jueves, 22 de junio de 2017

San Paulino de Nola

Una granja opulenta a orillas del Garona, un cristianismo incoloro y difuso, una universidad floreciente y decadente a la vez: tal es el medio geográfico, religioso e intelectual en que se desarrolla la juventud de este amable rapsoda de Cristo. Meropio Poncio Anicio Paulino pertenecía a una de las más ilustres familias de Roma. Su padre, después de ejercer las funciones de prefecto del pretorio en las Gallas, había fijado su residencia en los alrededores de Burdeos. Y allí creció el hijo entre los fuertes muros de la villa paterna, que era a la vez centro agrícola, taller y residencia señorial; que empezaba ya a erizarse de torres y a tomar el aspecto de un castillo; que se animaba con el murmullo de una tropa innumerable de esclavos, libertos, colonos, clientes y locatarios. En los patios y los jardines se veían estatuas de dioses y héroes de la mitología helénica, pero el Dios de la casa era Cristo, desde que, medio siglo antes, aquellos aristócratas habían abandonado la religión de sus antepasados. Pero era aquél un cristianismo que se armonizaba perfectamente con una dulce tolerancia; un espiritualismo clásico que miraba con repugnancia el celo indiscreto y la virtud excesiva, y en el cual, paganos y cristianos se encontraban sin choques ni estridencias. Paulino se dejó llevar dulcemente de ese ideal risueño, en que todos los extremismos están templados por el sentido del gusto, por la filosofía del equilibrio y la mesura, y por el arte del buen parecer. Todo aquello, muy conforme con las tendencias de una sociedad que, en vísperas de morir, saboreaba el placer de la vida, estaba también de acuerdo con su naturaleza sensible y delicada.

Este ambiente es el que se respiraba en la vida de Hebromago y en las escuelas de la ciudad cercana, Burdeos. El rey en ellas era el profesor Ausonio, retórico y poeta, de quien se ha podido dudar si era un bautizado o uno de aquellos espiritualistas del paganismo que veían en las fábulas de la mitología simples símbolos y personificaciones de los atributos de Dios. Este hombre frívolo y superficial, que gozaba jugando con las palabras, sin llegar jamás al fondo de las cosas; que si había dado su nombre, como parece, a la nueva religión, estaba, por sus gustos y afinidades espirituales, unido estrechamente al pasado, fue el maestro, el guía, el consejero del joven patricio. Toda su gloria la puso en la formación de aquel discípulo, brillante y dócil, en quien veía despuntar sus mismas cualidades. Paulino empezaba a distinguirse en la poesía y en la elocuencia. En sus primeros ensayos se nos revela como un versificador ágil, ingenioso y diestro para tratar con gracia y agudeza temas sin importancia. El sentimiento poético del maestro no conocía mayores exigencias. Al mismo tiempo, Paulino estudiaba la jurisprudencia, que ningún romano de alta alcurnia podía desconocer. Como San Agustín, aprendió el griego, pero sin llegar a ser un verdadero helenista. Movido ya por aquella inquietud que debía llevarle a tomar resoluciones definitivas, se apasionaba también por los estudios filosóficos, penetrando primero en el mundo de las ideas platónicas, que eran en Burdeos la enseñanza oficial, y recorriendo luego, uno tras otro, todos los sistemas, sin que ninguno llegase a satisfacerle; con el estudio de la filosofía junta el de las ciencias naturales, hacia las cuales se inclinaban su curiosidad de sabio y su naturaleza de artista.

Tal es la adolescencia de aquel ilustre heredero de una regia fortuna; años fáciles y venturosos, alegrados por los éxitos y los aplausos, iluminados por el encanto de la amistad, sostenidos por el afecto de los maestros y la admiración de los condiscípulos. De piedad. Paulino aún no sabe nada. Ni piensa siquiera en recibir el bautismo. Toda su vida está orientada hacia el mundo, hacia los triunfos de las letras y las esperanzas de la política. A los veinte años, hereda un patrimonio inmenso: granjas, bosques, minas, esclavos, vías y ciudades enteras, derramadas por las provincias de Italia y las Galias. Se presenta en Roma, donde ya es considerado como uno de los más grandes personajes del Imperio; entra a formar parte del cuerpo del Senado, se distingue entre sus compañeros por su elocuencia, por su fastuosidad y por su talento práctico; y, nombrado cónsul en 378, consigue realizar el sueño de todos los grandes patricios de Roma.

