaran en sus casas. Pero, al mismo tiempo, había empezado aquel movimiento espiritual que llamamos la Contrarreforma
Sus ojos abiertos por la sentencia papal lanzada contra la reina, muchos católicos se marcharon de Inglaterra al extranjero, formándose así verdaderas colonias en muchos países entre estos jóvenes dispuestos a dar sus vidas para conservar la fe en Inglaterra. En 1556 el cardenal Allen abrió su famoso seminario en Douai mandando desde allí los primeros misioneros en el año 1574. Un poco más tarde abrió otro seminario en Roma, en 1578, y en 1589 todavía otro en Valladolid. El de Roma, como el de Valladolid, perduran aún y continúan su trabajo de educar y mandar sacerdotes a todas partes de Inglaterra. Tanto como la oposición, la resistencia de los católicos se había endurecido. La persecución continuó bastantes años todavía, hasta el fin del gobierno del protector CronweIl; pero llegó a su punto más feroz después del decreto del año 1585 contra la misa y los sacerdotes.
Según este decreto todos los sacerdotes de la isla tendrían que salir de ella en un plazo de cuarenta días; el mero hecho de ser sacerdotes era un acto de traición a la nación; los que estaban estudiando en seminarios fuera del país tendrían que volver a él dentro de un período de seis meses y prestar un juramento de fidelidad a la reina como cabeza de la nación y de la Iglesia. Los que rehusaron cumplir estas condiciones fueron declarados traidores, juntamente con todos los que les ayudaron en cualquiera forma. Les esperaba la pena de muerte. Esta, en general, fue la situación política y religiosa de aquellos tiempos. Ahora examinemos con más detalle la vida de aquellos gloriosos mártires y su muerte.
Al terminarse la persecución 316 personas habían dado sus vidas para conservar los restos de la fe en Inglaterra. De éstas 79 fueron seglares y 237 sacerdotes, de los cuales 85 eran religiosos de distintas Ordenes religiosas, entre ellas jesuitas, dominicos, benedictinos y franciscanos. Al leer estas cifras nuestra primera reacción es: ¿por qué fueron tan pocos? La contestación a esta pregunta no es sencilla, pero podemos resumirla diciendo que, al principio, no se vio claramente el peligro que encerró el cisma en tiempos de Enrique VIII, siendo solamente cincuenta los que murieron por la fe durante su reinado. Pero entre ellos encontramos aquellos dos santos, Santo Tomás Moro y San Juan Fisher, obispo de Rochester y gran defensor de la reina Catalina de Aragón. Además, la supresión de los monasterios y la flaqueza de los obispos en tiempos de Enrique planteó un problema para los fieles y para los sacerdotes. No tuvieron más remedio que seguir el ejemplo de sus obispos. En tiempos de Isabel I, como hemos indicado, se endureció la resistencia, pero ya era demasiado tarde para conseguir la completa conversión de la isla. Sin embargo, tenemos que decir que, si hoy día la misa se celebra en Inglaterra y si hay cuatro millones de católicos fervorosos allí, este hecho es debido, en gran parte, al sacrificio de aquellos católicos que murieron entre 1535 y 1679.
No podemos escribir aquí las vidas de cada uno de los mártires, puesto que no disponemos de espacio suficiente para ello. Por tanto, los vamos a dividir en dos grupos: los seglares y los sacerdotes. Entre los seglares encontramos todas las clases sociales desde lo más alto hasta lo más bajo, desde un canciller del reino hasta un simple obrero. Entre ellos hay tres mujeres. Cada uno dio su vida en circunstancias muy distintas, pero todos murieron por la misma causa: su fe. Entre ellos se destaca, tanto por su carácter como por las circunstancias de su muerte, el canciller Santo Tomás Moro. Intimo compañero y amigo del rey Enrique VIII, abogado distinguido, de mucha cultura general, amigo de Erasmo, cariñoso padre de familia, era un hombre muy simpático por razón de su buen humor y, además, era un católico fervoroso. Cuando vio que no era compatible con su religión aceptar el juramento de sumisión a Enrique como cabeza de la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión, tratando de vivir una vida tranquila en su casa sin más complicaciones. Pero por fin fue arrestado e interrogado en la Torre de Londres. A todos los esfuerzos para convencerle de que debía prestar el juramento contestó sencillamente que no podía reconciliarlo con su conciencia. Cuando su propia mujer añadió sus esfuerzos a los de sus amigos, le contestó, "¿Cuántos años crees que podía vivir en mi casa?" "Por lo menos veinte, porque no eres viejo", le dijo ella. "Muy mala ganga, puesto que quieres que cambie por veinte años toda la eternidad.” Por fin murió después de quince meses en la cárcel. Su catolicismo se demuestra en la pequeña obra Diálogo en tiempos de tribulación, que escribió en la cárcel; mientras su buen humor se reveló en los últimos momentos de su vida cuando, al agachar la cabeza sobre la madera para recibir el hachazo, dijo, quitando su barba de la madera: "Dejadme quitar la barba de aquí; ésa no ha cometido ninguna traición".
