sábado, 24 de junio de 2017

Nacimiento de San Juan Bautista

Según se ha dicho bellamente, en aquel tiempo el aire de Jerusalén estaba encendido y como eléctrico de pura magia expectativa. El aire de Jerusalén, el de toda Judea y aun el del mundo entero. Herodes envejecía aislado en su palacio de Jericó, que su mano sangrienta había dejado vacío; inquietos presentimientos agitaban las almas, y en todas partes se aguardaba el cumplimiento de las profecías. Da repente, en el templo resuena una voz angélica, que es como una aurora de salud.

Entre los levitas de aquel tiempo figuraba un sacerdote llamado Zacarías. No vivía en Jerusalén, sino en Yuttah, una villa sacerdotal que se alzaba, cerca de Hebrón, en la falda de una colina, en medio de las montañas de Judea. Cuando a la familia de Abías, que era la suya, le llegaba la vez de atender al servicio del templo, él se dirigía a la Ciudad Santa, cumplía dignamente sus funciones y se apresuraba a recogerse en su retiro, al lado de Isabel, su mujer: «los dos esposos eran justos delante de Dios y caminaban sin tacha en las leyes y mandamientos del Señor». Ahora bien: un día llegó Zacarías a Jerusalén para cumplir con sus deberes sacerdotales. Cúpole en suerte quemar el incienso delante de Yahveh, rito importante, que se realizaba con mucha solemnidad. En medio del santo, entre el candelabro de los siete brazos y la mesa de los panes, brillaba el altar de oro en que debían ofrecerse los perfumes. Sólo un tenue velo separaba este lugar del Santo de los santos, vacío desde que desapareció el Arca de la Alianza. Zacarías entró con paso tembloroso, pensando en las predilecciones de Yahveh por su pueblo. Todo lo halló preparado: ardían las lámparas, resplandecía el pavimento de mármoles preciosos, y, en medio del altar, el fuego nuevo lanzaba su llama roja y alegre. El viejo sacerdote permaneció inmóvil con el incienso en las manos, hasta que allá afuera sonó una trompeta. Entonces vació la caja de oro y se dispuso a salir; pero una aparición misteriosa le detuvo...

Entre tanto, el pueblo se impacientaba. Esta ceremonia se realizaba dos veces cada día, pero los judíos asistían siempre desde los pórticos con una secreta inquietud, porque el sacerdote que entraba en el santuario era su representante, y el incienso representaba sus oraciones. Con emoción siempre nueva aguardaban el momento en que el sacerdote salía y los levitas entonaban los himnos sagrados, y la música del templo se juntaba a sus voces, formando una sinfonía que resonaba en las plazas de la ciudad. Pero ahora la nerviosidad era mayor que nunca; nunca habían tenido que esperar tanto; ningún sacerdote había tardado tanto tiempo en presentar su ofrenda. Al fin, Zacarías se presenta en la puerta: viene pálido, mudo, lleno de turbación y de miedo. Todo indica que una escena terrible se ha desarrollado allá dentro. Nada quiso decir entonces; pero más tarde, cuando recobró el uso de la lengua, contó esta historia maravillosa:

Acababa de entrar en el Santo, cuando a la derecha del altar, envuelto entre nubes de incienso, sintió batir de alas: un ángel acababa de aparecer delante de él. Lleno de espanto, empezó a temblar, pero oyó una voz que le decía: «No temas, Zacarías; tu oración ha sido escuchada; tu mujer, Isabel, concebirá un hijo, a quien pondrás el nombre de Juan. Será grande delante del Señor, y el Espíritu Santo lo llenará desde el seno de su madre.» Era una noticia demasiado venturosa para el viejo sacerdote: un hijo había sido durante muchos años el sueño de Zacarías y de su mujer; mas he aquí que se acercaban al sepulcro sin que hubiese la menor probabilidad de que se realizaran sus esperanzas. Zacarías no podía dar fe a las palabras del ángel; aquello era imposible: la nieve cubría su cabeza, y el rostro de Isabel estaba ya arrugado y apergaminado. «¿Cómo puedo creer lo que me dices?», exclamó, al fin. Para convencerle, el ángel se descubrió: «Yo soy Gabriel—le dijo—, uno de los espíritus que asisten delante de Dios. Y he aquí que, en castigo de tu incredulidad, permanecerás mudo y no podrán hablar hasta el día en que todas estas cosas se realicen.»

Estas cosas se realizaron a los nueve meses: Isabel dio a luz, el niño fue circuncidado con el nombre de Juan, Zacarías rompió a hablar de nuevo, y bendijo al Señor Dios de Israel; sus vecinos y parientes hicieron grandes regocijos, porque Dios había desplegado con ellos sus misericordias, y en todas las montañas de Judea, admiradas de tantos prodigios, las gentes se decían unas a otras: «¿Quién pensáis que será este niño? Porque la mano del Señor descansa sobre él.»

