domingo, 19 de febrero de 2017

Homilía



El amor a Dios y al prójimo se leen por separado en la Ley judía.

La originalidad de Jesús está en unir ambos en un solo mandamiento.

El judaísmo manda amar al prójimo en un contexto de búsqueda constante de la santidad absoluta de Dios: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Levítico 19, 2).

El evangelio de hoy, a diferencia del Levítico, llama a la perfección: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48).

Lucas, no obstante, prefiere recurrir al término: “sed misericordiosos”, ya utilizado por el salmo 102, que rezamos en la liturgia de este día y es más entendible para los hombres y mujeres de a pie.

El amor da sentido a los comportamientos humanos y dignifica a las personas.

La familia es en sí misma una célula de amor, independientemente de las creencias de cada uno de sus miembros.

Hay un vínculo afectivo, cuyo origen está en el Creador y que es valorado por todas las instituciones políticas y religiosas.

Además la persona se siente en este ámbito valorada, reconocida y querida.

Por eso la hospitalidad y la limosna se contemplan en las distintas religiones como sabia medida para paliar la desprotección y orfandad de cuantos se ven abocados a vivir fuera de ella.

El precepto del amor al prójimo es, en este sentido, bien aceptado por todos, máxime cuando la medida del amor es la misma que aplicamos a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu.

Pero ¿cómo amar a Dios con la mente, con el corazón y con todo el ser si no lo vemos?

Y ¿dónde, cuándo y cómo adorarle?

Los creyentes de todas las religiones, incluida la judía, en tiempo de Jesús, creían que el templo era el único lugar verdadero para el encuentro del hombre con Dios y para configurar su presencia entre el pueblo.

Adorar a la divinidad era la mayor expresión de amor y respeto; un respeto tal que sólo el sumo sacerdote de la religión judía podía acceder, tan sólo una vez al año, al “Sancta Santorum”, habitáculo del mismo Dios.

Por desgracia, los actos de culto a Dios, si no están animados por el amor, se convierten en meros ritos vacíos, incapaces de sensibilizar los corazones de los adoradores.

“Llegará un tiempo -dice Jesús a la samaritana- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”.

Los primeros cristianos no tenían templos; se reunían sencillamente en las casas para escuchar la Palabra, compartir la oración y la fracción del pan.

Pablo apunta a la dignidad de la persona como lugar verdadero del encuentro del hombre con Dios, y no duda en afirmar taxativamente que “el templo de Dios sois vosotros”.

Tomar conciencia de esta dignidad conlleva no dejarse subyugar por la elocuencia de nadie a quien entregar la voluntad, ni por banderías que siembran la división, aunque estén adornadas por dones atrayentes, como el caso de Apolo.

Ni Pablo, ni Apolo un cualquier otro apóstol salva, sólo Cristo.

Por eso “que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (I Corintios 23)

Las banderías desembocan en culto a la persona del líder y hacen mucho daño a la vida cristiana.

Las divisiones en la Iglesia han sido originadas por un concepto equivocado de la fe y por un mal ejercicio del liderazgo, no exento de orgullo.

Con amor se pueden superar todas las diferencias


Con amor se pueden ir superando todas las diferencias, incluso las tenidas con los que nos odian.

El amor a los enemigos es un mandato nuevo de Jesús, que parece poco razonable y choca con la mentalidad de entonces de odiarles, evitar alianzas con ellos y responder a la violencia con la violencia.

Aún los hombres más piadosos, y muchos textos bíblicos lo corroboran, hablan de vengan y destrucción de los enemigos, especialmente de los impíos.

El amor que predica Jesús no admite medias tintas; debe llegar a las últimas consecuencias, hasta perdonar y dar la vida por ellos.

Si Dios, que es Padre de todos y a todos ama, respeta a los malvados, les da la oportunidad de arrepentirse y no castiga en vida sus malas acciones, obra así: ¿por qué no hacer nosotros lo mismo?

Si Dios se muestra benevolente con los enemigos y “hace salir cada día el sol sobre buenos y malos, justos y pecadores” (Mateo 5, 45), ¿qué nos impide imitar su ejemplo?

Amar a la familia y a los amigos es sencillo; no implica esfuerzos, porque hay lazos afectivos de por medio. Tampoco tiene mérito.

Sí lo tiene amar a los enemigos y orar por ellos, ya que presupone una personal decisión de amar como medio para superar el odio que anida en nuestro corazón. Jesús lo hizo, y como él incontables hombres y mujeres que siguieron y siguen sus pasos.

“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: haced el bien a los que os odian y rezad por los que os persiguen y calumnian” (Mateo 5, 43-45).

La Ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente” generó guerras sin cuartel y la multiplicación de revanchas, alimentadas por el odio.

Nadie gana las contiendas; las perdemos todos.

Nunca se ha librado la humanidad de estos odios crueles, que sembraron de hambre y muerte los campos de batalla, y destruyeron familias enteras.

Pero no escarmentamos; continuamos empecinándonos en aniquilar a los enemigos, que responden con las mismas armas, enquistando lo `problemas.

El camino que ofrece Jesús en esta tesitura es el único posible.

“Se matan más moscas con miel que con hiel” dice el refrán castellano.

Dos no pelean si uno no quiere.

Gandhi logró la independencia de la India con la no-violencia.

Martin Luther King consiguió que se aprobara la “Ley de derechos civiles” por medios pacíficos.

Nelson Mandela perdonó a los opresores, que le confinaron durante varios años en la cárcel y fue el principal artífice de la reconciliación entre blancos y negros en Sudáfrica es el único posible.

La historia está llena de enemigos “irreconciliables” que han firmado la paz y han terminado conviviendo como hermanos.


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