El consulado había perdido ya toda su importancia efectiva; pero Roma, ciudad de la tradición, seguía adornando la sombra con una pompa incomparable. Paulino conoció la embriaguez de aquel cortejo triunfal, que antaño se reservaba únicamente para los generales vencedores. Vistió la púrpura consular; recibió los dípticos de marfil donde estaba esculpido su retrato y grabado su nombre; recibió los saludos estruendosos de la multitud en un amanecer primaveral: atravesó las calles engalanadas de la ciudad sobre un carro de chapas de oro, que arrastraban blancos corceles, rodeado de los 600 senadores, precedido por los lictores con sus hachas adornadas de cintas rojas, seguido de sus criados, que avanzaban sembrando las calles de monedas de oro; de los colegios de artesanos, que se agrupaban en torno de sus banderas; del grupo de los magistrados, envueltos en sus níveas togas; de las facciones del circo, que se distinguían por sus brillantes colores, y de un público inmenso, que le aclamaba frenético y le aplaudía y llenaba el carro triunfal de rosas, de siemprevivas y de ramos de mirto y de laurel. Así, hasta el Capitolio. A la puerta del templo de Júpiter, Paulino recibió la silla curul, pero no quiso sacrificar al dios, ni consultar las observaciones de los augures. Entró en posesión de sus funciones; las inauguró con la más dulce de sus prerrogativas: la liberación de esclavos; y, habiéndose dirigido al circo, tomó asiento en el estrado consular, agitó un lienzo de seda, y así dio a entender que comenzaban los juegos.

Aquel consulado dejó en el pueblo de Roma una impresión de magnificencia que duraba aún cuando, tres lustros más tarde, el ilustre patricio volvía a atravesar el Foro con el bastón de peregrino en la mano y a la espalda el manto de la humildad. Sólo Paulino parece haber quedado descontento. Lo mismo que los sistemas filosóficos, las dignidades más ambicionadas dejaban su alma insatisfecha. Cuando, al dejar las fasces consulares, recibe el gobierno de la provincia de Campania, su único anhelo es descansar, meditar, entrar dentro de sí mismo. No quiere residir en Capua, capital de su provincia, sino en Nola, pequeña ciudad que formaba parte de su patrimonio familiar. Y es que en Nola estaba el sepulcro del mártir San Félix, cuya leyenda le atrae, cuyos milagros le impresionan vivamente. Allí empieza a encenderse su devoción; allí, como él mismo dice, germina en su alma la primera simiente de las cosas divinas. «A las puertas de aquella iglesia—dirá más tarde—sentí que mi alma se volvía hacia la fe y que una luz nueva abría mi corazón al amor de Cristo.» Al abandonar su gobierno, «sin que la espada de la autoridad se hubiera tenido ron sangre de humanas cabezas», quiso sellar la nueva orientación de su vida con una ceremonia extraña. Cuenta Suetonio que Nerón consagró a Júpiter Capitolino su barba, encerrada en una caja de oro con engastes de perlas. Siguiendo este rito de origen pagano, Paulino hizo a San Félix la ofrenda de su primera barba.