La mayoría de los otros murieron porque ayudaron a los sacerdotes en su trabajo como misioneros, ocultándoles en sus casas, preparándoles escondites donde podían refugiarse con sus hábitos y con todo lo que podía demostrar que se había celebrado misa en aquel lugar. Entre ellos encontramos a tres mujeres. Una, Ana Line, fue condenada por tener sacerdotes en su casa. Antes de ser ahorcada dijo a la muchedumbre: "Me han condenado por recibir en mi casa a sacerdotes. Ojalá donde recibí uno pudiera haber recibido a miles y no me arrepiento por lo que he hecho". Las últimas palabras de Margarita Clitheroe fueron: "Este camino al cielo es tan corto como cualquier otro”. Margarita Ward perdió la vida porque llevó en una cesta la cuerda con que se escapó de la cárcel el padre Watson, sabiendo que, de ser descubierta, nada la podría salvar de la horca. Los jueces hicieron lo posible para que prometiese ir a la iglesia protestante, pero su contestación fue sencilla y clara: "Eso no me lo permite la conciencia".
La vida de los sacerdotes es más fácil de describir por la semejanza que existe entre ellas.
Se educaron en seminarios y colegios en el extranjero (en España había tres en Valladolid, Madrid y Sevilla), cursando sus años de filosofía y teología. Después de ordenarse marchaban a Inglaterra, disfrazados de comerciantes, soldados, criados, etc., sabiendo que la muerte les acechaba a cada paso. Algunos fueron hechos prisioneros nada más llegar, mientras otros consiguieron pasar muchos años desapercibidos, sin despertar las sospechas de las autoridades civiles. Pero, más tarde o más temprano, para todos llegó el momento de la prueba. Generalmente debido a informes de algún traidor o espía, los guardias les buscaban, encontrándoles a veces en el acto de celebrar la misa o escondidos con sus hábitos sacerdotales en una casa. Encadenados, pasaban un periodo indefinido en la cárcel, donde eran interrogados repetidas veces para conseguir las pruebas necesarias contra ellos y los nombres de aquellos que les habían dado alojamiento o ayuda, tanto como los sitios donde habían celebrado la misa. Pero, fieles a su fe y su vocación, en ningún caso revelaban datos importantes. Por lo que eran sometidos a la tortura para conseguir por la fuerza lo que no quisieron decir libremente. Esta tortura fue tan dura a veces que, al llegar al juicio público, había que dejarles sentar, porque no tenían fuerza bastante para mantenerse de pie. Las condiciones en la cárcel fueron tan miserables que algunos murieron allí sin llegar a la horca. Un alumno del Colegio Inglés de Valladolid fue traicionado por su propio padre, quien, después de la muerte de su hijo en la cárcel, rehusó darle entierro cristiano.
Después del interrogatorio oficial venían las disputas con los pastores protestantes, quienes trataban de conseguir la apostasía de los misioneros mediante sus argumentos, sin éxito, saliendo vencidos por la sabiduría y la paciencia de los mártires, debidamente preparados durante sus estudios para este momento. Luego venía el juicio, del cual sabemos todos los detalles, puesto que los documentos oficiales y deposiciones se encuentran en los archivos del Estado todavía. Un estudio de estos documentos nos revela que la causa principal fue siempre religiosa, disfrazada bajo acusación de traición. Los documentos del juicio del Beato Edmundo Campion, uno de los más renombrados mártires de la Compañía de Jesús, también demuestran la insuficiencia de las pruebas admitidas por el juez, tanto como el truco principal que utilizaron los jueces para conseguir la condena cuando otras pruebas les fallaron.
