domingo, 14 de mayo de 2017

Homilía



Los Hechos de los Apóstoles nos muestran hoy las divergencias que surgen en la primitiva comunidad cristiana, a medida que se van agregando a la misma fieles provenientes del paganismo.

Contrasta este hecho con la convivencia idílica descrita en Hechos 4, 32-37.

No nos debe extrañar, cuando entran en juego lenguas, culturas y costumbres distintas, que se quejen los de lengua griega del trato de favor que reciben las viudas hebreas con respecto a las suyas.

La elección de los siete primeros diáconos responde a esta necesidad, que ocupaba mucho tiempo a los Apóstoles y les lastraba en la predicación del evangelio.

Las discrepancias, lejos de ser un obstáculo en la comunicación humana, son una ayuda enriquecedora para discernir lo que es justo, equitativo y saludable.

Además contribuyen, si hay buena voluntad, a que se aúnen criterios, actitudes y voluntades en pos de un proyecto común e integrador.

Quien nos integra a todos, según Pedro (primera lectura), es Jesús, la piedra angular, que sostiene el templo del Espíritu (I Pedro 2, 5).

Cada uno de nosotros somos piedras vivas, insertadas en el templo de Dios, que es la Iglesia.

Todos formamos parte de la misma y somos igualmente necesarios.

Pablo dirá más tarde que

“no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 28).

Las migraciones han sido siempre una constante en la historia de los pueblo en todos los Continentes., pero muy especialmente en Europa y Asia.

En la antigüedad se realizaban de forma violenta para someter a los invadidos a esclavitud y hacerse con sus riquezas.

Así nacieron imperios, como el asirio, babilonio, egipcio, griego, romano o mongol, que dominaron durante siglos buena parte de ambos Continentes.

Hoy, el hambre que azota a diversos sectores del Planeta obliga a sus moradores a emigrar, como única forma de subsistir.

Los países poderosos reciben, en consecuencia, mano de obra batata para el desarrollo de su industria.

Va ganando terreno la concordia, la paz y la lucha contra el racismo y la intolerancia..

Aunque existen excepciones por parte de grupos xenófobos, que aprovechan la crisis económica para sus tropelías, la acogida al inmigrante ha mejorado notablemente en nuestras sociedades, y el mestizaje es mirado como un fenómeno normal.

Es importante respetar la singularidad, la idiosincracia de cada pueblo, las costumbres, los modos de vidas, sin imposiciones que anulen su personalidad.

Por eso la Iglesia Católicas se denomina así, porque debe ser abierta, universal, respetuosa, caritativa, a semejanza de Jesús

“que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”
(Hechos 10, 38).

La imagen de la Iglesia ha mejorado durante los últimos lustros con el nombramiento de tres Papas no italianos: Juan Pablo II (polaco), Benedicto XVI (alemán) y Francisco (argentino).

Habrá en el futuro, probablemente, un Papa de raza negra.

Nadie tiene que ser desechado en la construcción del templo de Dios, por humilde que sea.

Lo mismo ocurre con la comunidad cristiana en la que estamos integrados.

Su pobreza no debe poner en duda su valía a los ojos de Dios, que derrama sobre ella valores espirituales.

Sabemos que la fe es un factor integrador, que nos permite contemplar el mundo y los acontecimientos con una esperanza alegre y renovada.

Pero nuestras debilidades, limitaciones e incertidumbres la ralentizan.

Entonces nacen las dudas, nos ponemos nerviosos y cargamos contra todo y contra todos.

¿Hacia dónde orientar nuestra vida?
¿Quién nos ayudará a darla sentido?
¿Quién nos sacarás del pozo profundo de nuestros problemas y desazones?

A estas preguntas, nacidas de una angustia vital por el futuro, Jesús mismo da la respuesta:

“No perdáis la calma; creed en Dios y creed también en mí”
(Juan 14, 1).

Los Apóstoles se hallan inquietos por el cúmulo de ideas que afluyen a su mente, desconocen, o dicen desconocer, el camino trazado por Jesús y la meta final.

Son momentos de gran emoción, marcados por las palabras de despedida de Jesús y por la perspectiva de hipotéticas realidades futuras de un mundo de ensueño al que quiere llevarles.


El apóstol Felipe, al dirigirse a Jesús, ignora el alcance de sus palabras, que si se realizaran, apagarían en el hombre la libertad de creer, le evitarían esfuerzos mentales y le abriría la puerta de la Verdad Absoluta.

Sin embargo, el pragmatismo de Felipe no entra en los planes de Dios, pues la vía de acceso al Reino de los Cielos pasa por seguir el itinerario de Jesús, que se presenta como:

Camino, Verdad y Vida.

El Camino de Jesús, iluminado por la Verdad, nos conduce a la Vida plena, que nos tiene preparada en un lugar de felicidad, con muchas estancias, adecuadas a los “méritos” de cada persona.

El amor de Dios, reflejado en Jesús, nos reconoce por nuestro propio nombre, únicos e irrepetibles.

Las muchas moradas del cielo, de las que habla Jesús, dan cabida al gozo de cada uno, valorando la diferencia y la singularidad, con la que hemos sido creados y por la que somos reconocidos.


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