Aquello era sólo el principio de una conversión. El joven patricio no piensa aún en dejar el mundo, y menos en recibir el bautismo. Al volver a su tierra, se encuentra en España a una joven de gran familia y rara virtud, y hace de ella su mujer. La figura de esta ilustre matrona, cuyo nombre fue inmortalizado muchos siglos después por la mística de ávila, nos recuerda uno de esos retratos antiguos que el tiempo ha llegado a borrar y oscurecer, pero que aún nos ofrecen algunos rasgos nobles y graciosos, reveladores de un alma privilegiada. Una esposa buena y dulce es ya una de las obras maestras salidas de la mano del Criador. Y esta obra maestra era Teresa, la compañera de Paulino; pero en ella había algo más todavía: su puesto estaba entre ese grupo selecto de almas grandes, sin desfallecimiento, altivas en la humildad, generosas sin ostentación, que realizan el tipo perfecto del ideal cristiano. Paulino encontraba en ella un modelo de vida cristiana, y al mismo tiempo toda la gracia y la ternura de la esposa más amante. «Extranjero —dice Paulino, hablando con Dios—, llegué; guiado por Ti, al país de los iberos; allí tomé una esposa según las leyes humanas; ganaste dos vidas al mismo tiempo; te aprovechaste del yugo de la carne para poner en salvo a dos almas, compensando con los méritos de la una las dudas e inquietudes de la otra.»

Tal era la nueva influencia que se cruzaba en la vida del opulento consular. Las dudas desaparecieron, los recuerdos paganos empezaron a desvanecerse en la lejanía, y el bautismo vino a consagrar aquella evolución lenta y casi imperceptible. Sin embargo, ni Paulino ni Teresa se acuerdan todavía del sacrificio supremo. Ella dirige la casa, dulce, grave y austera; él llena sus días con la administración de sus bienes, las relaciones de sociedad, las arengas del foro y el ejercicio de los cargos públicos. Una oración poética, que compone por este tiempo, nos descubre la discreción excesiva de su ideal: vivir felizmente y sin reproche, no despertar ni sentir la envidia, ser accesible a los desgraciados, gozar del cariño fiel de su esposa y de las delicias de la amistad, tener una mesa bien abastecida y conseguir el paraíso sin sacudidas ni estremecimientos. Por esta época conoció Paulino a San Martín de Tours. El apóstol de la Galia le recibió bondadosamente, le distinguió con su amor, y habiendo visto sus ojos enfermos, se los ungió con aceite y se los curó. Más íntimo parece haber sido el trato con San Ambrosio. «Al venerable Ambrosio—decía Paulino más tarde—yo le considero como mi padre espiritual, puesto que él me ha instruido en los misterios de la fe, y su consejo me ayuda todavía a cumplir con los deberes del sacerdocio.» Todo parecía conjurarse para acercar aquel corazón al ideal evangélico, cuando vino el golpe definitivo: la intervención de la familia en la política revuelta de aquel tiempo; la muerte violenta de su hermano, y para él la perspectiva de la misma suerte. La espada estaba ya suspendida sobre su cabeza, y se hablaba de confiscar sus bienes. «¡Oh Padre celeste!—dirá luego—. Tú arrancaste mi vida al suplicio, y al fisco mis riquezas. Tú me reservaste con ellas para el Cristo mi Señor. Entonces toda mi vida cambió; por la fe dejé el mundo, mi patria, mi hogar y huí a una tierra lejana; con el precio de todas las riquezas compré el derecho de llevar mi cruz; con todos mis bienes de la tierra pagué la esperanza del Cielo, porque la esperanza y la fe valen más que todos los bienes de la carne.»