Este método consistió en una serie de preguntas tales como las siguientes: "¿Aceptaría usted la libertad, tanto para usted como para su Iglesia, si esto fuese posible?". Dada la contestación afirmativa, el juez continuó: "¿La aceptaría de manos de una fuerza papal? En caso de una invasión de este reino por las fuerzas papales, ¿qué debe hacer un buen católico?". Como ningún católico de aquellos tiempos podía dar una contestación satisfactoria a estas preguntas, no había dificultad en condenarles como traidores al reino. Campion denunció con toda su elocuencia la injusticia de este truco en su juicio.
Después de la sentencia condenatoria les dejaban en la cárcel unos días más, sacándoles solamente para llevarles a la horca atados a una especie de trineo arrastrado por un caballo, siendo acompañados siempre por el pastor protestante discutiendo con ellos, sin duda para que no tuviesen oportunidad para hablar con amigos o rezar en paz. Al llegar al sitio de su martirio les quitaban la ropa, dejándoles solamente la camisa, así facilitaban el cumplimiento de los últimos detalles de la sentencia brutal. Ataban la cuerda al palo y el mártir subía las escaleras de la horca. La gente alrededor esperaba un discurso del condenado, y muchos de los mártires aprovecharon esta ocasión para hacer su última predicación de la verdadera fe a la gente ignorante que les rodeaba. Después de rezar una oración, sin miedo alguno y muchas veces con visible alegría, se preparaban para el supremo sacrificio. Quitando las escaleras o el carro debajo de sus pies el verdugo les dejaba congestionarse hasta casi perder el conocimiento. En este momento les echaba al suelo, donde les quitaban las entrañas y el corazón. A muy pocos, como favor especial, les dejaron en la horca hasta morir, y la mayoría tuvieron bastantes fuerzas para elevar una última oración al cielo en el momento de quitarles el corazón. Luego les cortaban la cabeza y les descuartizaban con el fin de exponer sus restos en un lugar público.
Así murieron por su fe, sabiendo que otros vendrían detrás de ellos para continuar su trabajo. En efecto, al recibir las noticias del martirio los estudiantes, todavía en sus colegios en el extranjero, solían acudir a la capilla para cantar el Te Deum y la Salve, En el Colegio de Valladolid esta ceremonia tenía lugar delante de una estatua de la Virgen mutilada por las tropas inglesas durante el saqueo de Cádiz. Como siempre, de la sangre de los mártires brotó una resistencia cada día más fuerte y más eficaz. España puede tener el merecido orgullo de haber dado refugio a muchos de aquellos sacerdotes, puesto que el Colegio de Valladolid cuenta entre sus alumnos de aquellos tiempos veintitrés mártires, diecinueve de ellos ya beatificados por la Iglesia. El país tendrá su recompensa por ese acto de generosidad y verdadero espíritu católico.
Quizá sea verdad que la resistencia a la Reforma fue menos dura y eficaz en Inglaterra que en otros países de Europa; pero también es cierto que el heroísmo de los pocos que lucharon tanto, perdiendo sus vidas por la causa de la fe, es un ejemplo, no solamente para los católicos ingleses, sino también para el mundo entero. De aquellos esfuerzos y de aquella sangre ha brotado la fe de nuevo en la isla, tanto que podemos afirmar que no fue derramada en vano. Lo mismo se dirá de todos los mártires de la Santa Iglesia, y mientras existan hombres y mujeres que estén dispuestos a sacrificar todo, incluso sus vidas, por la causa de la verdad, aquella verdad triunfará sobre todos los obstáculos y todos los perseguidores.
Para entender mejor lo que les llevó a la muerte por su religión será menester hacer un pequeño resumen de la historia de aquella Reforma tal como se desarrolló en Inglaterra. Es decir, es necesario comprender el origen, naturaleza y tendencias de la causa en que perdieron la vida. Si no, nunca podremos comprender por qué se les acusó de traición, por qué fueron tan vanas las acusaciones lanzadas contra ellos y por qué fueron aceptadas dichas acusaciones tantas veces juntamente con pruebas ridículas contra su causa delante de los tribunales.
