domingo, 4 de junio de 2017

Homilía



El aliento que insufla vida y la paz son gestos que aparecen desde los comienzos de la Biblia, en representación de Dios, que busca la plenitud del hombre y su desarrollo en libertad.

Consecuencia del mal uso de esa libertad es el estropicio que los hombres hemos hecho del mundo, fruto del egoísmo y las profundas injusticias.

Jesús ha venido a sacarnos de esa postración, que atenta contra el proyecto inicial de Dios, y se ha ofrecido a sí mismo para salvarnos.

Este es el sentido de su misión, que no acaba con su muerte y resurrección, sino que comienza desde sus seguidores, encargados de llevar adelante su obra.

La comunidad de creyentes -lo que llamamos Iglesia- se investirá desde el principio con la fuerza del Espíritu que Jesús prometió, que acompañará a los hombres y les guiará en libertad hasta el fin de los tiempos.

Todo está pues por completar.

No podemos quedarnos cruzados de brazos, esperando que el Reino de Dios descienda como algo prefabricado o pagado a plazos.

Los discípulos comprendieron el día de Pentecostés que debían cambiar y construir el mundo, salir de su encierro de miedo e incertidumbre y lanzarse a su conquista, con la más valiosa de todas las “armas”, la fuerza de Jesús.

Desde entonces proclamarán sin descanso la esperanza firme de que Jesús vive y está presente entre los hombres.

Y lo celebrarán en los grandes acontecimientos de su vida, que compartirán en el ágape eucarístico.

Ya no habrá obstáculo humano que pueda parar la irrupción evangélica.


Hoy es el día de la Iglesia, la comunidad nacida de la predicación de Jesús, que a lo largo de más de dos milenios de historia ha acompañada a los hombres, envueltos en sus luces y en sus sombras, como testigo directo de la presencia salvadora de Jesús.

Si analizamos la realidad de la Iglesia que vivimos en España, quizás nos tengamos que llevar las manos a la cabeza y asombrarnos de las barbaridades que proferimos con nuestros labios y a través de nuestras actitudes.

La imagen pública de la Iglesia en España que reflejan los medios de comunicación, deja mucho que desear.

Todos lo sabemos.

Hay silencios sospechosos que distorsionan la verdadera imagen de lo cristiano y la polarizan en lo negativo y en los sesgadamente “oficial”.

Existe una religiosidad muy superficial y una ignorancia culpable de lo que ha sido y es la Iglesia en el mundo.

El abismo que se ha abierto entre clérigos y laicos, jerarquía y fieles, es responsable de que los medios hablen de la Iglesia de modo peyorativo.

Y no basta con descargar las responsabilidades en los clérigos, y eximir de las mismas.

A las asociaciones religiosas de laicos.

Habrá que preguntarse a qué responde tanto insulto gratuito y tanta desvergüenza en la calumnia sistemática y malintencionada.

Por otra parte sigue pesando el lastre de la dolorosa herencia del “nacional catolicismo” y del slogan que gratuitamente proferimos por la calle: “con la Iglesia hemos topado”.

Con todo ello ha ido creciendo un ambiente manifiestamente hostil, bajo el pretexto de laicidad,.. Imparcialidad, progresismo... que afecta a la escuela y a la mayor parte de las instituciones, contaminadas por los tópicos al uso, en una sociedad, mimetista y farisaica, donde se permite sin rubor exhibir “piercing” en la oreja, en el ombligo o en la nariz y se vetan los crucifijos o símbolos religiosos.

Libertad y comprensión para unos; dictadura e incomprensión para otros.

No es lo mismo un estado laico, aconfesional, pero respetuoso con la religión y la cultura, que una actitud laicista y hostil, que pretende ignorarla y eliminarla de la vida pública, reduciéndola al ámbito de la privacidad.

Ya va siendo hora que pongamos la realidad en su sitio y, sin protagonismos por parte de nadie o demagogias baratas, reconocer la luz que resplandece sobradamente por encima de las sombras.

Quizás hoy más que nunca.

A pesar de orquestadas campañas en su contra, la Iglesia sigue siendo en España el último y el primer reducto al que se acogen los pobres y donde acuden, incluso los denostadores de su imagen.

Echemos un vistazo a nuestras parroquias, a los centros de mayores sin recursos, la asistencia a los enfermos, emigrantes, perseguidos...

La Iglesia siempre es la primera en ofrecer ayuda altruista a los necesitados y la última que recibe apoyo, comprensión y subvención con el dinero público.

Algo que se facilita con generosidad a instituciones de dudosa moralidad.

Hay injusticias que claman al cielo.


Necesitamos un nuevo Pentecostés que despierte nuestras conciencias y nos abra a la sabiduría, a la bondad, al temor de Dios, al amor...

Debemos estar atentos a los signos de los tiempos y ser dóciles al soplo del Espíritu que sigue presente en su Iglesia.

Atisbo cada vez más el papel de los laicos en la misma como poseedores del mismo Espíritu e impulsores de una renovación profunda que empape la sociedad en la que vivimos con un talante de esperanza e inquietud por la transformación de las personas.

De esta manera, cuando el verdadero protagonista de la Iglesia sea el pueblo de Dios, su imagen será más auténtica y visible.


Confiemos en el Espíritu, capaz de sembrar en la esterilidad y resucitar lo que está muerto, como rezamos en la bellísima secuencia de la Eucaristía.

Juan XXIII calificó el Concilio Vaticano II por él convocado como “nueva primavera de la Iglesia”.

Pronzato dice que el “día de Pentecostés nació, no la Iglesias de las respuestas, sino la Iglesia que suscita preguntas”.

Hay una Iglesia, como estructura y organización, y la Iglesia formada por personas con distintos dones, servicios y carismas, llena de vitalidad y abierta a nuevos caminos.

En este último ámbito, yo, cristiano practicante, he de plantearme cuál es mi papel creyente, el don que poseo y mi misión en la vida.

Porque son estas cualidades, personales y únicas, las que deben estar en el centro de mi misión en la vida.

Hemos nacido, por singular gracia de Dios, “como criaturas originales, no copias”, (en palabras de Javier Gafo), para contribuir con nuestro esfuerzo a impulsar una nueva humanidad.

Nos aguardan tiempos difíciles por causa de la recesión económica mundial y de la mala gestión de nuestros gobernantes.


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