domingo, 8 de enero de 2017

Homilía


Finalizamos con la fiesta del Bautismo del Señor el ciclo navideño.

La antífona del día, la oración colecta, el prefacio y las lecturas tienen el Bautismo como telón de fondo.

Jesús, formando parte del largo colectivo de pecadores que se adentra en las aguas del Jordán para purificarse y recibir de Juan el Bautismo, recibe el espaldarazo final para iniciar una nueva etapa en su vida, consagrada totalmente al servicio del Padre del cielo.

No necesita ser bautizado, porque en Él no hay pecado, pero quiere que los pecadores sean el objetivo privilegiado de su misión:

“No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Mateo)

El desierto, lugar bíblico del encuentro del hombre con Dios, y el agua, símbolo de la presencia del Espíritu, enmarcan este momento inolvidable en la vida de Jesús.

Como ocurrió con Jacob en la escala de sus sueños y con Moisés en el episodio de la zarza que ardía y no se consumía, Dios se manifiesta también a Jesús para ungirle como el Mesías, el Esperado de los pueblos.

La Paloma que sobrevuela sobre Jesús evoca el fin del Diluvio, cuando el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.

Ahora, en este momento, desciende sobre Él para consagrar su destino, que culminará con su Muerte y Resurrección.

Esa misma Paloma reaparecerá en Pentecostés para continuar, en una segunda y definitiva etapa, la obra redentora de Jesús hasta el final de los tiempos.

El Bautismo de Jesús señala el comienzo de su vida pública, avalado por la presencia providente del Padre, que guía en todo momento sus pasos.

En este sentido, la lectura de Isaías nos ayuda a clarificar la misión de Jesús a través de la figura enigmática del Siervo de Yahvé, que es proclamado “alianza de un pueblo, luz de las naciones” (Isaías 42), para sacarle de una larga noche de pruebas, traer el alivio a los pueblos más lejanos, liberar a los cautivos y establecer la paz.

La tradición cristiana reconoce en este texto la imagen de Jesús.

El Bautismo de Jesús inicia un nuevo rumbo en su vida, marcado por un compromiso total con su Padre del cielo para luchar contra la injusticia y el pecado e instaurar su Reinado entre los hombres.

Después de su Bautismo en el Jordán, “el cielo se abre” y es confirmado como el Ungido del Dios por el Espíritu.

También Isaías varios siglos antes “vio que el cielo se abría”, pero aquí se abre empujado por Jesús, el Hijo amado del Padre e irradia una luz definitiva sobre los hombres.

Llegan los tiempos nuevos, y, con ellos, la nueva alianza significada por las relaciones de paternidad y filiación entre los hombres y Dios.

Nadie queda excluido, porque toda persona, como Jesús, está invitada a acoger el Espíritu y a escuchar la voz del Padre: “Este es mi hijo, mi amado” (Mateo 3,17).

Pedro comprende, visitando la casa del centurión pagano Cornelio, la voluntad salvadora universal de Dios a todos los pueblos a través de Jesús, ungido y lleno de su Espíritu.

El Bautismo de Jesús es el prototipo, el modelo más perfecto de nuestro bautismo, por el que fuimos introducidos en su vida y constituidos hijos de Dios.

Nuestro Bautismo es un compromiso con Él para seguir sus pasos y entregarnos al servicio de los hombres, nuestros hermanos.

Para una mayoría de cristianos, ubicados en países oficialmente católicos, la identidad cristiana no nos obliga a esforzarnos demasiado para testimoniar nuestra fe, puesto que la inercia de la vida y las costumbres son favorables.

Pero confesar la fe en ambientes hostiles supone un testimonio constante de arrojo y valentía.

Muchos cristianos se juegan la vida a diario por confesar a Cristo, sufren marginaciones, persecuciones y desprecios.

Sin embargo, se sienten orgullosos de haber recibido por el bautismo la dignidad de ser “hijos de Dios”.

La matanza de cristianos en Irak y Siria por el Estado Islámico y las persecuciones por parte de grupos radicales en otros países, se ha convertido en un hábito, sin que las autoridades civiles o religiosas atajen estas agresiones a la libertad y dignidad humanas.

¿Por qué despierta tanto odio la cruz cuando es símbolo de amor y de entrega a los otros?

¿No será porque es el único signo que pone freno a los malvados?

Las ideologías destructivas, presentes en todas las Edades del mundo, se han significado por combatir las creencias religiosas y establecer férreas dictaduras.

Pensemos en la desaparecida URSS o el III Reich de Hitler.

Se cerraron templos, se prohibieron las manifestaciones públicas de fe o se exterminaron judíos en aras de un pensamiento único y “liberador”.

Toda una barbarie que clama al cielo y no ha traído más que desgracias.

La fe en Jesús nos libera, nos fortalece y nos capacita para fomentar la civilización del Amor, aún en entornos hostiles.

Él no lo tuvo fácil, pues contó con la oposición de las autoridades civiles y religiosas, pero jamás claudicó ante la injusticia y los atropellos.

Nos puede pasar algo semejante si imitamos su ejemplo.

Hoy, en algunos sectores, se tacha al creyente de loco iluminado, al defensor de la vida y antiabortista, de casposo conservador, y al justo, de tonto útil.

Al bautizarnos Jesús entra a formar parte de nuestra vida, se convierte en nuestro protector y compañero de viaje.

Por eso fuimos ungidos en su nombre con el óleo que fortalece los músculos para el esfuerzo y que cura las heridas.

Si caemos, si pecamos, Él nos levanta, nos perdona para que lleguemos a su lado a la meta fina.

Fuimos también crismados, marcados como sacerdotes, profetas y reyes dentro de su Pueblo, con la máxima dignidad.

Hoy, conscientemente, renovamos las promesas bautismales que nuestros padres y padrinos hicieron en su día por nosotros.

Como entonces, levantamos la vela encendida de nuestra fe y nos ponemos de nuevo en marcha revestidos con la túnica blanca de la esperanza y fortalecidos por el Espíritu para proclamar que Dios nos ama y debe ser siempre el centro de nuestro devenir cotidiano.

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