El protestantismo no logró tener éxito en Inglaterra hasta el reinado de Eduardo VI. Todo lo contrario, al rey Enrique VIII le fue concedido por el Papa el título de defensor de la fe por sus escritos contra aquella herejía. Sin embargo, la semilla de la separación entre Inglaterra y la Iglesia católica había sido sembrada hacía años, puesto que el poder de la Corona y el del monarca se habían aumentado mucho desde las guerras de las Rosas, de tal manera que la Iglesia en Inglaterra llegó a ser un instrumento más en las manos del rey. Por tanto, cuando Enrique VIII decidió casarse con Ana Bolena, divorciándose de su legítima esposa, Catalina de Aragón, pocas fueron las voces levantadas en contra, sí dejamos aparte la de Tomás Moro y Juan Fisher. Así llegó el cisma; pero todavía no había entrado la herejía.
El protestantismo empezó su trabajo nefasto en el reinado del joven Eduardo VI, introduciéndose primero entre los ministros del rey y, más tarde, apoderándose, sin mucha oposición, de las grandes ciudades, tanto como de los condados del este del país. Cuando llegó al trono la reina María, hija legítima de Enrique VIII y Catalina de Aragón, defensora de la verdadera religión y ferviente católica, el protestantismo tenía mucha fuerza en todo el país. Por esta razón el renacimiento del catolicismo durante su reinado duró muy poco, escasamente cuatro años desde su proclamación oficial hecha por el Parlamento.
Después de la muerte de María heredó el trono Isabel I, en el año 1558, y ésta, olvidando enseguida su solemne promesa de mantener en el reino la fe católica, se rodeó de consejeros y ministros protestantes, de los cuales Guillermo Cecil puede considerarse el jefe y prototipo. Entonces empezó la verdadera lucha entre la herejía y las fuerzas de la Contrarreforma, tanto que la mayoría de los mártires fueron ejecutados durante estos años, siendo relativamente pocos los que murieron durante el período de Carlos I, Jaime I y el protector CronweIl. Sin embargo, la persecución no empezó de una manera abierta y violenta, debido a que Isabel I y sus ministros habían condenado de una manera tan rotunda las ejecuciones de protestantes durante el reinado de María que sería demasiado ingenuo lanzarse en seguida, a su vez, a asesinar a los católicos.
Así, por lo menos, pensó Cecil, el primer ministro de Isabel. Primero sería necesario consolidar la posición del protestantismo y preparar el terreno. Esto lo hizo con dos leyes, el decreto de Supremacía y el acta de Uniformidad, en el año 1559. Con estos decretos se planteó un grave problema que hasta entonces no había surgido, y por tanto, frente a él los mismos católicos se encontraron desconcertados.
Antes se había discutido mucho la relación entre el poder de la Iglesia y el del Estado, siendo mantenido firme el derecho de la Iglesia de nombrar a los obispos y de concederles sus poderes jurisdiccionales, mientras el Estado había conseguido en Inglaterra el derecho de exigir contribuciones del clero y de juzgarles. Ahora se planteó un problema muy distinto, puesto que el rey se declaró monarca, no solamente en cuanto a las cosas civiles del país, sino también de las espirituales y religiosas dentro de su reino. Algunos de sus súbditos —la mayoría— resolvieron el problema aceptando con sumisión los decretos reales, viendo en ellos solamente los deseos del rey de enriquecerse mediante una confiscación de los bienes de la Iglesia en el país, especialmente de los grandes monasterios. Otros, y al principio fueron muy pocos, dieron sus vidas antes de ceder al monarca lo que consideraban una prerrogativa del Romano Pontífice. Es decir, éstos vieron en el problema su aspecto teológico, mientras los otros no vieron más que el aspecto político-social. Pero vamos a continuar con nuestra historia.