Pasaron los días, se desvanecieron los rumores, y en las montañas de Judea ya no se volvió a hablar del sacerdote de Yuttah. El niño milagroso desapareció del pueblo, sin que nadie supiese dónde había ido a parar, hasta que, treinta años más tarde, empezó a resonar la voz en el desierto. El desierto es la tierra desolada que se extiende en la ribera occidental del Mar Muerto: valles áridos, montañas peladas, ondulaciones de color de ceniza, arbustos raquíticos, vuelos de aves de presa y aullidos de lobos y chacales. Entre aquellos tristes barrancos pasó la infancia y la juventud el hijo de Isabel y Zacarías, errante como los antiguos profetas, hoy en una cueva, mañana en una ermita levantada junto a un enebro, solo, sin casa, sin tienda, envuelto en una piel de camello, ceñido por un cinturón de cuero, bebiendo el agua que caía del cielo y arrastraban los torrentes, alimentándose de saltamontes y de miel del campo. Consagrado a Yahveh desde su nacimiento, era un nazareno, un puro; nunca se había cortado el cabello, ni había probado vino ni sidra, ni había tocado mujer, ni había conocido otro amor que el amor de Dios. En aquella tierra maldita se vistió de austeridad y fortaleza; entre aquellas rocas graníticas, que parecían como el símbolo de su temperamento de hierro, se le reveló con toda claridad su glorioso destino. Conocía muy bien las palabras que el ángel había dicho a su padre delante del velo sagrado: «Caminará delante de Dios, con el espíritu y la virtud de Elías, para llevar el corazón de los padres hacia sus hijos, para infundir a los incrédulos la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo perfecto.» Estas palabras, su nacimiento, su existencia toda, se iluminan ahora con la lectura de los Libros Santos. El profeta Malaquías le habla del mensajero que enviará el Señor para abrir los caminos del Mesías. El vidente de Anatoth lleva hasta sus oídos los ecos de la voz que clama en el desierto: «Preparad los caminos del Señor; enderezad sus sendas: todo valle será levantado, y toda montaña allanada, y toda carne verá la salud de Dios.» El mensajero eres tú, le dice la voz interior; el reino de Dios se acerca, hay que domar el orgullo de los soberbios, hay que devolver la confianza a los que desesperan; hay que predicar la penitencia, la purificación, el cumplimiento de la ley.

Y un día, el solitario aparece en el valle de Jericó, junto a las aguas del Jordán, cerca del camino que cruzan las caravanas de Perea cuando van a Jerusalén. Alto, grave, medio desnudo, quemado el cuerpo por el sol del desierto, abrasada el alma por el deseo del reino; sus pupilas relampaguean, su larga cabellera flota por la espalda, espesa barba le cubre el rostro, y de su boca brotan palabras de maldición y espanto. Trae a la vez esperanzas y anatemas, consuelos y terrores. Su ademán avasalla, su presencia impone, su austeridad espanta, y una fuerza magnética se desprende de su mirada. Ante el acento de aquella voz, Israel se conmueve, renace una aurora de salud, se aviva la fe en el Libertador, pues ha de vengar al pueblo de Dios de todos sus enemigos, y las muchedumbres llegan ávidas de recoger las enseñanzas del último de los profetas. Juan las recibe frente al vado del río, y empieza a cumplir su misión de precursor. Fulmina, exhorta, consuela y bautiza. Anuncia el cumplimiento de las profecías, predice la próxima venida de Cristo, reprende a los pecadores y los sumerge en las aguas, simbolizando en la ablución externa el principio de la ablución interior. El solitario se ha convertido en un director de hombres; el silencioso habitante de la selva, en un posible caudillo de pueblos. áspero e iracundo, rígido e impaciente, ni sonríe ni acaricia; habla un lenguaje recio, en el que centellean vivas imágenes, arrancadas al mundo del hogar o a la naturaleza del desierto. Todo en Palestina está lleno de su aparición. Allí arriba, los pescadores del lago entretienen las esperas forzosas de su oficio repitiendo sus palabras; los israelitas piadosos empiezan a ver en él una gozosa esperanza, y los doctores del templo discuten acerca de sus anuncios misteriosos.

Juan dejaba decir y seguía su misión de preparar los corazones para recibir el Evangelio. Aturdidos por aquella palabra de fuego, que caía sobre ellos como un rayo, sus oyentes le decían: «¿Qué hemos de hacer para salvarnos?» Y él tenía para cada uno un consejo. A los escribas y a los fariseos les decía: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la cólera que está a punto de caer sobre vosotros? Haced frutos dignos de penitencia, y no digáis dentro de vosotros mismos: Tenemos a Abraham por padre; porque yo os digo que Dios puede sacar de estas piedras hijos de Abraham.»

No es el entusiasmo patriótico el que inspira aquella voz terrible; el aspecto puramente nacional palidece ante el aspecto moral y religioso. No basta lavarse en el Jordán; es preciso limpiar el alma, mudar de conducta, arrepentirse del pasado. «Pues, ¿qué haremos, hombre de Dios?», preguntan las gentes, llorosas. Y el hombre de Dios pone delante de sus ojos el precepto de la caridad. «Que el que tiene dos túnicas—dice—dé una a quien anda desnudo, y que el que tiene pan lo reparta con el que tiene hambre.» Con los fariseos llegan los publicanos, los epulones, las cortesanas, los soldados. A unos les dice: «No exijáis más de lo que ha sido tasado.» A otros: «No os dejéis llevar de las concupiscencias de la carne.» A otros: «No hagáis extorsiones, no calumniéis; contentaos con vuestras pagas.» Aconseja la limosna, la justicia, el cumplimiento exacto de la ley; es la conciencia del mosaísmo en el momento de ser reemplazado por la religión del espíritu y la verdad.