Esto era en 390. Los dos esposos pasan los Pirineos y se establecen en España, no sobre las rocas escarpadas de Calahorra, ni bajo los peñascos imponentes de Bílbilis, como decía Ausonio, sino al abrigo de quintas deliciosas, situadas en las cercanías de Barcelona y Zaragoza. Si no son todavía unos ascetas, caminan poco a poco hacia la existencia monacal. Paulino, ahora estudia los libros santos, se entrega con insistencia a la oración, parafrasea los salmos de David en armoniosos hexámetros y compone sentidos poemas de inspiración cristiana. El advenimiento de un hijo al hogar parece alejarle un momento del camino emprendido; pero el niño muere al. poco tiempo de nacer, y sus padres le entierran en Compluto, junto a las reliquias de los niños mártires Justo y Pastor. «Largo tiempo—canta el poeta—le hablamos deseado, pero se apresuró a marchar a las moradas celestes. En otro tiempo yo fui pecador; tal vez esta pequeña gota de mi sangre sea mi luz.» Iban a dar el último paso. Desde entonces Paulino y Teresa se miraron como dos hermanos, dieron el último adiós al mundo y empezaron a desprenderse de sus riquezas. San Jerónimo, a quien habían consultado, les respondía: «No dudéis un momento: romped el cable que sujeta la barca a la orilla, no perdáis tiempo en desatarle.» San Paulino había preguntado, además, qué ocupaciones serían convenientes para su nueva vida, pues había resuelto renunciar a las letras profanas, y, por otra parte, el estudio de la Biblia se le presentaba lleno de dificultades. Como era de esperar, el solitario de Belén le aconseja el trabajo intelectual. «La santidad en la ignorancia—decía—sólo es útil para sí misma; edifica la Iglesia de Dios; pero puede también perjudicarla, puesto que no sabe defenderla.» Y empezó la venta de tierras, la manumisión de esclavos, las donaciones a las iglesias, las limosnas, las liberalidades, las recompensas inverosímiles. «Paulino—escribe un contemporáneo—abrió sus graneros a todos los que venían a él, y venían de las últimas regiones del Imperio. Sacó a muchos de la prisión, dio libertad a muchos cautivos y pagó las deudas a muchas personas que gemían en la cárcel.» Así quedaron despedazados sus reinos —como decía Ausonio—; así alcanzó la verdadera riqueza, según su propia expresión, «porque, aunque poseyese el mundo entero—añadía—, ¿es que todo ello valdría algo comparado con el Señor Jesús?» En el gran mundo se le trató de loco, de necio, de cobarde; sus parientes se reían de él, y sus amigos le abandonaron: «Se diría que tienen vergüenza de conocerme—decía él mismo—; los que antes me adulaban son ahora mis perseguidores.» Hay uno, sin embargo, que no puede olvidarle: es el viejo maestro. Ausonio no comprende nada de todas aquellas cosas, que él considera como hazañas de un demente. No obstante, se acuerda de su discípulo, «prisionero de los celtíberos», le escribe largos poemas y le invita a volver a su patria para cantar juntos a las musas y recordar los años pasados. Ni sus versos ni sus cartas logran romper el .silencio; pero él no se desalienta: vuelve a escribir, manejando nuevos argumentos y prorrumpiendo en los gemidos desgarradores de la amistad despreciada. «Los mismos enemigos—dice—se saludan cuando van a matarse; nada mudo hay en la Naturaleza. No necesitas decirme muchas cosas: Buenos días y adiós; un saludo, un deseo de felicidad en el papel.» La culpa era de los correos. Cuatro años tardaron las tres primeras cartas del profesor Aquitano en llegar a su destino. Paulino se llenó de alegría al recibirlas, pero no pudo aceptar la invitación de su maestro: «¡Oh padre! —le decía—, ¿por qué me mandas que me acuerde de las musas, a las cuales he renunciado para siempre? Dios no sufre rivales, y están cerrados para Apolo los corazones consagrados a Cristo.» Reconoce que todo en su vida pasada se lo debe a su maestro; los estudios, las dignidades, el saber, la gloria de la palabra, de la toga y del nombre; pero eso le importa ya muy poco: «Toda mi angustia ahora, todo mi afán, es librarme de mis pecados antes de la muerte. Con el pensamiento de este día, las fibras de mi corazón se estremecen de terror; mi alma tiembla en la previsión del porvenir y gime al verse encadenada a un cuerpo miserable y de no poder levantarse con ala ligera al encuentro del Rey. Mi temor y mi tormento es que el último día no me sorprenda dormido en las tinieblas, ocupado en cosas estériles y derrochando mi vida en inútiles cuidados, a fin de aguardar la muerte terrible con un corazón tranquilo. Si esto te parece bien, felicita a tu amigo de su magnífica esperanza; si lo repruebas, me basta ser aprobado por Cristo.»