El levantamiento en el norte de Inglaterra en el año 1569, por motivos puramente religiosos, hizo a Cecil cambiar su política, y desde entonces la persecución de los católicos fue más dura, tanto que, en el año 1570, el papa San Pío V excomulgó a la reina Isabel. En seguida Cecil tomó su revancha. Identificando el protestantismo con el espíritu nacional, empezó a calificar de traidores a todos los que propagaron las noticias de la sentencia papal, a todos los sacerdotes que continuaron en la verdadera fe, juntamente con los que les ayudaran con dinero y les hospedaran en sus casas. Pero, al mismo tiempo, había empezado aquel movimiento espiritual que llamamos la Contrarreforma
Sus ojos abiertos por la sentencia papal lanzada contra la reina, muchos católicos se marcharon de Inglaterra al extranjero, formándose así verdaderas colonias en muchos países entre estos jóvenes dispuestos a dar sus vidas para conservar la fe en Inglaterra. En 1556 el cardenal Allen abrió su famoso seminario en Douai mandando desde allí los primeros misioneros en el año 1574. Un poco más tarde abrió otro seminario en Roma, en 1578, y en 1589 todavía otro en Valladolid. El de Roma, como el de Valladolid, perduran aún y continúan su trabajo de educar y mandar sacerdotes a todas partes de Inglaterra. Tanto como la oposición, la resistencia de los católicos se había endurecido. La persecución continuó bastantes años todavía, hasta el fin del gobierno del protector CronweIl; pero llegó a su punto más feroz después del decreto del año 1585 contra la misa y los sacerdotes.
Según este decreto todos los sacerdotes de la isla tendrían que salir de ella en un plazo de cuarenta días; el mero hecho de ser sacerdotes era un acto de traición a la nación; los que estaban estudiando en seminarios fuera del país tendrían que volver a él dentro de un período de seis meses y prestar un juramento de fidelidad a la reina como cabeza de la nación y de la Iglesia. Los que rehusaron cumplir estas condiciones fueron declarados traidores, juntamente con todos los que les ayudaron en cualquiera forma. Les esperaba la pena de muerte. Esta, en general, fue la situación política y religiosa de aquellos tiempos. Ahora examinemos con más detalle la vida de aquellos gloriosos mártires y su muerte.
Al terminarse la persecución 316 personas habían dado sus vidas para conservar los restos de la fe en Inglaterra. De éstas 79 fueron seglares y 237 sacerdotes, de los cuales 85 eran religiosos de distintas Ordenes religiosas, entre ellas jesuitas, dominicos, benedictinos y franciscanos. Al leer estas cifras nuestra primera reacción es: ¿por qué fueron tan pocos? La contestación a esta pregunta no es sencilla, pero podemos resumirla diciendo que, al principio, no se vio claramente el peligro que encerró el cisma en tiempos de Enrique VIII, siendo solamente cincuenta los que murieron por la fe durante su reinado. Pero entre ellos encontramos aquellos dos santos, Santo Tomás Moro y San Juan Fisher, obispo de Rochester y gran defensor de la reina Catalina de Aragón. Además, la supresión de los monasterios y la flaqueza de los obispos en tiempos de Enrique planteó un problema para los fieles y para los sacerdotes. No tuvieron más remedio que seguir el ejemplo de sus obispos. En tiempos de Isabel I, como hemos indicado, se endureció la resistencia, pero ya era demasiado tarde para conseguir la completa conversión de la isla. Sin embargo, tenemos que decir que, si hoy día la misa se celebra en Inglaterra y si hay cuatro millones de católicos fervorosos allí, este hecho es debido, en gran parte, al sacrificio de aquellos católicos que murieron entre 1535 y 1679.