Entre la multitud aparece un día un joven venido de las montañas de Galilea. Juan le mira y queda turbado: es Él; es el Libertador presentido y anunciado, el Esposo cuyo pensamiento iluminaba su alma en el retiro del desierto; el beldador que lanza al viento el trigo y la paja, para congregar la mies escogida de su Iglesia; el esperado misterioso en quien pensaba cuando decía a la concurrencia: «Yo os bautizo en el agua, pero en medio de vosotros está otro más poderoso que yo; Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.» Sí, Él es. Juan ha presentido su venida. Es su pariente según la carne, pero no le conoce; no le conoce, pero en el fondo de su ser ha oído una voz que le dice: «Aquel sobre cuya cabeza vieres descender el Espíritu Santo, es el Deseado de las naciones.» Y al ver ahora cómo se acerca con los penitentes a la orilla, ha quedado turbado, anonadado, sobrecogido de admiración: «Yo soy—le dice con voz temblorosa—quien debe ser bautizado por Ti.» El Galileo insiste: doblega su cuello, porque hay que cumplir toda justicia; el agua resbala sobre su cuerpo virginal, la mano del Bautista toca su frente, el Cielo se abre, desciende la paloma simbólica, y en las alturas resuena la revelación del Padre: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias.» Y así, al arrodillarse delante del profeta del fuego, Jesús le daba el más alto de los testimonios: ha sido un leal mensajero, ha cumplido con su deber, ha realizado su misión sublime. Será para siempre el Precursor, el Bautista, el amigo del Esposo. «Entre los nacidos de mujer, no nació otro más grande que Juan el Bautista.» Lazo de unión entre el judaísmo y el cristianismo, tiene el espíritu de Elías y la palabra irresistible de Pablo; como el uno, anuncia las venganzas divinas; como el otro, predica al Salvador. Con igual valor que uno y otro, será mártir de su deber y pregonero del reino; morirá sin haber visto el triunfo definitivo del reino que anuncia.

Hoy el pueblo se reúne en torno suyo, le admira y le aclama; pero sabe que todo esto es pasajero; sabe que las muchedumbres que escuchan su doctrina se agruparán mañana en torno de Jesús. No obstante, cumple con alegría su destino, se esfuerza por apartar las miradas de sí mismo para llevarlas hacia el sol que nace; y sin dolor, sin amargura, sin envidia, confiesa su destino: «A mí me toca disminuir; a Él le toca crecer.» Sus discípulos se entristecen: han puesto en él toda su confianza y no se deciden a abandonarle. Pero él tiene bastante grandeza de alma para no ocultarles la verdad. Unas semanas después de su primer encuentro con el Salvador, le ve de nuevo caminando a la orilla del Jordán. Su cuerpo se estremece con un amor apasionado, su mirada se llena de compasión y de ternura, y de sus labios caen estas maravillosas palabras, que van a alejar de él a sus admiradores más entusiastas: «Ahí tenéis al Cordero de Dios, al que quita los pecados del mundo.» Otro día llega a su presencia una embajada del sanedrín. Las plazas de Jerusalén están llenas de su nombre; se dice que es el profeta anunciado por Moisés; se murmura que Elías, el vidente de los anatemas terribles, ha vuelto a aparecer en la tierra. Los príncipes de Israel están inquietos, y quieren saber la verdad de sus mismos labios: «¿Eres Elías?» «No.» »¿Eres el Profeta?» «No.» «¿Eres el Cristo?» «No.» Tres negaciones rotundas, en que descubrimos la grandeza de un carácter. No es nada. Y, sin embargo, el que es infalible le llamará un profeta, el mayor de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y su virtud. A sus ojos no es nada; es sólo la voz que clama; una voz, un soplo, una vibración que se pierde en el aire; un picapedrero del camino del Mesías, indigno hasta de desatar su zapato. Pero otro día para explicar mejor el sentido de su misión, encuentra en los profetas la imagen adorable del Esposo. Lo que ha sido Yahveh para el pueblo escogido, lo va a ser el Verbo para las almas de los creyentes. Él no es más que el amigo, pero la gloria de Aquel en quien ha puesto su amor, le hace plenamente feliz; «el amigo ve a su amigo y se goza al oír la voz del Esposo, y por esto mi alegría es perfecta».

Y así San Juan, el asceta terrible, el austero predicador de la penitencia, nos descubre el más tierno, el más dulce de los atributos de Cristo. Empezó por conmover a los hombres con asperezas y terrores, y termina introduciéndose en los más altos secretos del amor, proponiendo los dones celestes, las castas delicias, las glorias supremas de la mística unión.

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