Al despojarse de sus bienes, Paulino sólo tenía un pensamiento: retirarse a Nola para hacer vida ascética junto al sepulcro de San Félix. Mas he aquí que en 392, asistiendo en Barcelona a las funciones de Navidad, el pueblo se arrojó sobre él, le arrastró hasta el altar y obligó al obispo a que le ordenase. Paulino se resistía, pero hubo de contentarse con imponer una condición: que no se le obligase a adscribirse a ninguna Iglesia. Era una ordenación anticanónica; las leyes de la Iglesia empezaban a condenar estos piadosos tumultos; aunque hay que reconocer que el pueblo tenía un instinto maravilloso para escoger sus sacerdotes: San Agustín, San Ambrosio, San Basilio y San Gregorio de Nacianzo habían subido de esta manera a las órdenes sagradas. Poco canónica era también aquella libertad que Paulino reclamaba, pero el santo mártir de Campania le atraía invenciblemente. Dos años más tarde tomaba el camino de Italia juntamente con su mujer, que ahora era su hermana. En Roma su paso despertó curiosidad y contradicción. El pueblo aclamó en hábito de monje al cónsul que años antes había conducido al Capitolio. Pero entre una porción del clero y la aristocracia, su presencia fue recibida con sarcasmos y desprecios. Hasta el Pontífice Siricio, «hombre simple, que juzgaba a los otros según su propia condición», se mantuvo con él en una actitud de reserva y desconfianza. En cambio, el grupo de ascetas que había dirigido San Jerónimo le recibió con entusiasmo y admiración, y desde Milán le llegaban las felicitaciones amistosas de San Ambrosio. «¿Qué dirán los senadores cuando sepan estas cosas?—había dicho ya antes el gran obispo—. ¡Un hombre de su nacimiento, de su familia, de su carácter, de su elocuencia, abandonar el Senado! ¡Interrumpir la sucesión de su casa! Eso no se puede tolerar. Los hombres que se rapan los cabellos y las cejas al ser iniciados en los misterios de Isis, rasgan indignados sus vestidos si alguno, por el celo de la religión de Cristo, cambia la toga por la túnica monacal. ¿No es triste ver tanta consideración por la mentira y tanto desdén por la verdad?»

Paulino se apresuró a refugiarse en su retiro de Nola. Allí va a pasar el resto de su vida, bajo la claridad del cielo napolitano, entre una Naturaleza riente, poblada de limoneros y geranios gigantes, perfumada por hálitos de jardines y viñedos, animada por sinfonías de cantos y colores, y enriquecida por el tesoro de un cuerpo santo, en torno del cual se multiplican los milagros y las bendiciones del Cielo. Vive como un monje, y su vida sigue siendo la misma, cuando en 409 los habitantes de Nola ponen sobre sus hombros el peso del episcopado. Algunos amigos le acompañan, y allí está también Teresa, su mujer. Come pan y legumbres en escudillas de madera; su cocinero es un asceta venido de Aquitania, más rico en virtudes que en habilidades profesionales; su vestido, un cilicio de pelos de camello, regalo de un antiguo condiscípulo suyo, Sulpicio Severo, que ahora es monje en un monasterio de San Martín. «Haces muy bien—le contestaba Paulino—en enviar a un pecador como yo un vestido semejante. Cuando esté prosternado en la presencia divina, la aspereza de este tejido servirá para recordarme que debo estremecerme de horror con el pensamiento de mis pecados; que la contrición debe desgarrar mi alma al mismo tiempo que el cilicio atormenta y crucifica mi carne.» Su morada es un hospital que ha hecho construir junto a la iglesia. Vive con sus amigos en el piso superior; debajo tiene a los pobres, a los enfermos y a los peregrinos. Él les visita, les consuela, les lava los pies, les lleva la comida, les hace olvidar el sufrimiento con su bondadosa solicitud, y en estos oficios de caridad se pasa una buena parte del día. A medianoche, la pequeña comunidad se reúne en la iglesia para rezar maitines. Después Paulino reza, estudia las Sagradas Escrituras, cultiva un pequeño trozo de tierra, que llama «jardín de San Félix»; medita, combate a los pelagianos y escribe sus bellas cartas en prosa y verso. Sus corresponsales son San Delfín de Burdeos, Sulpicio Severo, San Ambrosio, San Jerónimo, Alipio y San Agustín. Cada año abandona una vez su retiro para celebrar la fiesta de San Pedro en Roma. Hijo de patricios, Paulino conserva el gusto del arte y de la suntuosidad. Su vida es sencilla y pobre, pero todas las magnificencias le parecen pocas para su mártir: amplía su templo, construye junto a él otras dos basílicas, las rodea de pórticos, las llena de alhajas preciosas, las adorna de pinturas y las decora de versos.