No podemos escribir aquí las vidas de cada uno de los mártires, puesto que no disponemos de espacio suficiente para ello. Por tanto, los vamos a dividir en dos grupos: los seglares y los sacerdotes. Entre los seglares encontramos todas las clases sociales desde lo más alto hasta lo más bajo, desde un canciller del reino hasta un simple obrero. Entre ellos hay tres mujeres. Cada uno dio su vida en circunstancias muy distintas, pero todos murieron por la misma causa: su fe. Entre ellos se destaca, tanto por su carácter como por las circunstancias de su muerte, el canciller Santo Tomás Moro. Intimo compañero y amigo del rey Enrique VIII, abogado distinguido, de mucha cultura general, amigo de Erasmo, cariñoso padre de familia, era un hombre muy simpático por razón de su buen humor y, además, era un católico fervoroso. Cuando vio que no era compatible con su religión aceptar el juramento de sumisión a Enrique como cabeza de la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión, tratando de vivir una vida tranquila en su casa sin más complicaciones. Pero por fin fue arrestado e interrogado en la Torre de Londres. A todos los esfuerzos para convencerle de que debía prestar el juramento contestó sencillamente que no podía reconciliarlo con su conciencia. Cuando su propia mujer añadió sus esfuerzos a los de sus amigos, le contestó, "¿Cuántos años crees que podía vivir en mi casa?" "Por lo menos veinte, porque no eres viejo", le dijo ella. "Muy mala ganga, puesto que quieres que cambie por veinte años toda la eternidad.” Por fin murió después de quince meses en la cárcel. Su catolicismo se demuestra en la pequeña obra Diálogo en tiempos de tribulación, que escribió en la cárcel; mientras su buen humor se reveló en los últimos momentos de su vida cuando, al agachar la cabeza sobre la madera para recibir el hachazo, dijo, quitando su barba de la madera: "Dejadme quitar la barba de aquí; ésa no ha cometido ninguna traición".
La mayoría de los otros murieron porque ayudaron a los sacerdotes en su trabajo como misioneros, ocultándoles en sus casas, preparándoles escondites donde podían refugiarse con sus hábitos y con todo lo que podía demostrar que se había celebrado misa en aquel lugar. Entre ellos encontramos a tres mujeres. Una, Ana Line, fue condenada por tener sacerdotes en su casa. Antes de ser ahorcada dijo a la muchedumbre: "Me han condenado por recibir en mi casa a sacerdotes. Ojalá donde recibí uno pudiera haber recibido a miles y no me arrepiento por lo que he hecho". Las últimas palabras de Margarita Clitheroe fueron: "Este camino al cielo es tan corto como cualquier otro”. Margarita Ward perdió la vida porque llevó en una cesta la cuerda con que se escapó de la cárcel el padre Watson, sabiendo que, de ser descubierta, nada la podría salvar de la horca. Los jueces hicieron lo posible para que prometiese ir a la iglesia protestante, pero su contestación fue sencilla y clara: "Eso no me lo permite la conciencia".
La vida de los sacerdotes es más fácil de describir por la semejanza que existe entre ellas.
Se educaron en seminarios y colegios en el extranjero (en España había tres en Valladolid, Madrid y Sevilla), cursando sus años de filosofía y teología. Después de ordenarse marchaban a Inglaterra, disfrazados de comerciantes, soldados, criados, etc., sabiendo que la muerte les acechaba a cada paso. Algunos fueron hechos prisioneros nada más llegar, mientras otros consiguieron pasar muchos años desapercibidos, sin despertar las sospechas de las autoridades civiles. Pero, más tarde o más temprano, para todos llegó el momento de la prueba. Generalmente debido a informes de algún traidor o espía, los guardias les buscaban, encontrándoles a veces en el acto de celebrar la misa o escondidos con sus hábitos sacerdotales en una casa. Encadenados, pasaban un periodo indefinido en la cárcel, donde eran interrogados repetidas veces para conseguir las pruebas necesarias contra ellos y los nombres de aquellos que les habían dado alojamiento o ayuda, tanto como los sitios donde habían celebrado la misa. Pero, fieles a su fe y su vocación, en ningún caso revelaban datos importantes. Por lo que eran sometidos a la tortura para conseguir por la fuerza lo que no quisieron decir libremente. Esta tortura fue tan dura a veces que, al llegar al juicio público, había que dejarles sentar, porque no tenían fuerza bastante para mantenerse de pie. Las condiciones en la cárcel fueron tan miserables que algunos murieron allí sin llegar a la horca. Un alumno del Colegio Inglés de Valladolid fue traicionado por su propio padre, quien, después de la muerte de su hijo en la cárcel, rehusó darle entierro cristiano.