La poesía sigue siendo para él una ocupación, un arma y un juego. Pero ya no vuelve a acordarse del Helicón ni del coro sagrado de las musas. Canta la vida de San Félix, relata los milagros que se obran en su sepulcro, describe las multitudes pintorescas y ruidosas de los peregrinos, celebra las dulzuras de la vida interior y exhala sus temores, sus ansiedades, sus esperanzas y sus más íntimas preocupaciones. Su estro se remonta a veces hasta las alturas del orden teológico, y se detiene complacido en la pintura de las maravillas celestes. No es propiamente un lírico, pero no es raro encontrar en sus composiciones acentos de un alto lirismo. Algunos de sus relatos milagrosos anuncian el estilo de los fabliaux, como ciertas escenas dialogadas de Prudencio hacen pensar en los misterios de la Edad Media. Paulino posee las dos cualidades, al parecer contradictorias, del observador y el moralista humorístico: la simpatía en la ironía. Se deleita contemplando a los paisanos sencillos y ruidosos que rezan, lloran, amenazan y negocian cerca del sepulcro de San Félix, y al mismo tiempo se ríe bondadosamente de sus maneras pintorescas. Hasta se siente conmovido ante los ladrones, a causa de la gloria que su arrepentimiento y confesión añaden al santo. Tiene el sentido de lo popular y goza en la familiaridad con las cosas humildes de la Naturaleza y del campo. Sabe trazar con pocas palabras siluetas inolvidables, animar sus figuras, comunicarlas una fisonomía propia con un arte que ha heredado de los grandes historiadores latinos. Sabe crear; se inspira en el corazón más que en el espíritu; ama lo que canta, y hace del canto una íntima efusión. En cuanto al mundo exterior, su concepto poético es enteramente nuevo: nada de vaguedad ni de sentimentalismo panteísta; ni la criatura se confunde con el Criador, ni puede prescindir de Él, y en este contraste se encuentra su mayor grandeza. Es el concepto cristiano de las cosas y de la vida. Del clasicismo pagano sólo quedan las formas: ritmos, reminiscencias, giros, frases consagradas. Peca por exceso de facilidad; es poco preciso, y él mismo reconoce que su pluma es demasiado prolija y abundante. Sin embargo su humildad le hace presentarnos sus poemas, «más bien como señales de su pereza y su imprudencia que como fruto de un espíritu iluminado por las claridades del Cielo y cultivado por el estudio de las ciencias humanas». San Jerónimo era más justo cuando, después de alabar su facilidad, la naturalidad de su palabra y la pureza de su estilo, le decía: «Si consigues un conocimiento más profundo de la Escritura y te decides a dar la última mano a tus obras, no tendremos nada más bello, más sabio, más suave y más elegante.» Y añadía: «Como brillaste en el Senado, debes brillar también en la Iglesia. No puedo sufrir en ti nada mediocre; lo quiero todo perfecto, impecable.» Sin duda, Jerónimo hallaba deleite en aquellos deliciosos poemas, pero quería algo más preciso, más fuerte, más saturado de ciencia bíblica.

Pero más que sus versos, lo que llevaba el nombre de Paulino por todo el mundo romano era su conversión, su vida ascética, su celo y su caridad. «¿Qué provincia, qué desierto—preguntaba un discípulo suyo—no debe algún beneficio a Paulino? ¿Quién salió triste de su presencia? ¿Quién cayó, sin que su mano piadosa le ayudase a levantarse? Fue bueno para todos, y a nadie despreció jamás; alentaba a los tímidos, calmaba a los violentos, edificaba a unos con sus palabras y a otros con sus acciones. Era caritativo y portador de la paz; mendigaba para hacer ricos a los demás; servía a los pobres y trabajaba por la salvación de los poderosos. En su tribunal nunca se olvidaba de la misericordia. No quiso pertenecer a esa clase de obispos que inspiran el miedo a las gentes, sino que trabajó por hacerse amar de todos. Por eso todos querían verle y hablarle, y los que no podían contemplarle con sus ojos, querían al menos gozar de su trato por medio de sus cartas, siempre dulces y amables, y de sus versos llenos de encanto y suavidad.» Su amigo Sulpicio Severo quiso poner su retrato al lado del de San Martín, en una iglesia que acababa de levantar, y encargó a un pintor que reprodujese su figura. Asustado del proyecto, Paulino le escribía: «La humildad te ha vuelto loco. ¿Qué figura es la que quieres? Sin duda, la del hombre espiritual; pues bien: me avergonzaría de dejarme pintar como soy, y no quisiera que me representasen como no soy. Odio lo que soy y amo lo que no soy.» Severo despreció estos escrúpulos, y consiguió el retrato; pero Paulino se vengó enviándole unos versos, que debía poner debajo de las dos imágenes. La malignidad no hubiera podido imaginar una sátira más picante: «Vosotros los que entráis para purificar a la vez vuestras almas y vuestros cuerpos, mirad aquí los dos caminos abiertos a la santidad: Martín os ofrece el modelo de la vida perfecta; Paulino os enseña cómo se consigue el perdón. Pecadores, aquí tenéis vuestro retrato; justos, contemplad el espejo de la justicia.»

Siempre bondadoso, Paulino, al ver que se le acercaba la muerte, admitió en el seno de la Iglesia a todos aquellos que había tenido que excluir por motivos de disciplina. Después, dice un testigo de vista, sintiendo que volvía a Dios, pidió que celebrasen los divinos misterios junto a su lecho. Todos pudimos verle inundado de un espíritu angélico y divino. De repente, preguntó en alta voz: «¿Dónde están mis hermanos?» Creyeron que se refería a dos obispos que le asistían; pero él continuó: «Quiero hablar de mis hermanos Jenaro y Martín, que conversaban ahora conmigo y me dijeron que no tardarían en volver.» Alguien le recordó que debía cuarenta monedas para los pobres, y él sonrió, diciendo: «No te inquietes por eso; ya llega el que nos trae ese dinero.» Poco después entró en la habitación un sacerdote con un saquito de oro. A medianoche se levantó a maitines, como los demás días, y volvió a acostarse de nuevo. Repentinamente, una sacudida conmovió la celda en que agonizaba. Todos en torno suyo caían instintivamente de rodillas; él, entre tanto, levantaba los ojos, extendía los brazos y cantaba lentamente: «He preparado una lámpara para mi Cristo.» Y la última nota fue su postrer suspiro. «Hemos presenciado—dice su biógrafo— la muerte de un justo; la hemos presenciado con lágrimas y sollozos, y al mismo tiempo con alegría; hemos visto a los hombres lamentándose por la pérdida del más bondadoso de todos los sacerdotes; y hemos oído a los judíos y a los paganos que decían entre sollozos: «También nosotros hemos perdido un padre; también nosotros hemos perdido un protector.»

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