Después del interrogatorio oficial venían las disputas con los pastores protestantes, quienes trataban de conseguir la apostasía de los misioneros mediante sus argumentos, sin éxito, saliendo vencidos por la sabiduría y la paciencia de los mártires, debidamente preparados durante sus estudios para este momento. Luego venía el juicio, del cual sabemos todos los detalles, puesto que los documentos oficiales y deposiciones se encuentran en los archivos del Estado todavía. Un estudio de estos documentos nos revela que la causa principal fue siempre religiosa, disfrazada bajo acusación de traición. Los documentos del juicio del Beato Edmundo Campion, uno de los más renombrados mártires de la Compañía de Jesús, también demuestran la insuficiencia de las pruebas admitidas por el juez, tanto como el truco principal que utilizaron los jueces para conseguir la condena cuando otras pruebas les fallaron.
Este método consistió en una serie de preguntas tales como las siguientes: "¿Aceptaría usted la libertad, tanto para usted como para su Iglesia, si esto fuese posible?". Dada la contestación afirmativa, el juez continuó: "¿La aceptaría de manos de una fuerza papal? En caso de una invasión de este reino por las fuerzas papales, ¿qué debe hacer un buen católico?". Como ningún católico de aquellos tiempos podía dar una contestación satisfactoria a estas preguntas, no había dificultad en condenarles como traidores al reino. Campion denunció con toda su elocuencia la injusticia de este truco en su juicio.
Después de la sentencia condenatoria les dejaban en la cárcel unos días más, sacándoles solamente para llevarles a la horca atados a una especie de trineo arrastrado por un caballo, siendo acompañados siempre por el pastor protestante discutiendo con ellos, sin duda para que no tuviesen oportunidad para hablar con amigos o rezar en paz. Al llegar al sitio de su martirio les quitaban la ropa, dejándoles solamente la camisa, así facilitaban el cumplimiento de los últimos detalles de la sentencia brutal. Ataban la cuerda al palo y el mártir subía las escaleras de la horca. La gente alrededor esperaba un discurso del condenado, y muchos de los mártires aprovecharon esta ocasión para hacer su última predicación de la verdadera fe a la gente ignorante que les rodeaba. Después de rezar una oración, sin miedo alguno y muchas veces con visible alegría, se preparaban para el supremo sacrificio. Quitando las escaleras o el carro debajo de sus pies el verdugo les dejaba congestionarse hasta casi perder el conocimiento. En este momento les echaba al suelo, donde les quitaban las entrañas y el corazón. A muy pocos, como favor especial, les dejaron en la horca hasta morir, y la mayoría tuvieron bastantes fuerzas para elevar una última oración al cielo en el momento de quitarles el corazón. Luego les cortaban la cabeza y les descuartizaban con el fin de exponer sus restos en un lugar público.
Así murieron por su fe, sabiendo que otros vendrían detrás de ellos para continuar su trabajo. En efecto, al recibir las noticias del martirio los estudiantes, todavía en sus colegios en el extranjero, solían acudir a la capilla para cantar el Te Deum y la Salve, En el Colegio de Valladolid esta ceremonia tenía lugar delante de una estatua de la Virgen mutilada por las tropas inglesas durante el saqueo de Cádiz. Como siempre, de la sangre de los mártires brotó una resistencia cada día más fuerte y más eficaz. España puede tener el merecido orgullo de haber dado refugio a muchos de aquellos sacerdotes, puesto que el Colegio de Valladolid cuenta entre sus alumnos de aquellos tiempos veintitrés mártires, diecinueve de ellos ya beatificados por la Iglesia. El país tendrá su recompensa por ese acto de generosidad y verdadero espíritu católico.
Quizá sea verdad que la resistencia a la Reforma fue menos dura y eficaz en Inglaterra que en otros países de Europa; pero también es cierto que el heroísmo de los pocos que lucharon tanto, perdiendo sus vidas por la causa de la fe, es un ejemplo, no solamente para los católicos ingleses, sino también para el mundo entero. De aquellos esfuerzos y de aquella sangre ha brotado la fe de nuevo en la isla, tanto que podemos afirmar que no fue derramada en vano. Lo mismo se dirá de todos los mártires de la Santa Iglesia, y mientras existan hombres y mujeres que estén dispuestos a sacrificar todo, incluso sus vidas, por la causa de la verdad, aquella verdad triunfará sobre todos los obstáculos y todos los perseguidores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario